viernes, 21 de septiembre de 2012

Ardor independentista



D
ecía Marx que todas las grandes transformaciones sociales tienen su origen en las contradicciones que se dan en un determinado momento histórico entre las fuerzas productivas y las relaciones sociales de producción. A su juicio, los cambios que se producen en la base real de la sociedad, la estructura económica, generan  a su vez la tranformación de la gran superestructura ideológica, la cual está conformada por todo el mundo de los valores, la moral, la religión, pero también por el Estado y el derecho y, en definititiva, por todos esos elementos que aun siendo intangibles forman parte de la realidad social. Esta afirmación marxiana, obviamente, no deja muy bien parada a la idea de subjetividad ni a la de un hombre autónomo y dueño de sí mismo, de ahí que quienes seguimos reivindicando la libertad del individuo no podamos estar de acuerdo con Marx en este punto. Sin embargo, no hace falta ser marxista para reconocer que las variaciones en las condiciones materiales de existencia pueden traer consigo cambios en las formas del pensamiento, habida cuenta de que nuestras ideas están indefectiblemente ligadas a nuestros intereses.
            Es por ello que la crisis económica que venimos padeciendo hace años, que es ya una crisis social, bien puede terminar convirtiéndose en una crisis política. Y acaso los últimos acontecimientos en la esfera geopolítica debieran ser entendidos en esta perspectiva, pues la emergencia del independentismo en Cataluña no es ajena a las dificultades económicas por las que pasan las instituciones catalanas, las cuales se traducen en el progresivo deterioro de las condiciones sociales de vida. Resulta irónico que el auge del independentismo haya tenido lugar precisamente ahora que gobiernan los mismos que en tiempos del ZuperPresidente no se cansaron de repetir que los soecialistas se habían propuesto conseguir la desintegración de España, nada menos. Claro que, bien pensado, la culpa es de Zapatero, pues si éste no le hubiera dejado a Rajoy una herencia tan calamitosa, la situación económica de España no sería tan crítica y, en buena lógica seudomarxista, el independentismo no habría aflorado de esta forma tan candente.
            Tal ardor independentista ha hecho que más de un analista se rasgue las vestiduras y, con el pretexto de solidarizarse con esa parte de Cataluña que quiere seguir formando parte de España, haya arremetido contra esa otra parte que reivindica la independencia. Y la cuestión podría debatirse democráticamente si no fuera porque un amplio sector de la sociedad española, constituido mayormente por quienes se sienten representados por el Gobierno del PP y  por no pocos votantes del PSOE, considera que el asunto de la independencia de Cataluña debiera ser decidido por todos los españoles. Y eso es sencillamente inaceptable. Porque una cosa es que cada uno pueda tener su opinión sobre un posible Estado catalán, y otra que corresponda a todos los españoles decidir sobre si Cataluña se independiza de España o no, del mismo modo que si una mayoría social en Canarias optara por la independencia, no se aceptaría que la decisión tuviera que tomarla el conjunto de los españoles.

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