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ecía Marx que todas las grandes transformaciones sociales tienen su origen
en las contradicciones que se dan en un determinado momento histórico entre las
fuerzas productivas y las relaciones sociales de producción. A su juicio, los
cambios que se producen en la base real de la sociedad, la estructura
económica, generan a su vez la
tranformación de la gran superestructura ideológica, la cual está conformada
por todo el mundo de los valores, la moral, la religión, pero también por el
Estado y el derecho y, en definititiva, por todos esos elementos que aun siendo
intangibles forman parte de la realidad social. Esta afirmación marxiana,
obviamente, no deja muy bien parada a la idea de subjetividad ni a la de un
hombre autónomo y dueño de sí mismo, de ahí que quienes seguimos reivindicando
la libertad del individuo no podamos estar de acuerdo con Marx en este punto. Sin
embargo, no hace falta ser marxista para reconocer que las variaciones en las
condiciones materiales de existencia pueden traer consigo cambios en las formas
del pensamiento, habida cuenta de que nuestras ideas están indefectiblemente
ligadas a nuestros intereses.
Es por ello que la crisis
económica que venimos padeciendo hace años, que es ya una crisis social, bien
puede terminar convirtiéndose en una crisis política. Y acaso los últimos
acontecimientos en la esfera geopolítica debieran ser entendidos en esta
perspectiva, pues la emergencia del independentismo en Cataluña no es ajena a
las dificultades económicas por las que pasan las instituciones catalanas, las
cuales se traducen en el progresivo deterioro de las condiciones sociales de
vida. Resulta irónico que el auge del independentismo haya tenido lugar
precisamente ahora que gobiernan los mismos que en tiempos del ZuperPresidente
no se cansaron de repetir que los soecialistas
se habían propuesto conseguir la desintegración de España, nada menos. Claro
que, bien pensado, la culpa es de Zapatero, pues si éste no le hubiera dejado a
Rajoy una herencia tan calamitosa, la situación económica de España no sería
tan crítica y, en buena lógica seudomarxista, el independentismo no habría
aflorado de esta forma tan candente.
Tal ardor independentista ha
hecho que más de un analista se rasgue las vestiduras y, con el pretexto de
solidarizarse con esa parte de Cataluña que quiere seguir formando parte de
España, haya arremetido contra esa otra parte que reivindica la independencia.
Y la cuestión podría debatirse democráticamente si no fuera porque un amplio
sector de la sociedad española, constituido mayormente por quienes se sienten
representados por el Gobierno del PP y por no pocos votantes del PSOE, considera que
el asunto de la independencia de Cataluña debiera ser decidido por todos los
españoles. Y eso es sencillamente inaceptable. Porque una cosa es que cada uno
pueda tener su opinión sobre un posible Estado catalán, y otra que corresponda
a todos los españoles decidir sobre si Cataluña se independiza de España o no,
del mismo modo que si una mayoría social en Canarias optara por la
independencia, no se aceptaría que la decisión tuviera que tomarla el conjunto
de los españoles.