domingo, 6 de noviembre de 2011

Los límites de la no violencia

N
i guerra que nos destruya, ni paz que nos oprima. Así rezaba, más o menos, una de las consignas del 68, que yo creo que todavía hoy tiene validez. En realidad, la consigna encierra una contradicción porque la paz, en rigor, no puede oprimir, ya que si oprime entonces ya es violencia, que es justo lo contrario de la paz. Y es que además de la violencia directa, es decir, de la violencia que tiene lugar cuando se lleva a cabo una agresión física, existe también lo que se ha dado en llamar la violencia estructural, aquella que se produce cuando se atenta contra los derechos fundamentales del individuo. Así las cosas, la consigna de marras se revela como un alegato en contra de la violencia: en contra en primer lugar de la mayor expresión de la violencia, la guerra, pero también en contra de ese otro tipo de violencia, la estructural decimos, que se produce cuando se impide la implantación de la justicia, así como un llamamiento a la necesidad de poner límites a la estrategia de la no violencia en la lucha por la dignidad.
            Acaso los más acérrimos pacifistas consideren que a la no violencia no se le puede poner límites y que ésta constituye la única forma legítima de defender la dignidad de las personas. Mas tengo para mí que cuando la no violencia deriva en la pura y simple indefensión de unos seres humanos frente a la agresión de otros, entonces la violencia, sin llegar a ser legítima, tampoco es del todo ilegítima. Pues no parece que sea posible hallar razones morales que impidan a un ser humano defenderse cuando está siendo agredido. Un buen ejemplo de ello lo constituye el levantamiento en armas de los judíos del gueto de Varsovia, quienes en 1943 se sublevaron contra los nazis cuando éstos comenzaron a llevar a los judíos a los campos de exterminio, en una actitud que, aun siendo violenta, parece bastante más digna que la que mantuvieron, dicho sea con el mayor de los respetos hacia las víctimas, quienes se dejaron conducir dócilmente al matadero.
            Y en estas situaciones límite, en las que el uso de la violencia no es legítimo pero tampoco ilegítimo, se me antoja que la cuestión de la proporcionalidad es clave para no abandonarnos a la inhumanidad. Es por ello que a los rebeldes libios no se les podía pedir que permanecieran impasibles mientras el ejército de Gadafi bombardeaba a los civiles que protestaban en las calles exigiendo libertad y justicia, pero tampoco pueden ser eximidos de culpa quienes, entregados a la barbarie, participaron en el linchamiento y asesinato del dictador y su hijo, por muchos crímenes contra la humanidad que éstos hubieran cometido. Asimismo, parece que cabe exigir proporcionalidad en sus acciones a aquellos ciudadanos que en los últimos meses están saliendo a las calles, mayormente de forma pacífica, a mostrar su disentimiento frente a los poderes económico y político, pero no parece razonable esperar que permanezcan imperturbables mientras son víctimas de un acto de violencia estructural por parte del Estado y del gran capital, como es el ataque a sus derechos sociales, que, no lo olvidemos, también forman parte de esos derechos humanos universales que nuestros gobiernos dicen defender.

viernes, 28 de octubre de 2011

Contra los dogmas ideológicos


E
n el prólogo a la tercera edición alemana de El dieciocho brumario de Luis Bonaparte, Engels atribuye a Marx el logro de haber descubierto la ley fundamental que rige el curso de la historia: “Fue precisamente Marx -escribe Engels- el primero que descubrió la gran ley que rige la marcha de la historia, la ley según la cual todas las luchas históricas, ya se desarrollen en el terreno político, en el religioso, en el filosófico o en otro terreno ideológico cualquiera, no son en realidad sino la expresión más o menos clara de luchas entre clases sociales, y que la existencia y, por tanto, también los choques de estas clases están condicionados, a su vez, por el grado de desarrollo de su situación económica, por el modo de su producción y su cambio, condicionado por ésta. Dicha ley, que tiene para la historia la misma importancia que la ley de la transformación de la energía para las ciencias naturales, fue también la que dio aquí la clave para comprender la historia de la segunda República francesa”.
            A la postre, tal ley resultó ser bastante menos objetiva y, por ende, menos científica de lo que pretendía el amigo y benefactor de Marx. Y es que, por más que la ortodoxia marxista, la que hubo y la que queda, que haberla, hayla, se empeñara en seguir los pasos de Engels a la hora de señalar la infalibilidad de la lucha de clases como principio fundamental a partir del cual explicar todos los procesos históricos, lo cierto es que, sin negar que en las sociedades capitalistas, y en las sociedades estratificadas en general, persiste la lucha de clases y que ésta aflora en forma de conflictos sociales que en según qué situaciones son más o menos virulentos, la famosa ley general de la historia se reveló más como un producto de la ideología que de la investigación científica.
            Pese a la ingenuidad, si es que no pura perversión, de la ortodoxia marxista, pensaba yo que en el siglo XXI se había descartado la búsqueda de leyes objetivas en el ámbito de las ciencias sociales, ante el estrepitoso fracaso de aquellos que décadas atrás se habían empeñado en negar la especificidad de lo social y habían apostado por la unidad del método científico, es decir, por que las ciencias sociales se ajustaran al método propio de las ciencias naturales para poder ser consideradas ciencias. Sin embargo, en los últimos años hemos podido contemplar como los ideólogos del capitalismo, auspiciados por la crisis, presentan su ideología como si de la más objetiva teoría científica se tratara, y nos señalan a todos el camino que debemos seguir para solventar los graves problemas sociales que nos aquejan, como si las medidas propuestas, que en definitiva consisten en el desmantelamiento del poco Estado de bienestar que queda, fueran la consecuencia lógica de unas supuestas leyes de la economía, objetivas e inquebrantables. Menos mal que no todos estamos dispuestos a aceptar sin más los dogmas ideológicos, como quedó patente el pasado 15 de octubre, cuando miles de indignados de todo el mundo volvieron a tomar las calles para protestar contra el poder económico y político.

lunes, 26 de septiembre de 2011

Palestina debe esperar


E
l presidente de Estados Unidos, Barack Obama, el mismo que hace un año propusiera como solución al conflicto entre Israel y Palestina la creación de un nuevo Estado con las fronteras de 1967, dejó bien claro el pasado miércoles, en la Asamblea General de las Naciones Unidas, que Palestina tendrá que esperar. ¡Y van ya más de 60 años de espera! Obama sigue reconociendo la legitimidad de la aspiración del pueblo palestino a contar con un Estado propio, pero insiste, contra las pretensiones del presidente de la Autoridad Nacional Palestina, Mahmud Abbas, en que la creación del nuevo Estado palestino no puede surgir de una votación en la ONU, sino que debe producirse como resultado de la negociación entre Israel y Palestina. Y para que nadie se confunda, el presidente estadounidense recalcó su compromiso ineludible con la seguridad del Estado de Israel.
            Obama pretende dar al mundo una imagen de neutralidad, pero la imparcialidad de la que hace gala consiste en la práctica en negar el derecho de los palestinos, toda vez que no presiona a Israel para que reconozca las fronteras de 1967, condición que exige Abbas para sentarse a negociar. Y así las cosas, las negociaciones siguen bloqueadas, mientras Israel es un Estado, miembro de pleno derecho de la ONU desde 1948, y Palestina no lo es. Y no lo es porque cuando en 1947 las Naciones Unidas propusieron la creación de dos Estados, uno judío y otro árabe, los palestinos se negaron. El tiempo ha revelado que fue un error estratégico, pero en aquel momento parecía lo más razonable. Y es que Palestina había venido reivindicando su independencia respecto del Imperio Británico desde 1919. Bajo el mandato británico comenzaron las oleadas de inmigraciones de judíos a Palestina, que en 1923 sólo constituían el 11 por ciento de la población. En la década de los años 30 se sucedieron numerosos incidentes y enfrentamientos violentos entre judíos y árabes; y ya en los primeros años 40 Estados Unidos y Gran Bretaña apoyaron abiertamente la resolución de la conferencia sionista de Nueva York que abogaba por la creación de un Estado judío en lo que a la sazón era Palestina. Finalmente, en 1947, la escalada de violencia es insostenible, Gran Bretaña anuncia su retirada de Palestina y las Naciones Unidas proponen la división del territorio y la creación de dos Estados: uno judío, Israel, y otro árabe, Palestina. Los palestinos se negaron y al año siguiente Israel proclamó su independencia de forma unilateral.
            De ese modo tan infausto judíos llegados de distintas partes del mundo fundaron el Estado de Israel al socaire de la conmoción producida por la barbarie nazi. Y no contentos con ello, en 1967 expandieron sus fronteras hacia lo que hoy se conoce como territorios ocupados. ¡Como si todo Israel no fuera un territorio ocupado! Desde entonces la historia no ha hecho sino repetirse: Israel campa a sus anchas en Oriente Próximo y la comunidad internacional da la espalda, una y otra vez, a los palestinos, como volvió a ocurrir en la última Asamblea General de la ONU. Mas aunque Israel naciera de forma espuria, lo cierto es que han pasado varias décadas desde su fundación y que no se puede negar a los israelíes que han nacido y vivido allí durante estos 63 años sus derechos. Y         ante esta situación, yo me pregunto si no sería más razonable para terminar con el conflicto, en lugar de dos Estados, la refundación de uno solo israelo-palestino, democrático y laico.

jueves, 23 de junio de 2011

¿Quién teme a los indignados?

C
onspiraciones de universitarios son bromas. Cuando los generales se ponen a conspirar ya es más serio. Y mucho más si conspiran con socios del Club Nacional”. Esto es lo que Cayo Bermúdez, el hombre encargado de realizar los trabajos sucios del Estado, le espeta a don Fermín, un potentado afín al régimen que, sin embargo, está involucrado en una conspiración contra el presidente en Conversación en la catedral, la magistral novela escrita por Mario Vargas Llosa en 1969.  Si traigo este pasaje a colación es porque no he podido evitar recordarlo al hilo de la escasa importancia que desde las instancias del poder político y del poder económico se le ha dado al movimiento 15 - M.
            Entre los indignados, obviamente, no se hallan los miembros de las cúpulas militares ni las élites económicas; tampoco es un movimiento estudiantil, ni tan siquiera un movimiento obrero: se trata de un movimiento social cuyos protagonistas mayormente forman parte de lo que se ha dado en llamar el precariado, una nueva clase social constituida por todos aquellos individuos abocados a vivir en condiciones de precariedad, con empleos temporales, bajos salarios, jornadas excesivas, sufriendo largas temporadas sin poder acceder a un puesto de trabajo, etc. Y aparentemente este precariado vendría a representar en la actualidad una amenaza tan poco importante para el establishment como la que los universitarios rebeldes representan para el poder en la novela de Vargas Llosa. Cosa distinta es lo que suponen para la democracia las élites económicas. Baste recordar la infame reunión mantenida por el todavía ZuperPresidente con los grandes empresarios españoles, con el banquero Emilio Botín a la cabeza, que bien pudiera ser considerada una conspiración no contra el poder ni mucho menos, sino contra la ciudadanía, que poco a poco ve cómo sus derechos le están siendo arrebatados en lo que constituye un ataque en toda regla al Estado de bienestar y cuyas víctimas primeras son, precisamente, los integrantes de ese precariado que se niega a seguir permaneciendo impasible  ante su utilización como mera mercancía.
            Desde el poder económico la única respuesta ofrecida a los indignados ha sido la indiferencia, acaso la mayor forma de desprecio, mientras la clase política ha oscilado entre la comprensión paternalista en tono jocoso y la crispación reaccionaria.  Entre estos últimos se encuentran algunos líderes del Partido Popular, como Esperanza Aguirre, que no ha dudado en asimilar el comportamiento de los indignados al mantenido por todos los precursores del totalitarismo que en la historia ha habido. Entre los paternalistas se lleva la palma el vicepresidente del Gobierno y ministro del Interior, Alfredo Pérez Rubalcaba, Alfredo para la militancia soecialista, quien en un nuevo alarde de cinismo señalara hace unas semanas que de tener 25 años estaría también en la Puerta del Sol. Pero como tiene bastantes más y además es responsable de la seguridad del Estado, se dedica a permitir, si es que no a ordenar, la brutal represión contra los indignados que reclaman sus derechos de plena ciudadanía. ¿Será que la movilización del precariado supone una amenaza para el poder mayor de lo que parece?

jueves, 9 de junio de 2011

A vueltas con la sociedad del miedo

E
n alguna otra ocasión me he referido a que lo característico de las sociedades democráticas en el siglo XXI es el miedo, en el sentido de que los ciudadanos viven en un continuo estado de alarma debido a que se sienten permanentemente amenazados por algún peligro real o ficticio. Ejemplo de ello es el miedo, más bien infundado, a contraer alguna enfermedad extraña y letal que se ha instalado de forma generalizada en diversas ocasiones desde la última década del siglo pasado. Así, del miedo a contraer el mal de las vacas locas pasamos a temer al virus de la gripe aviar. Esta última enfermedad se tornó mucho más amenazante en el invierno del año pasado, cuando gracias a la Organización Mundial de la Salud (OMS) y a los medios de comunicación se generó una alarma social a todas luces excesiva. Y el último episodio en cuanto al miedo a las patologías lo estamos viviendo en estos días a propósito de la bacteria Escherichia coli, que ya se ha llevado por delante a 17 personas.
            Mas si preocupante es el miedo generalizado a contraer alguna enfermedad, mucho más lo es el miedo a sufrir algún atentado terrorista con el que vivimos desde que se produjera el ataque a las torres gemelas. Desde entonces, los diferentes gobiernos no han escatimado esfuerzos en su tarea de recortar los derechos individuales de los ciudadanos ante la pasividad de los mismos. Además, bajo el pretexto de la lucha contra el terrorismo, se bombardeó e invadió Afganistán con el beneplácito de la ONU, la aprobación de los dirigentes políticos y el asentimiento de las poblaciones de los países democráticos; se llevó a cabo la guerra contra Irak, aunque en esta ocasión sí hubo una contestación social a escala mundial; se instaló el campo de torturas de Guantánamo y Estados Unidos configuró una red de cárceles secretas repartidas por diversos países del mundo donde torturar a presuntos terroristas.
            La última entrega de este esperpento la recibimos hace unas semanas cuando Estados Unidos anunció que había acabado con la vida de Osama Bin Laden en Pakistán. Tal acción de terrorismo de Estado no sólo no fue criticada por constituir un flagrante ataque al Estado de derecho, sino que fue aplaudida por los líderes europeos, entre ellos nuestro todavía ZuperPresidente. Tan sólo unos días más tarde nos enteramos por La Provincia de que durante varios años vivió entre nosotros, en el barrio de Las Alcaravaneras de la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria, un supuesto correo de Bin Laden; esta misma semana fue detenido en Maspalomas un marroquí al que se acusa de captar a jóvenes para convertirlos en terroristas. Y ante esta situación uno ya no sabe a qué temer más, si a que se vuelva a producir un atentado como el del 11-M, o a que a los epígonos de Rambo les dé por presentarse en el barrio pegando tiros con la excusa de librarnos de un peligroso terrorista.