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uando el pasado mes de mayo François Hollande se hizo con la presidencia de
Francia, se generaron no pocas expectativas entre la progresía española con
respecto a la posibilidad de que surgieran nuevas alternativas para salir del
atolladero económico, lo cual serviría para que a España se le diera un
respiro, se suavizaran los recortes y, en suma, el coste de la dichosa crisis
se distribuyera de un modo más justo. Cuatro meses más tarde sabemos que el
contrapeso del progresismo francés al conservadurismo alemán no ha servido para
que Europa dé un golpe de timón que cambie el rumbo de las políticas económicas
y sociales. Y el ajuste de 30.000 millones de euros que acaba de anunciar el
presidente galo no hace sino dar la razón a los más escépticos, aquellos que
pensaban que era un error depositar la esperanza del cambio en el que era
conocido como el menos socialista de los socialistas franceses.
Para ser justos, hay que
reconocer a Hollande la valentía de obligar a las clases más pudientes,
siquiera sea por esta vez, a soportar el mayor peso del ajuste, pues dos
tercios de los 30.000 millones se obtendrán de la subida de impuestos a las
rentas más altas. Pero eso, no nos engañemos, no arregla el problema a la inmensa
mayoría de los franceses, la clase media, que es, como en cualquier país
europeo, la que verdaderamente está viendo cómo se deterioran sus condiciones
de vida hasta el punto de que se corre el riesgo de su desaparición como clase.
No digamos ya para las personas de las clases más desfavorecidas, a quienes les
ha tocado, también en Francia, la peor parte, pues ya se sabe que la crisis se
ceba con los más pobres. Entre estos últimos se encuentran los inmigrantes
gitanos de origen rumano, quienes lamentablemente son los protagonistas
involuntarios de la razón por la que las acciones gubernamentales de Hollande
hayan pasado de generar la esperanza inicial y el desencanto posterior a
provocar directamente indignación.
Y es que al muy
progresista gobierno francés no se le ha ocurrido mejor idea que proseguir con la execrable política de repatriaciones forzosas iniciada por el inefable
Sarkozy en 2010, que no otra cosa es el desmantelamiento de los poblados
gitanos y el traslado de sus habitantes anunciado por el ministro del Interior
galo, Manuel Valls, el pasado miércoles en Bucarest. Y aunque la medida ha
llevado a Amnistía Internacional a denunciar la expulsión ilegal de 15.000
gitanos rumanos residentes en Francia, cuenta, ¡ay!, con el apoyo de la mayoría
de los votantes socialistas. De esta guisa el gobierno francés da la sensación
de confundir la lucha contra la pobreza con la lucha contra los pobres, quienes
parecen ser el enemigo de una Francia en la que cuesta reconocer los principios
del republicanismo y los derechos humanos, de una Francia que otrora inspirara
a los movimientos revolucionarios y emancipadores de todo el mundo y sin
embargo hoy, una vez más, renuncia a los valores universales del humanismo para
abrazar la barbarie.
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