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domingo, 2 de enero de 2011

Diez años más tarde

"Porque en noches corno ésta la tuve entre mis brazos,
 mi alma no se contenta con haberla perdido.
Aunque éste sea el último dolor que ella me causa,
y  éstos sean los últimos versos que yo le escribo".
P. Neruda.

Cuando aquella tarde Alberto abandonó la universidad con destino a su casa, no podía imaginar que el rumbo de su vida iba a cambiar completamente, o, mejor dicho, que había cambiado ya sin él saberlo. Por el camino se tropezó con una vendedora ambulante que le ofreció unas flores y él, sin dudarlo un instante, le compró una docena de rosas rojas. Aquel veinte de junio no era ninguna fecha especial, no había nada que celebrar, pero él, sin saber exactamente por qué, se sentía muy feliz. Sacó un billete de mil pesetas de su cartera y se lo entregó a la señora, al tiempo que le decía que se quedara con el cambio. Esa noche saldrían a cenar a un restaurante; a María le encantaban ese tipo de sorpresas y él lo sabía muy bien.
               María y Alberto llevaban diez años viviendo juntos. Se conocieron en un bar después de haber estado tres o cuatro horas discutiendo en una asamblea de estudiantes. En aquel tiempo ambos frecuentaban los ambientes “revolucionarios” del momento. María era el prototipo de mujer emancipada e independiente, militante en organizaciones izquierdistas y a favor de la liberación de la mujer. Alberto, que hasta ese momento no había formado parte de ninguna organización política, ingresó en el colectivo liberación a los dos meses de conocer a María. Así, entre exámenes, bares y manifestaciones fueron transcurriendo aquellos años. Con el paso del tiempo las organizaciones fueron perdiendo fuerza; cada vez acudía menos gente a las manifestaciones que convocaban y poco a poco fueron tomando conciencia de que pegando carteles no iban a cambiar el mundo, ni tan siquiera su mundo, así que finalmente abandonaron la militancia. Todo esto ocurría al tiempo que iba aumentando su éxito profesional, pero, evidentemente, ello era coyuntural, como Alberto y María no se cansaban de repetir.
            Ahora María, a sus treinta y dos años, se había convertido en una brillante economista y ocupaba el cargo de subdirectora en una importante empresa. Alberto, por su parte, se había doctorado en Psicología y estaba a punto de obtener una plaza como profesor titular en la universidad.
            Alberto entró en el ascensor y se contempló a sí mismo reflejado en el espejo: la cartera de cuero llena de papeles en una mano, el ramo de flores en la otra y la satisfacción que expresaba su rostro sabedor de la alegría que le iba a dar a la mujer que tan bien conocía. Decidió que en lugar de abrir la puerta con su llave, lo mejor sería hacer sonar el timbre; así lo primero que ella vería serían las rosas. Estaba impaciente por ver la cara de sorpresa que se le iba a quedar.
            María abrió la puerta con una expresión grave en el rostro que no se alteró en absoluto. La sonrisa de Alberto, en cambio, desapareció en el instante que vio las maletas en la entrada del piso y comprendió lo que ocurría. María lo había dejado.
            -Será sólo por un tiempo. Necesito oxigenarme y aclarar mis ideas. ¿Lo entiendes, verdad?
            -Claro, claro...- dijo él sin más. Los dos eran personas razonables y no había necesidad de montar ninguna escena.
            María se había ido para siempre y él lo sabía. A la semana siguiente vino con unos amigos a recoger el resto de sus pertenencias.
            -Llámame si necesitas algo -dijo Alberto con voz trémula procurando dar sensación de entereza. Patético.
            Durante las tres semanas siguientes no dejó de pensar en ella. Se sorprendía a sí mismo inventando excusas para pasar todos los días por la calle donde trabajaba María a ver si coincidía con ella. Para intentar superarlo se dedicó a frecuentar los bares de alterne y a tomar copas con los amigos. Incluso tuvo un lío con una compañera de la universidad que hacía tiempo que se le insinuaba y a la que él siempre había dado largas.
            Fue inútil, el recuerdo de María lo acompañaba a todas partes como si fuera su propia sombra. Durante los diez años que estuvo viviendo con ella siempre supo que esa relación acabaría algún día, ninguno de los dos había creído nunca en la eternidad del amor; sin embargo, jamás imaginó que a un hombre independiente como él le fuera a costar tanto superar aquella situación. Alberto se encontraba sumido en estos pensamientos cuando el último alumno que quedaba en el aula le entregó su examen. Fue entonces cuando tomó la firme decisión de acabar de una vez por todas con aquella situación absurda. Se acabó el pasarse el día compadeciéndose a sí mismo y aquellas salidas nocturnas tan artificiales. Aquella noche se iría a su casa, tomaría un baño de espuma y luego cenaría delante del televisor, como había hecho siempre.
            Al cabo de unas horas la policía irrumpió en el piso donde vivía Alberto. El agua de la bañera aún no se había enfriado y el televisor permanecía encendido enfrente de los restos de la cena. Su cuerpo desnudo y mojado colgaba del techo con los ojos desorbitados, la lengua fuera y el pene evocando a María. Unas horas antes ella había sido estrangulada y alrededor de su cuello sólo estaban las huellas del hombre con el que había compartido diez años de su vida[1].


[1] Este cuento fue publicado por primera vez en la revista Anarda, nº 9, Las Palmas de Gran Canaria, Canarias Siglo XXI, 1999.