sábado, 31 de marzo de 2012

Paranoia


La ciencia no nos ha enseñado aún si la locura es o no lo más sublime de la inteligencia
                                                                                                                                                      E. A. Poe.

I
Hace diez años que ingresé en este hospital psiquiátrico, a pesar de que soy una persona totalmente cuerda, a causa del capricho de unos incompetentes. Fui educado en la creencia de que la justicia siempre prevalece y que, salvo excepcionales casos de corrupción, los jueces son personas honestas y aun cuando no lo son, el propio sistema jurídico, que es siempre superior a los individuos encargados de administrar la justicia, está dotado de los recursos suficientes para restablecer el orden y colocar a cada quien en el lugar que le corresponda, de tal forma que los ciudadanos honrados estaremos siempre al amparo de la justicia. A pesar de la educación recibida, he de decirles que desde hace bastante tiempo he perdido la confianza en la protección que el sistema de derecho brinda al ciudadano, sobre todo a raíz del vejatorio trato recibido por mi persona. Por si fuera poco, esta situación se ha prolongado durante diez años, y lo que es peor aún, no tiene visos de ser solventada. Así, pues, dadas las circunstancias, el único consuelo que me queda es contar mi historia a todos aquellos que quisieran escucharla, ya que los médicos de este centro no parecen mostrar el menor interés, razón por la cual he decidido escribirla para que puedan juzgar ustedes, queridísimos lectores, si soy o no merecedor de este enclaustramiento. Si no lo he hecho antes es porque durante todo este tiempo no se me ha permitido escribir.
            Mi nombre es Jaime del Bosch y soy escritor. Nací hace treinta y dos años en el seno de una familia acomodada. Inicié mi educación en el mejor colegio de la ciudad y posteriormente mis padres me enviaron a Londres a un internado donde cursé los estudios de bachillerato. Siguiendo la tradición familiar, comencé a estudiar Derecho y concluí brillantemente los dos primeros cursos. Pero aquello no era para mí, así que abandoné la carrera para dedicarme a lo que realmente me gustaba hacer. Sí, desde niño me ha fascinado el arte de inventar y contar historias y quizás por ello me gané cierta fama de chico muy imaginativo, demasiado exagerado o incluso de incorregible mentiroso.
            Aquella decisión mía no fue bien recibida en el seno familiar. Mi padre se llevó un serio disgusto y trató de convencerme por todos los medios, cuando no de coaccionarme, de que siguiera con mis estudios y me dejara de pamplinas. Mas mi decisión era firme y estaba convencido de que triunfaría como escritor. Esta situación desembocó en una especie de guerra fría en el interior de mi casa entre mi padre y yo; nos evitábamos mutuamente y no nos dirigíamos la palabra más que lo estrictamente necesario. Para ser franco, debo decirles que en realidad este ambiente tenso no afectaba para nada al resto de la familia, ya que mis hermanos, todos menores que yo, estaban en una edad en la que sus preocupaciones giraban en torno a otro tipo de cuestiones. Tan sólo mi madre estaba realmente preocupada. Ella fue la que desde un principio, quién si no, me brindó todo su apoyo y actuó como intermediaria entre mi padre y yo.
            Durante algunos meses asistí a cursos sobre creación literaria y al cabo de un año comencé a escribir mi primera novela, la cual había ido yo esbozando al tiempo que acudía a los cursos mencionados. A lo largo de seis meses trabajé sin parar en esa novela. Para ese entonces mi padre cobró conciencia de que lo mío no era un capricho y nuestras relaciones volvieron a ser cordiales. Mi madre, por su parte, se dedicó con esmero a colaborar conmigo en todo lo que estuviese dentro de sus posibilidades. Trabajamos muy duro durante aquellos seis meses, pero al fin, la novela quedó terminada. A pesar de la indudable calidad de la obra, debo reconocer que si conseguí que el director de una importante editorial la leyera, fue gracias a las influencias de mi familia. Pero lo cierto es que se quedó entusiasmado y después de realizar las debidas correcciones, mi primera novela salió a la luz. La baraja incompleta, como muchos de ustedes recordarán, fue un rotundo éxito. A ella le siguió una serie de novelas de estilo similar, o sea, de misterio, con las que conseguí consolidarme, por qué no decirlo, como el más destacado escritor nacional del género. Nunca olvidaré aquellos años en los que el éxito me tendió la mano. Acudía continuamente a fiestas en las que me codeaba con los mejores escritores del momento, asistía a tertulias en las que artistas e intelectuales comentaban sus últimos proyectos; en suma, fueron los mejores años de mi vida, a pesar de la infinidad de horas que le dedicaba al trabajo.
            Todo iba de maravilla hasta que comencé a escribir un nuevo relato en el que, sin apartarme del género de suspense que había caracterizado mis anteriores obras, quise incluir algunas dosis de realismo social y de crítica, al tiempo que pretendía darle cierta proyección filosófica. Fermín: Historia de un muchacho de barrio iba a titularse este relato, y digo iba porque nunca logré terminarlo.

II

Fermín era un chico de dieciséis años que se había criado en uno de tantos barrios periféricos de la ciudad. Su madre era limpiadora y no tenía padre, al menos el nunca lo conoció. Era un muchacho delgado, de piel morena y cabello rizado a la altura de las orejas; sus ojos castaños denotaban cierta agilidad mental igual que su rápido andar, pero aquella mirada también expresaba una profunda tristeza.
Fermín había abandonado la escuela a los once años y desde entonces se pasaba el día correteando por las calles del barrio. Ahora, como tantos otros chicos de su edad, fumaba heroína. Por ello bajaba todos los días al centro de la ciudad para apostarse en una de aquellas calles atestadas de tráfico, su calle, e indicarle a los conductores dónde podían estacionar sus vehículos al tiempo que se les ofrecía para limpiarles los cristales o lavarles sus respectivos automóviles. Allí pasaba toda la jornada para al atardecer regresar a su barrio y “fumarse” todo el dinero conseguido, y de esta manera se le iba yendo la vida.
            Una noche que volvía del centro después de haberse pasado todo el día trabajando, porque aquello en realidad era un trabajo, se tropezó con dos tipos del barrio que pretendían robarle su dinero. Fermín no se amedrentó, sacó la navaja que llevaba siempre consigo y se la enterró en el vientre al primero de los asaltantes; el otro, al ver a su compañero muerto en el suelo, salió huyendo.
            - Lo siento mucho Jaime pero me niego a matar a nadie.
            - ¿Cómo dices?
            - Digo que yo nunca llevo navaja, que aunque viva en un barrio periférico yo no consumo heroína, tengo veintitrés años no dieciséis y estudio en la universidad, porque aunque mi madre sea limpiadora he obtenido una beca que me cubre los gastos, y no estoy dispuesto a matar a nadie y arruinar mi vida después de lo que me ha costado llegar a tener esta oportunidad, sólo para que tú vendas una estúpida novela.
            - Tú eres mi creación y harás lo que yo diga. No puedes rebelarte porque careces de voluntad, ni siquiera existes, eres sólo un producto de mi imaginación.
-          Es posible que yo no exista pero, ¿qué te hace pensar que tú sí existes?

      III


No podía creérmelo. Mi propio personaje ya no era como yo lo había creado, se enfrentaba conmigo y encima me insinuaba que tal vez yo no fuera más real de lo que lo era él. Interrumpí mi relato y decidí tomarme un par de días libres para reflexionar. Pensé que tal vez debería darle otro enfoque a la novela. Al cabo de una semana, más calmado, retomé el manuscrito y lo releí con la esperanza de que las últimas frases se refirieran a la pelea entre Fermín y los dos atracadores, pero no, aquel estúpido diálogo entre mi personaje y yo estaba aún allí. Seguramente pensarán que si tanto me angustiaba aquel diálogo lo más fácil hubiera sido suprimirlo sin más, pero aunque parezca increíble, había algo superior a mí, algo que no podría describir, pues ni siquiera yo sabía exactamente qué era, que me lo impedía. Por si no bastara con eso, esa especie de fuerza ajena a mí me empujaba a seguir escribiendo.

IV

 

            - Noto que esta semana de vacaciones no ha servido para calmar tu ansiedad.- dijo Fermín.

            - ¿Y tú cómo sabes eso?

           - Igual que tú lo sabes todo sobre mí yo lo sé todo sobre ti. De hecho he estado hablando con Pedro y me ha contado la sarta de mentiras que has ido diciendo por ahí.
            - ¿Se puede saber quién es ese Pedro?
            - Pedro es precisamente quien tú sospechas. Se puede decir que su relación contigo es más o menos la misma que tú creías tener conmigo. A él le debo el haber podido cambiar la mezquina vida que tú me tenías reservada. Ahora, si me lo permites, voy a narrarles a aquellos que tú llamas tus queridísimos lectores, la realidad de tu mísera existencia.
            Jaime del Bosch nació, ciertamente, en el seno de una familia acomodada. Su padre, Miguel del Bosch, es un importante hombre de negocios mientras que su pobre madre murió en el momento de dar a luz a Jaime. Se llamaba Claudia Borjas y era escritora. El ser huérfano de madre y el hecho de que su padre tuviera que pasar la mayor parte del tiempo fuera de su casa por razones profesionales fueron las razones por las que Jaime estudió en un internado. Nunca tuvo hermanos, pues él era el primogénito y su padre no volvió a casarse.
            Al terminar los estudios de bachillerato ingresó en la Facultad de Derecho, pero no para seguir ninguna tradición familiar, ya que como acabo de contarles, su padre no era abogado sino un hombre de negocios.
            Cuando llevaba cursados los dos primeros años de la carrera sufrió su primera crisis nerviosa, por lo que hubo de estar apartado de los estudios durante un año. Poco después de reincorporarse, aparentemente recuperado, comenzó a alardear delante de sus compañeros de ser escritor y de codearse con los más importantes artistas e intelectuales del país. Fue este hecho lo que motivó que su padre lo instara a que siguiera visitando al psiquiatra que lo había tratado anteriormente y por lo que, finalmente, hubo de ingresar en el hospital psiquiátrico después de casi haber matado a su padre de una paliza, acusándolo de querer acabar con su carrera como escritor.

V


Aquel relato mío no logré terminarlo debido a que fui víctima de una crisis existencial. Debido a esta depresión comencé a visitar al doctor Cifuentes, un prestigioso psiquiatra amigo de la familia. Lo visitaba una vez por semana y en las primeras sesiones nos dedicamos a repasar la historia de mi vida, que por lo demás ya él conocía.
            Tras estas primeras consultas comenzamos a abordar más directamente mi problema. Le comenté que había sido el intentar escribir el relato de Fermín lo que me había conducido a caer en el abismo de la depresión.
            - ¿Por qué piensas que ese relato ha sido el detonante de la crisis?.- me preguntó el doctor Cifuentes al escuchar mi comentario.
            - Verá usted, doctor. En ese relato quise yo plasmar la inseguridad del ser humano ante su propia existencia, reflejar la angustia existencial que todo sujeto sufre alguna vez. Por ello planteé la posibilidad, mientras dialogaba con Fermín, de que yo mismo no fuera más real de lo que lo era él, la posibilidad de que mi ser no existiera sino como producto de la imaginación de otro ser superior a mí.
            - ¿Y bien?
            - Hubo un momento en que llegué a estar convencido de que yo no era yo, sino el personaje de una novela y que el cambio producido en mi personaje no era obra de mi voluntad como escritor, sino que respondía a la voluntad de ese otro ser superior a quien yo debía mi efímera existencia. Es por eso que solicité su ayuda, para recobrar la confianza en mí mismo, en que yo existo.
            Al principio todo iba bien con el doctor; juntos conseguimos que yo me volviera a autoafirmar como persona, pero luego todo cambió. Por alguna razón que no alcanzaba a comprender, el doctor Cifuentes y mi padre se empeñaron en hacerme creer que yo no era escritor, que La baraja incompleta nunca había existido, ni ninguna de las demás novelas con las que, como ya expuse más arriba, logré consagrarme como el mejor escritor nacional de novelas de misterio.
            No lograba entender por qué el doctor Cifuentes, después de ayudarme a superar mi crisis, tomó la determinación de que, si bien era cierto que mis dudas acerca de la posibilidad de no ser más que el fruto de la imaginación de una conciencia externa habían desaparecido completamente, aún no había quedado del todo resuelto mi problema de identidad.
            Empezaron a decirme que la historia de mi vida no era la que yo creía recordar, sino precisamente la que yo había hecho contar a Fermín en aquel maldito relato, que según ellos tampoco existía.
            Primeramente me sentí confuso, pero luego fui vislumbrando lo que en realidad estaba ocurriendo. A mi padre nunca le hizo gracia que yo me hiciera escritor. Recordarán ustedes que cuando decidí dedicarme a escribir mantuvimos un fuerte enfrentamiento y que fue mi madre, la que ahora ellos se empeñaban en afirmar que murió en el momento de nacer yo, la única de mi familia que me apoyó.
            Al alcanzar la fama él aparentó reconciliarse conmigo y yo le creí. Ése fue mi error. En el fondo de su ser sentía unos celos insoportables de mí debido a mi triunfo. No soportaba que con mi éxito lo hubiese relegado a un segundo plano en el interior de mi familia, y el muy astuto aguardó pacientemente su oportunidad. Cuando sufrí la crisis sobornó al doctor Cifuentes para que trastornara mi personalidad.
            Al comprender lo que había sucedido me enfurecí tanto que fui directamente al despacho de mi padre para exigirle explicaciones. El muy hipócrita no sólo lo negaba todo sino que mantenía una actitud hacia mí como la del que siente lástima al escuchar las incongruencias de un demente. Eso me enfureció aún más y comencé a golpearle hasta dejarlo inconsciente. En ese momento salí corriendo hacia casa en busca de mi madre, pero no la encontré. A las pocas horas vinieron a detenerme y por orden judicial ingresé en el hospital psiquiátrico, gracias a la eficiente labor del doctor Cifuentes.
            Ahora ya conocen ustedes mi historia y por qué me encuentro encerrado tan injustamente. Durante estos diez años no he recibido ni una sola visita, amén de las del fariseo de mi padre, a quien, como ustedes comprenderán, no he consentido en ver. No entiendo cómo es que mi madre no ha venido nunca a verme; supongo que no sería capaz de soportar verme aquí encerrado. La echo muchísimo de menos y, sin embargo, hace tanto tiempo que no la veo, que ni tan siquiera logro recordar su rostro[1].



[1] Publicado por primera vez en la revista Disenso, nº 36, La Laguna, Sociedad de Estudios Canarias Crítica, 2002. 

sábado, 24 de marzo de 2012

Vampiros


“La boca (...) tenía una expresión cruel y los dientes, relucientes de blancura, eran extraordinariamente puntiagudos, avanzando de manera muy prominente sobre los labios (...) color rojo escarlata”
                                                                                                                                                      B. Stoker.

La historia que voy a contarles sucedió una cálida noche en el verano de mil novecientos ochenta y siete. En aquellos años yo era joven y no tenía un trabajo estable, así que dedicaba mi tiempo a elaborar ensayos que casi nunca terminaba, o que, cuando lo hacía, nadie se interesaba en publicar. Pero lo que realmente me gustaba hacer por aquel entonces era salir por las noches con un par de amigos a tomar algunas copas y a discutir, ¡cómo me gustaba discutir! Encontraba yo un placer especial en la discusión, un placer que no sabría describir. Para muchas personas el valor del diálogo se encuentra en las conclusiones comunes, en el consenso al que se puede llegar entre los participantes; en cambio, para mí, la discusión, el debate, alcanzaba un gran valor en sí mismo. De la misma manera que el maestro de ajedrez se deleita mientras va arrinconando a su contrincante hasta conseguir darle el jaque mate, me regocijaba yo argumentando discursivamente contra las tesis de mis contertulios. Aquello, ya les digo, era algo que me fascinaba de tal forma, que el tema sobre el que se discutiera generalmente carecía de importancia para mí; es más, llegaba al culmen del disfrute cuando argüía con éxito en favor de posiciones contrarias a mis propias convicciones. 
Fue así que una noche me encontré envuelto en una discusión en torno a la existencia del alma, y, figúrense ustedes, yo, que soy un materialista convencido, me lancé a defender con todo el énfasis que pude, que no sólo el ser humano está dotado de alma, sino que, ésta, una vez que ha abandonado el cuerpo, puede regresar a nuestro mundo para el tormento de algunos y el goce de otros. En la euforia de mi imaginativa argumentación, llegué a distinguir entre espíritus bondadosos y espíritus malignos, y aseguré que dentro de estos últimos, los más mezquinos de todos son aquellos que toman la forma de vampiros, los cuales se aparecen a sus enemigos terrenales para atormentarlos y condenar sus almas eternamente.
            Posteriormente la conversación siguió por otros derroteros y al cabo de un rato decidí que había llegado el momento de retirarme. Como había tomado algunas copas, pensé que lo mejor sería ir dando un paseo hasta mi casa, y así lo hice. En el trayecto que va desde el café de Augusto hasta mi casa no me crucé con nadie, a excepción de un borracho que dormía en un portal y un travestí al que aún le quedaban varias horas para terminar su jornada.
            Cuando llegué a mi apartamento lo primero que hice fue abrir algunas ventanas para que corriera el aire, porque aunque me encontraba ya totalmente despejado, hacía un calor insoportable. Una vez me hube metido en la cama llevé a la memoria la discusión que había mantenido en el café, y ensimismado en estos pensamientos me quedé dormido.
            Me desperté de madrugada, sobresaltado y empapado en sudor. Al principio atribuí este hecho al calor que hacía aquella noche, pero luego fui tomando conciencia de lo que estaba ocurriendo: estaban allí, en mi habitación, podía sentir su malévola presencia. Traté de ignorarlos con la frívola idea de que si no los tomaba en cuenta podría volver a conciliar el sueño. Fue inútil. Aunque en la oscuridad nocturna todavía no podía verlos, oía el ruido infernal que producían sus alas mientras revoloteaban en derredor mío, notaba con las yemas de mis dedos las marcas que sus mordeduras habían dejado en todo mi cuerpo. Encendí la luz y pude observarlos. Estaban posados en el techo, mirándome, hinchados a costa de mi sangre, eran realmente espantosos. Me abalancé sobre ellos embravecido por la furia, pero tenía la certeza de que aquella era una batalla perdida. Estaba desesperado, sabía que si lograba resistir hasta el amanecer ellos se marcharían y yo podría descansar, pero aún faltaban por lo menos cuatro horas para que saliera el Sol. Entonces recordé que en uno de los armarios de la cocina, junto a los productos de limpieza, guardaba un arma infalible con la que ellos no contaban. Fui corriendo a por ella; cerré la ventana y la puerta de mi habitación y la rocié con el insecticida que acababa de traer. Los malditos vampiros no volverían a perturbar mi sueño aquella noche[1].



[1] Este relato fue publicado por primera vez en la revista Anarda, nº 31, Las Palmas de Gran Canaria, Canarias Siglo XXI, 2002.

martes, 17 de enero de 2012

Más allá del Estado de bienestar



Q
uienes militan a favor de la causa del pensamiento liberal conservador, o sencillamente neoconservador, han encontrado en la crisis el mejor argumento para atacar al Estado de bienestar, pues ahora más que nunca éste se muestra inviable, dicen, por no ser económicamente sostenible. Esta corriente del liberalismo se halla representada políticamente en España en las filas del Partido Popular, donde, como se sabe, también tienen cabida otros conservadores que nada tienen de liberales. Pese a todo, y aunque la derecha nunca vio con buenos ojos la concepción social del Estado, esas son cosas de socialdemócratas cuando no de comunistas disfrazados, lo cierto es que siquiera sea por motivos electoralistas, es lo que tiene la democracia, la reivindicación del Estado de bienestar está incrustada en el discurso de prácticamente todas los partidos políticos, incluido el PP, instalado en el Gobierno desde el pasado mes de diciembre.
            El tan celebrado y defendido teóricamente como denostado en la práctica Estado de bienestar surgió en Europa tras la Segunda Guerra Mundial, fruto del pacto llevado a cabo entre liberales y socialdemócratas: mientras los primeros renunciaron al Estado mínimo y reconocieron que el Estado debe garantizar no sólo los derechos civiles y políticos sino también los económicos, sociales y culturales, los segundos renunciaron al marxismo y con ello a llevar a cabo la gran transformación y la construcción de la utopía socialista. El resultado fue la proliferación de una gran clase media que durante años ha servido de colchón amortiguador de los conflictos sociales y por ende de garante de la paz social, así como la consolidación del Estado social y democrático de derecho, el cual constituye la forma más desarrollada de la democracia representativa. Pero a raíz del desmoronamiento del socialismo real, el pacto se ha ido deteriorando progresivamente hasta llegar a nuestros días en los que parece definitivamente roto, a la luz de los ataques del capital, los mercados se dice ahora, a un ya de por sí maltrecho Estado de bienestar que para muchos empieza ya a ser simplemente un Estado de estar, cuando no de malestar.
            Ahora que el Estado de bienestar agoniza, quizás sea el momento de plantearnos si éste representa el modelo de sociedad que queremos. Pues no debemos olvidar que ni tan siquiera en los años de su máximo esplendor, el Estado de bienestar arremetió nunca contra las grandes desigualdades sociales, pues entre sus objetivos no se contaba el de erradicar las diferencias extremas en lo que a la distribución de la riqueza se refiere, sino sólo garantizar el acceso a todos los ciudadanos a una mínimas condiciones materiales de vida y a unos servicios sociales básicos. Así las cosas, se me antoja que si no queremos renunciar a la búsqueda de la justicia, debiéramos reivindicar un tipo de sociedad que vaya más allá del Estado de bienestar, que apunte a la distribución igualitaria de la riqueza y del poder y que, en suma, se oriente hacia la realización del comunismo libertario.

miércoles, 7 de diciembre de 2011

La legitimidad de las urnas

L
as recientes elecciones han servido para que la derecha oficial, la oficiosa ha venido gobernando durante los últimos ocho años, haya vuelto a recuperar el poder. Pero las elecciones han servido también para poner de manifiesto, una vez más, la crisis de legitimidad de la que adolece nuestro (nuestro de ellos, claro) sistema democrático. Y es que, por más que los representantes electos apelen a la legitimidad de las urnas, hay cuestiones que no se pueden conciliar con los más elementales principios democráticos. Es así que uno no alcanza a comprender cómo es posible que el Partido Popular, con menos de la mitad de los votos, disponga de bastantes más de la mitad de los escaños en el Congreso de los Diputados. Como tampoco resulta fácil explicar que el partido de marras haya pasado de ser la segunda fuerza política a ostentar una abrumadora mayoría absoluta cuando, en realidad, ha obtenido medio millón de votos más que en las elecciones anteriores. Obviamente, la explicación radica en los cuatro millones de votos que han perdido los soecialistas, pero ello no es sino una muestra más de la baja calidad de nuestra democracia. Si además tenemos en cuenta el número de abstenciones y de votos nulos, nos damos cuenta de que con el respaldo de una minoría, la minoría más amplia, pero minoría al fin y al cabo, se puede gobernar como si se tuviera el apoyo de una mayoría aplastante de los ciudadanos.
            En alguna ocasión se ha dicho que el mayor riesgo que corre la democracia es que puede llegar a convertirse en la tiranía de la mayoría y que, para evitarlo, el propio sistema democrático debe garantizar el respeto a las minorías y la salvaguarda de los derechos fundamentales. Pero hete aquí que en nuestra democracia no es que las minorías estén sometidas a la mayoría, sino que, sencillamente, una minoría somete a la mayoría y lo hace con toda la legitimidad del sistema democrático. Ante esta situación, alguien podría pensar que lo que tienen que hacer los ciudadanos es ejercer su derecho al voto para evitar estas contradicciones. Mas tengo para mí que la abstención constituye, junto con el voto nulo intencionado, el último recurso de quienes deseamos expresar el día de las elecciones nuestro rechazo a un sistema que consideramos ilegítimo por no respetar algunos de los principios democráticos mínimos.
            Y es que la democracia no puede consistir en que los ciudadanos elijan cada cierto período de tiempo a sus representantes, pues, en rigor, para que una comunidad política sea realmente democrática es necesario que los miembros de tal comunidad puedan participar en la elaboración, o cuando menos aprobación, de las normas que luego se ven obligados a cumplir. Porque la democracia es el sistema político que pretende proteger la libertad de los individuos y, tal como nos advirtieran Rousseau y Kant, ningún individuo está obligado a cumplir ninguna ley que no se haya dado a sí mismo, pues, cuando lo hace, sencillamente permanece en un estado de servidumbre. Y sería un exceso de candidez pensar que por el mero hecho de que los legisladores sean elegidos por los ciudadanos, ya éstos participan en la elaboración de las normas o tan siquiera dan su consentimiento a las mismas.

lunes, 21 de noviembre de 2011

Capitalismo y democracia. La opción libertaria

En estos tiempos en los que nos hallamos inmersos en la algarada propia de los períodos electorales, cuando los ciudadanos se tornan en protagonistas por un día de la política, conviene recordar la necesidad de reinventar la democracia, de repensarla, pues a mi juicio, ésta de la que teóricamente nos hemos dotado en Occidente no es una democracia genuina. Es seguro que millones de seres humanos comparten en lo esencial esta reflexión, pues las miles de personas que cada año acuden a la cita del Foro Social Mundial que viene celebrándose desde hace una década, así como a los distintos foros regionales o temáticos, ya sea en representación de múltiples colectivos sociales de todo el mundo, ya sea de manera individual, así lo atestiguan. De hecho en la Carta de Principios del Foro Social Mundial se explicita su oposición al neoliberalismo y al dominio del mundo por el capital y se aboga por la búsqueda de alternativas en consonancia con el respeto a los derechos humanos y la práctica de una democracia verdadera.
También las manifestaciones en contra de la globalización neoliberal, que desde que comenzaron en Seattle en 1999 han venido sucediéndose por todo el mundo, constituyen una muestra más del descontento creciente por parte de amplios sectores de la ciudadanía con respecto a la expansión e intensificación del capitalismo y a la forma de organización política que lo legitima: la democracia liberal representativa. Ya en nuestros días, el movimiento 15-M representa la última expresión del rechazo de buena parte de los ciudadanos a esta suerte de matrimonio de conveniencia entre democracia y capitalismo. Y es que tras la última década del siglo XX la democracia, tal como la conocemos, ha entrado en un proceso de crisis de legitimidad, pues no cumple con las expectativas que cabría esperar de un sistema democrático, ni en lo que respecta a sus procedimientos ni en lo que respecta a sus contenidos.
Desde una perspectiva procedimental, es obvio que la democracia liberal representativa no satisface los requisitos mínimos que habría que exigir a cualquier sistema político para que éste pudiera ser calificado como democrático, pues sólo aquella comunidad en la que todos y cada uno de sus miembros participan activamente en la elaboración, o cuando menos aprobación, de las normas por las que ha de regirse tal comunidad puede ser, en rigor, tenida por democrática. Esto, que ya lo advertía Rousseau cuando afirmaba que los sujetos que obedecen normas que han sido elaboradas por otros permanecen en un estado de servidumbre, a menudo se pasa por alto de forma interesada y perversa, sobre todo por quienes se reservan o reivindican para sí la capacidad para legislar que en principio nos corresponde a todos.
Si atendemos a esta advertencia que con buen criterio realizaba Rousseau y posteriormente Kant, quien se expresó en similares términos a este respecto, deberíamos concluir que tras varios siglos de modernidad no hemos conseguido salir del estado de servidumbre ni acercarnos más a la utopía emancipadora que guió a los ilustrados y de la que la democracia liberal representativa es sin duda heredera. El hecho de que la máxima expresión democrática en el siglo XXI continúe siendo la elección de unos representantes cada cierto período de tiempo constituye una razón de peso para que la democracia liberal representativa adolezca en la actualidad de una fuerte crisis de legitimidad, pues su propia lógica interna impide que los ciudadanos participen en la elaboración de las normas que luego se ven obligados a cumplir. De este modo, la soberanía deja de recaer en el pueblo y reside únicamente en los parlamentarios, pues éstos, una vez que han sido elegidos, no mantienen ningún vínculo con sus administrados o, en el mejor de los casos, representados. Y es así como la democracia, en su acepción liberal representativa, se niega a sí misma.
Esta negación de la democracia, de los principios de la democracia, por el propio sistema democrático es la que le ha permitido asociarse con un sistema económico como el capitalismo que es por su propia naturaleza profundamente antidemocrático. Y es que si la democracia encuentra uno de sus pilares en el principio de igualdad entre los seres humanos, el capitalismo se basa precisamente en todo lo contrario, en la desigualdad, y de hecho se sustenta sobre la base de la explotación del hombre por el hombre. Esta convivencia entre la democracia liberal y el capitalismo nos lleva a otra de las razones por las que nuestro sistema democrático tiene serios problemas de legitimidad, ya que a nadie se le escapa que ni siquiera los representantes salidos de las urnas tienen capacidad para gobernar de forma autónoma, pues es el capital, cada vez más concentrado, el que en última instancia dictamina las directrices políticas que los gobernantes deben acatar. No obstante, a mi juicio sería un error pensar que los gobernantes son meros títeres, por tanto carentes de responsabilidad, en manos de los denominados poderes fácticos porque en realidad existe una connivencia entre los gobiernos nacionales y las grandes corporaciones transnacionales entre los que se da una relación de interdependencia. Y es que, a pesar de que entre las izquierdas se haya consolidado la tesis de que la economía tiene secuestrada a la política o que, sencillamente, el poder político está al servicio del poder económico, tengo para mí que en realidad el poder político y el poder económico son no sólo interdependientes sino que de hecho constituyen dos dimensiones de un mismo fenómeno, el poder, que ya Weber definió acertadamente como la capacidad de un individuo o grupo de individuos para imponer su voluntad a otro individuo o grupo de individuos. Y esto es algo que, al menos de modo implícito –y acaso inconscientemente- , ya estaba contenido en el lema de la manifestación convocada por la plataforma Democracia Real Ya que dio origen al movimiento 15-M. “No somos mercancías en manos de políticos y banqueros”, rezaba el lema de marras, y no “no somos mercancías en manos de los políticos que están sometidos a los banqueros”. Sea como fuere, lo que parece claro es que un orden social que debe cargar con este lastre adolece por fuerza de un gran déficit democrático.   
Más allá del modo en que en la democracia liberal representativa se sustrae a los ciudadanos su derecho a decidir y a tomar parte en los ámbitos de decisión política, es necesario tener en cuenta que la democracia no es sólo un sistema formal carente de contenidos, es decir, no debe ser únicamente un conjunto de procedimientos a partir de los cuales establecer la voluntad colectiva, sino que conlleva una serie de contenidos fundamentales que debe garantizar y sin los cuales la democracia, aun en el supuesto de que desde una perspectiva exclusivamente procedimental no fuese deficitaria, no tendría ningún sentido. Porque la democracia ha de ser ese espacio en el que converjan la libertad y la igualdad, para lo cual las cuestiones de procedimiento –la participación efectiva en la elaboración de las normas- son necesarias pero no suficientes. Las graves desigualdades sociales que genera el capitalismo son incompatibles con la plenitud de un sistema democrático; la responsabilidad de los países regidos por regímenes democráticos con respecto a las paupérrimas condiciones de vida de los países más pobres, que en mayor o menor medida agrupan a la inmensa mayoría de la humanidad, contribuye asimismo a restar legitimidad a la tantas veces laureada democracia liberal.  
Cierto es que en el Estado de bienestar instaurado en Europa tras la Segunda Guerra Mundial y hoy cuasi desmantelado por mor de las tendencias impuestas por el neoliberalismo rampante, estas desigualdades sociales fueron paliadas hasta cierto punto al menos en lo que a esa parte del mundo se refiere. La socialdemocracia ha constituido sin duda el mayor desarrollo de la democracia representativa pero, así y todo, las desigualdades sociales propias del capitalismo no desaparecen y los problemas de legitimidad siguen sin resolverse: el Estado de bienestar no resuelve las cuestiones relacionadas con la legitimidad del poder en cuanto a la participación ciudadana en los ámbitos de decisión política respecta; no da soluciones a la intervención de los poderes fácticos sobre las políticas gubernamentales; renuncia a la búsqueda de la justicia, si por ideal de sociedad justa entendemos la genuina sociedad sin clases, aquella  basada en la efectiva distribución igualitaria de la riqueza y del poder, y únicamente establece un sistema de mínimos, es decir, la protección social mínima para garantizar la paz social y mitigar el conflicto social que pudiera poner en peligro la continuidad del sistema, un conflicto social que, en cualquier caso, lejos de resolverse permanece latente hasta estos días en los que el preocupante incremento de las desigualdades sociales pudiera hacerlo aflorar de nuevo, como muestra la aparición del movimiento 15-M, que bien puede ser interpretado como una expresión pacífica del conflicto social.
A la luz los problemas de legitimidad expuestos hasta ahora, si sentimos la necesidad de repensar la democracia, no podemos obviar que para acercarnos a formas más genuinamente democráticas debemos superar el sistema capitalista en aras de la consecución de una mayor justicia. Así pues, repensar la democracia significa en buena medida repensar el socialismo y tras la terrible pero ilustradora experiencia soviética se me antoja que la construcción del socialismo debe realizarse desde una perspectiva netamente libertaria, pues sólo así se podrá construir un marco en el que socialismo y democracia se complementen.
Desde este libertarismo que propongo, se conciben la libertad y la igualdad como dos aspectos de una misma realidad, pues la una no puede existir sin la otra en el seno de la sociedad, y aunque analíticamente fueran discernibles, lo cierto es que en la práctica aparecen siempre juntas: cabría pensar una relación entre individuos iguales sin que ninguno de ellos gozara de libertad, pero, desde luego, es impensable una relación entre individuos libres si éstos no son iguales, sin que por ello se identifique igualdad con uniformidad, pues la diversidad es en sí misma un valor siempre que no atente contra los derechos humanos universales, por más que éstos sean insuficientes de cara a la consecución de la justicia.
En esta sociedad libertaria que se concibe como una comunidad de comunicación es lógico pensar que las normas necesarias para garantizar la convivencia pudieran ser establecidas mediante el consenso entre sus miembros, al cual habrían de llegar en virtud de la capacidad para deliberar de los mismos; pero igualmente lógico es pensar que difícilmente en una comunidad humana se pudiera llegar siempre a un acuerdo unánime. Es por ello que incluso en una comunidad de estas características, donde la participación de cada uno de los miembros en el momento de elaborar, o al menos aprobar, las normas fuera efectiva, los acuerdos normativos serían tomados generalmente por la mayoría, porque se me antoja impensable que no hubiera al menos uno de los integrantes que discrepara o estuviera en desacuerdo. Por esta razón, y pensando que un individuo o grupo no tiene derecho a imponer su voluntad sobre el resto, pues ésa es la forma más clara de autoritarismo conocida, pero que tampoco las mayorías tienen total legitimidad para imponerse sobre las minorías disidentes, entre otras cosas porque la regla de la mayoría no siempre funciona y porque existen principios fundamentales que no son susceptibles de ser sometidos a votación, considero que la mayor garantía para la libertad de los miembros de esta comunidad es que se dejase siempre abierta la vía del disenso.