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ntre los sentimientos que pasan por la cabeza, en el combate, cuéntanse el
miedo, primero, y luego el ardor y la locura. Calan después en el ánimo del
soldado el cansancio, la resignación y la indiferencia. Mas si sobrevive, y si
está hecho de la buena simiente con que germinan ciertos hombres, queda también
el punto de honor del deber cumplido. Y no hablo a vuestras mercedes del deber
del soldado para con Dios o con el rey, ni del esguízaro con pundonor que cobra
su paga; ni siquiera de la obligación para con los amigos y camaradas. Me
refiero a otra cosa que aprendí junto al capitán Alatriste: el deber de pelear
cuando hay que hacerlo, al margen de la nación y la bandera; que, al cabo, en
cualquier nacido no suelen ser una y otra sino puro azar. Hablo de empuñar el
acero, afirmar los pies y ajustar el precio de la propia piel a cuchilladas en
vez de entregarla como oveja en matadero. Hablo de conocer, y aprovechar, que
raras veces la vida ofrece ocasión de perderla con dignidad y honra”.
De esa forma tan
contundente se expresa Íñigo Balboa en la tercera entrega de la serie de
novelas protagonizadas por el capitán Alatriste y escritas por Arturo
Pérez-Reverte. Por fortuna para la mayoría de nosotros, no vivimos en el siglo
XVII y en este siglo nuestro que, como asegura Eric Hobsbawm, comenzó sus
andaduras en 1989, con la caída del Muro de Berlín, las condiciones sociales de
vida son infinitamente mejores que las sufridas por los hombres y mujeres del
Siglo de Oro español: un siglo de oro para las letras, por el esplendor que
alcanzaron los escritos de entonces, y de oro contante y sonante para la
monarquía, la aristocracia, el clero y algún que otro espabilado carente de
escrúpulos, pero de miseria y podredumbre para la mayor parte de los españoles,
no digamos ya para los isleños y los indígenas de las colonias de América.
Mas por mucho que el siglo
XXI sea bien distinto al XVII, se me antoja que lo esencial de las reflexiones
de Íñigo Balboa sigue teniendo validez en nuestro tiempo. Y es que también hoy
“el honor del deber cumplido” es de la máxima importancia, pues tal honor no es
otra cosa que la dignidad. Dignidad que, según dijera Kant, es lo propio de los
seres humanos en tanto que seres dotados de racionalidad y, por ende, de
autonomía. Dignidad que hay que saber defender cuando ésta es atacada. Y por
más que en nuestro siglo ya no sea cuestión de “empuñar el acero” ni,
obviamente, ningún otro tipo de armas, lo cierto es que las agresiones de los
mercados y los gobiernos a la ciudadanía bien merecen una respuesta
contundente, que no por pacífica ha de ser menos firme. Y es que las conquistas
sociales no son en absoluto irreversibles y hay que estar dispuestos a luchar
para mantenerlas, si es que no queremos retornar a un mundo sin derechos.