econozco que siempre me han gustado las películas de gangsters. Desde las antiguas en blanco y negro, hasta las más
modernas, como las geniales Uno de los
nuestros o Casino, donde Martin
Scorsese muestra la violencia de las bandas mafiosas en toda su crudeza. Mas
entre todas las películas del género, me quedo con la trilogía de El Padrino, a pesar de que -o acaso precisamente por ello- en estos filmes el magistral Francis Ford Coppola
presenta a los despiadados mafiosos de tal manera que le hace sentir a uno
empatía hacia ellos, hasta el punto de que los crímenes cometidos por la
familia Corleone parecen menos inicuos que los perpetrados por las bandas
rivales. La música, la atmósfera que rodea a los personajes y, en definitiva,
la forma en la que se representa la inmensidad del poder de los capos supongo
que es otro de los atractivos. ¿Quién no ha fantaseado alguna vez con ser el
gran Michael Corleone a quien da vida de un modo soberbio Al Pacino?
Mas si hoy traigo a
colación este tema no es para hablar de lo que se ha dado en llamar la erótica
del poder ni para explayarme sobre mis gustos cinematográficos, sino porque en
esas películas Coppola no sólo nos sumerge más o menos románticamente en el
universo de la mafia italoamericana, sino que también pone de relieve las
conexiones entre ésta y otras esferas del poder, como la política, la
empresarial o la religiosa. Y aunque Coppola no muestra nada que no se supiera
antes, recuerdo que cuando vi cada una
de estas películas por primera vez, me imaginé que la realidad debía de ser
similar, un complejo entramado de relaciones de poder donde no se sabía muy
bien quién era quién: políticos, empresarios, clérigos, mafiosos… En un rápido
viaje de la ficción a la realidad, los gangsters
habían dejado de ser esos tipos con traje de rayas y típica pinta de gangsters de las viejas películas para
esconderse tras la máscara del respetable hombre de negocios, la perenne
sonrisa del servidor público o la sotana del siervo de Dios.
Hace unos días, sin
embargo, al observar las fotos publicadas por el periódico El País en las que aparece el actual presidente de la Xunta de
Galicia, Alberto Núñez Feijóo, junto al narcotraficante Marcial Dorado en el
yate de éste, me ocurrió justo lo contrario que al ver las películas de El Padrino. Allí estaban, hace casi 20
años, el político gallego, entonces alto cargo en el área de Sanidad, y el
contrabandista, a la sazón dedicado al tráfico ilegal de tabaco, en meiba, gozando de un paseo en barco,
bañándose en las aguas de la ría de Vigo, disfrutando de un insólito día
soleado bajo el cielo de Galicia y rápidamente, casi sin darme cuenta, viajé de
la realidad a la ficción, de la realidad del yate de Marcial Dorado a la
ficción de las películas de Coppola.