sábado, 24 de marzo de 2012

Vampiros


“La boca (...) tenía una expresión cruel y los dientes, relucientes de blancura, eran extraordinariamente puntiagudos, avanzando de manera muy prominente sobre los labios (...) color rojo escarlata”
                                                                                                                                                      B. Stoker.

La historia que voy a contarles sucedió una cálida noche en el verano de mil novecientos ochenta y siete. En aquellos años yo era joven y no tenía un trabajo estable, así que dedicaba mi tiempo a elaborar ensayos que casi nunca terminaba, o que, cuando lo hacía, nadie se interesaba en publicar. Pero lo que realmente me gustaba hacer por aquel entonces era salir por las noches con un par de amigos a tomar algunas copas y a discutir, ¡cómo me gustaba discutir! Encontraba yo un placer especial en la discusión, un placer que no sabría describir. Para muchas personas el valor del diálogo se encuentra en las conclusiones comunes, en el consenso al que se puede llegar entre los participantes; en cambio, para mí, la discusión, el debate, alcanzaba un gran valor en sí mismo. De la misma manera que el maestro de ajedrez se deleita mientras va arrinconando a su contrincante hasta conseguir darle el jaque mate, me regocijaba yo argumentando discursivamente contra las tesis de mis contertulios. Aquello, ya les digo, era algo que me fascinaba de tal forma, que el tema sobre el que se discutiera generalmente carecía de importancia para mí; es más, llegaba al culmen del disfrute cuando argüía con éxito en favor de posiciones contrarias a mis propias convicciones. 
Fue así que una noche me encontré envuelto en una discusión en torno a la existencia del alma, y, figúrense ustedes, yo, que soy un materialista convencido, me lancé a defender con todo el énfasis que pude, que no sólo el ser humano está dotado de alma, sino que, ésta, una vez que ha abandonado el cuerpo, puede regresar a nuestro mundo para el tormento de algunos y el goce de otros. En la euforia de mi imaginativa argumentación, llegué a distinguir entre espíritus bondadosos y espíritus malignos, y aseguré que dentro de estos últimos, los más mezquinos de todos son aquellos que toman la forma de vampiros, los cuales se aparecen a sus enemigos terrenales para atormentarlos y condenar sus almas eternamente.
            Posteriormente la conversación siguió por otros derroteros y al cabo de un rato decidí que había llegado el momento de retirarme. Como había tomado algunas copas, pensé que lo mejor sería ir dando un paseo hasta mi casa, y así lo hice. En el trayecto que va desde el café de Augusto hasta mi casa no me crucé con nadie, a excepción de un borracho que dormía en un portal y un travestí al que aún le quedaban varias horas para terminar su jornada.
            Cuando llegué a mi apartamento lo primero que hice fue abrir algunas ventanas para que corriera el aire, porque aunque me encontraba ya totalmente despejado, hacía un calor insoportable. Una vez me hube metido en la cama llevé a la memoria la discusión que había mantenido en el café, y ensimismado en estos pensamientos me quedé dormido.
            Me desperté de madrugada, sobresaltado y empapado en sudor. Al principio atribuí este hecho al calor que hacía aquella noche, pero luego fui tomando conciencia de lo que estaba ocurriendo: estaban allí, en mi habitación, podía sentir su malévola presencia. Traté de ignorarlos con la frívola idea de que si no los tomaba en cuenta podría volver a conciliar el sueño. Fue inútil. Aunque en la oscuridad nocturna todavía no podía verlos, oía el ruido infernal que producían sus alas mientras revoloteaban en derredor mío, notaba con las yemas de mis dedos las marcas que sus mordeduras habían dejado en todo mi cuerpo. Encendí la luz y pude observarlos. Estaban posados en el techo, mirándome, hinchados a costa de mi sangre, eran realmente espantosos. Me abalancé sobre ellos embravecido por la furia, pero tenía la certeza de que aquella era una batalla perdida. Estaba desesperado, sabía que si lograba resistir hasta el amanecer ellos se marcharían y yo podría descansar, pero aún faltaban por lo menos cuatro horas para que saliera el Sol. Entonces recordé que en uno de los armarios de la cocina, junto a los productos de limpieza, guardaba un arma infalible con la que ellos no contaban. Fui corriendo a por ella; cerré la ventana y la puerta de mi habitación y la rocié con el insecticida que acababa de traer. Los malditos vampiros no volverían a perturbar mi sueño aquella noche[1].



[1] Este relato fue publicado por primera vez en la revista Anarda, nº 31, Las Palmas de Gran Canaria, Canarias Siglo XXI, 2002.

martes, 17 de enero de 2012

Más allá del Estado de bienestar



Q
uienes militan a favor de la causa del pensamiento liberal conservador, o sencillamente neoconservador, han encontrado en la crisis el mejor argumento para atacar al Estado de bienestar, pues ahora más que nunca éste se muestra inviable, dicen, por no ser económicamente sostenible. Esta corriente del liberalismo se halla representada políticamente en España en las filas del Partido Popular, donde, como se sabe, también tienen cabida otros conservadores que nada tienen de liberales. Pese a todo, y aunque la derecha nunca vio con buenos ojos la concepción social del Estado, esas son cosas de socialdemócratas cuando no de comunistas disfrazados, lo cierto es que siquiera sea por motivos electoralistas, es lo que tiene la democracia, la reivindicación del Estado de bienestar está incrustada en el discurso de prácticamente todas los partidos políticos, incluido el PP, instalado en el Gobierno desde el pasado mes de diciembre.
            El tan celebrado y defendido teóricamente como denostado en la práctica Estado de bienestar surgió en Europa tras la Segunda Guerra Mundial, fruto del pacto llevado a cabo entre liberales y socialdemócratas: mientras los primeros renunciaron al Estado mínimo y reconocieron que el Estado debe garantizar no sólo los derechos civiles y políticos sino también los económicos, sociales y culturales, los segundos renunciaron al marxismo y con ello a llevar a cabo la gran transformación y la construcción de la utopía socialista. El resultado fue la proliferación de una gran clase media que durante años ha servido de colchón amortiguador de los conflictos sociales y por ende de garante de la paz social, así como la consolidación del Estado social y democrático de derecho, el cual constituye la forma más desarrollada de la democracia representativa. Pero a raíz del desmoronamiento del socialismo real, el pacto se ha ido deteriorando progresivamente hasta llegar a nuestros días en los que parece definitivamente roto, a la luz de los ataques del capital, los mercados se dice ahora, a un ya de por sí maltrecho Estado de bienestar que para muchos empieza ya a ser simplemente un Estado de estar, cuando no de malestar.
            Ahora que el Estado de bienestar agoniza, quizás sea el momento de plantearnos si éste representa el modelo de sociedad que queremos. Pues no debemos olvidar que ni tan siquiera en los años de su máximo esplendor, el Estado de bienestar arremetió nunca contra las grandes desigualdades sociales, pues entre sus objetivos no se contaba el de erradicar las diferencias extremas en lo que a la distribución de la riqueza se refiere, sino sólo garantizar el acceso a todos los ciudadanos a una mínimas condiciones materiales de vida y a unos servicios sociales básicos. Así las cosas, se me antoja que si no queremos renunciar a la búsqueda de la justicia, debiéramos reivindicar un tipo de sociedad que vaya más allá del Estado de bienestar, que apunte a la distribución igualitaria de la riqueza y del poder y que, en suma, se oriente hacia la realización del comunismo libertario.

miércoles, 7 de diciembre de 2011

La legitimidad de las urnas

L
as recientes elecciones han servido para que la derecha oficial, la oficiosa ha venido gobernando durante los últimos ocho años, haya vuelto a recuperar el poder. Pero las elecciones han servido también para poner de manifiesto, una vez más, la crisis de legitimidad de la que adolece nuestro (nuestro de ellos, claro) sistema democrático. Y es que, por más que los representantes electos apelen a la legitimidad de las urnas, hay cuestiones que no se pueden conciliar con los más elementales principios democráticos. Es así que uno no alcanza a comprender cómo es posible que el Partido Popular, con menos de la mitad de los votos, disponga de bastantes más de la mitad de los escaños en el Congreso de los Diputados. Como tampoco resulta fácil explicar que el partido de marras haya pasado de ser la segunda fuerza política a ostentar una abrumadora mayoría absoluta cuando, en realidad, ha obtenido medio millón de votos más que en las elecciones anteriores. Obviamente, la explicación radica en los cuatro millones de votos que han perdido los soecialistas, pero ello no es sino una muestra más de la baja calidad de nuestra democracia. Si además tenemos en cuenta el número de abstenciones y de votos nulos, nos damos cuenta de que con el respaldo de una minoría, la minoría más amplia, pero minoría al fin y al cabo, se puede gobernar como si se tuviera el apoyo de una mayoría aplastante de los ciudadanos.
            En alguna ocasión se ha dicho que el mayor riesgo que corre la democracia es que puede llegar a convertirse en la tiranía de la mayoría y que, para evitarlo, el propio sistema democrático debe garantizar el respeto a las minorías y la salvaguarda de los derechos fundamentales. Pero hete aquí que en nuestra democracia no es que las minorías estén sometidas a la mayoría, sino que, sencillamente, una minoría somete a la mayoría y lo hace con toda la legitimidad del sistema democrático. Ante esta situación, alguien podría pensar que lo que tienen que hacer los ciudadanos es ejercer su derecho al voto para evitar estas contradicciones. Mas tengo para mí que la abstención constituye, junto con el voto nulo intencionado, el último recurso de quienes deseamos expresar el día de las elecciones nuestro rechazo a un sistema que consideramos ilegítimo por no respetar algunos de los principios democráticos mínimos.
            Y es que la democracia no puede consistir en que los ciudadanos elijan cada cierto período de tiempo a sus representantes, pues, en rigor, para que una comunidad política sea realmente democrática es necesario que los miembros de tal comunidad puedan participar en la elaboración, o cuando menos aprobación, de las normas que luego se ven obligados a cumplir. Porque la democracia es el sistema político que pretende proteger la libertad de los individuos y, tal como nos advirtieran Rousseau y Kant, ningún individuo está obligado a cumplir ninguna ley que no se haya dado a sí mismo, pues, cuando lo hace, sencillamente permanece en un estado de servidumbre. Y sería un exceso de candidez pensar que por el mero hecho de que los legisladores sean elegidos por los ciudadanos, ya éstos participan en la elaboración de las normas o tan siquiera dan su consentimiento a las mismas.

lunes, 21 de noviembre de 2011

Capitalismo y democracia. La opción libertaria

En estos tiempos en los que nos hallamos inmersos en la algarada propia de los períodos electorales, cuando los ciudadanos se tornan en protagonistas por un día de la política, conviene recordar la necesidad de reinventar la democracia, de repensarla, pues a mi juicio, ésta de la que teóricamente nos hemos dotado en Occidente no es una democracia genuina. Es seguro que millones de seres humanos comparten en lo esencial esta reflexión, pues las miles de personas que cada año acuden a la cita del Foro Social Mundial que viene celebrándose desde hace una década, así como a los distintos foros regionales o temáticos, ya sea en representación de múltiples colectivos sociales de todo el mundo, ya sea de manera individual, así lo atestiguan. De hecho en la Carta de Principios del Foro Social Mundial se explicita su oposición al neoliberalismo y al dominio del mundo por el capital y se aboga por la búsqueda de alternativas en consonancia con el respeto a los derechos humanos y la práctica de una democracia verdadera.
También las manifestaciones en contra de la globalización neoliberal, que desde que comenzaron en Seattle en 1999 han venido sucediéndose por todo el mundo, constituyen una muestra más del descontento creciente por parte de amplios sectores de la ciudadanía con respecto a la expansión e intensificación del capitalismo y a la forma de organización política que lo legitima: la democracia liberal representativa. Ya en nuestros días, el movimiento 15-M representa la última expresión del rechazo de buena parte de los ciudadanos a esta suerte de matrimonio de conveniencia entre democracia y capitalismo. Y es que tras la última década del siglo XX la democracia, tal como la conocemos, ha entrado en un proceso de crisis de legitimidad, pues no cumple con las expectativas que cabría esperar de un sistema democrático, ni en lo que respecta a sus procedimientos ni en lo que respecta a sus contenidos.
Desde una perspectiva procedimental, es obvio que la democracia liberal representativa no satisface los requisitos mínimos que habría que exigir a cualquier sistema político para que éste pudiera ser calificado como democrático, pues sólo aquella comunidad en la que todos y cada uno de sus miembros participan activamente en la elaboración, o cuando menos aprobación, de las normas por las que ha de regirse tal comunidad puede ser, en rigor, tenida por democrática. Esto, que ya lo advertía Rousseau cuando afirmaba que los sujetos que obedecen normas que han sido elaboradas por otros permanecen en un estado de servidumbre, a menudo se pasa por alto de forma interesada y perversa, sobre todo por quienes se reservan o reivindican para sí la capacidad para legislar que en principio nos corresponde a todos.
Si atendemos a esta advertencia que con buen criterio realizaba Rousseau y posteriormente Kant, quien se expresó en similares términos a este respecto, deberíamos concluir que tras varios siglos de modernidad no hemos conseguido salir del estado de servidumbre ni acercarnos más a la utopía emancipadora que guió a los ilustrados y de la que la democracia liberal representativa es sin duda heredera. El hecho de que la máxima expresión democrática en el siglo XXI continúe siendo la elección de unos representantes cada cierto período de tiempo constituye una razón de peso para que la democracia liberal representativa adolezca en la actualidad de una fuerte crisis de legitimidad, pues su propia lógica interna impide que los ciudadanos participen en la elaboración de las normas que luego se ven obligados a cumplir. De este modo, la soberanía deja de recaer en el pueblo y reside únicamente en los parlamentarios, pues éstos, una vez que han sido elegidos, no mantienen ningún vínculo con sus administrados o, en el mejor de los casos, representados. Y es así como la democracia, en su acepción liberal representativa, se niega a sí misma.
Esta negación de la democracia, de los principios de la democracia, por el propio sistema democrático es la que le ha permitido asociarse con un sistema económico como el capitalismo que es por su propia naturaleza profundamente antidemocrático. Y es que si la democracia encuentra uno de sus pilares en el principio de igualdad entre los seres humanos, el capitalismo se basa precisamente en todo lo contrario, en la desigualdad, y de hecho se sustenta sobre la base de la explotación del hombre por el hombre. Esta convivencia entre la democracia liberal y el capitalismo nos lleva a otra de las razones por las que nuestro sistema democrático tiene serios problemas de legitimidad, ya que a nadie se le escapa que ni siquiera los representantes salidos de las urnas tienen capacidad para gobernar de forma autónoma, pues es el capital, cada vez más concentrado, el que en última instancia dictamina las directrices políticas que los gobernantes deben acatar. No obstante, a mi juicio sería un error pensar que los gobernantes son meros títeres, por tanto carentes de responsabilidad, en manos de los denominados poderes fácticos porque en realidad existe una connivencia entre los gobiernos nacionales y las grandes corporaciones transnacionales entre los que se da una relación de interdependencia. Y es que, a pesar de que entre las izquierdas se haya consolidado la tesis de que la economía tiene secuestrada a la política o que, sencillamente, el poder político está al servicio del poder económico, tengo para mí que en realidad el poder político y el poder económico son no sólo interdependientes sino que de hecho constituyen dos dimensiones de un mismo fenómeno, el poder, que ya Weber definió acertadamente como la capacidad de un individuo o grupo de individuos para imponer su voluntad a otro individuo o grupo de individuos. Y esto es algo que, al menos de modo implícito –y acaso inconscientemente- , ya estaba contenido en el lema de la manifestación convocada por la plataforma Democracia Real Ya que dio origen al movimiento 15-M. “No somos mercancías en manos de políticos y banqueros”, rezaba el lema de marras, y no “no somos mercancías en manos de los políticos que están sometidos a los banqueros”. Sea como fuere, lo que parece claro es que un orden social que debe cargar con este lastre adolece por fuerza de un gran déficit democrático.   
Más allá del modo en que en la democracia liberal representativa se sustrae a los ciudadanos su derecho a decidir y a tomar parte en los ámbitos de decisión política, es necesario tener en cuenta que la democracia no es sólo un sistema formal carente de contenidos, es decir, no debe ser únicamente un conjunto de procedimientos a partir de los cuales establecer la voluntad colectiva, sino que conlleva una serie de contenidos fundamentales que debe garantizar y sin los cuales la democracia, aun en el supuesto de que desde una perspectiva exclusivamente procedimental no fuese deficitaria, no tendría ningún sentido. Porque la democracia ha de ser ese espacio en el que converjan la libertad y la igualdad, para lo cual las cuestiones de procedimiento –la participación efectiva en la elaboración de las normas- son necesarias pero no suficientes. Las graves desigualdades sociales que genera el capitalismo son incompatibles con la plenitud de un sistema democrático; la responsabilidad de los países regidos por regímenes democráticos con respecto a las paupérrimas condiciones de vida de los países más pobres, que en mayor o menor medida agrupan a la inmensa mayoría de la humanidad, contribuye asimismo a restar legitimidad a la tantas veces laureada democracia liberal.  
Cierto es que en el Estado de bienestar instaurado en Europa tras la Segunda Guerra Mundial y hoy cuasi desmantelado por mor de las tendencias impuestas por el neoliberalismo rampante, estas desigualdades sociales fueron paliadas hasta cierto punto al menos en lo que a esa parte del mundo se refiere. La socialdemocracia ha constituido sin duda el mayor desarrollo de la democracia representativa pero, así y todo, las desigualdades sociales propias del capitalismo no desaparecen y los problemas de legitimidad siguen sin resolverse: el Estado de bienestar no resuelve las cuestiones relacionadas con la legitimidad del poder en cuanto a la participación ciudadana en los ámbitos de decisión política respecta; no da soluciones a la intervención de los poderes fácticos sobre las políticas gubernamentales; renuncia a la búsqueda de la justicia, si por ideal de sociedad justa entendemos la genuina sociedad sin clases, aquella  basada en la efectiva distribución igualitaria de la riqueza y del poder, y únicamente establece un sistema de mínimos, es decir, la protección social mínima para garantizar la paz social y mitigar el conflicto social que pudiera poner en peligro la continuidad del sistema, un conflicto social que, en cualquier caso, lejos de resolverse permanece latente hasta estos días en los que el preocupante incremento de las desigualdades sociales pudiera hacerlo aflorar de nuevo, como muestra la aparición del movimiento 15-M, que bien puede ser interpretado como una expresión pacífica del conflicto social.
A la luz los problemas de legitimidad expuestos hasta ahora, si sentimos la necesidad de repensar la democracia, no podemos obviar que para acercarnos a formas más genuinamente democráticas debemos superar el sistema capitalista en aras de la consecución de una mayor justicia. Así pues, repensar la democracia significa en buena medida repensar el socialismo y tras la terrible pero ilustradora experiencia soviética se me antoja que la construcción del socialismo debe realizarse desde una perspectiva netamente libertaria, pues sólo así se podrá construir un marco en el que socialismo y democracia se complementen.
Desde este libertarismo que propongo, se conciben la libertad y la igualdad como dos aspectos de una misma realidad, pues la una no puede existir sin la otra en el seno de la sociedad, y aunque analíticamente fueran discernibles, lo cierto es que en la práctica aparecen siempre juntas: cabría pensar una relación entre individuos iguales sin que ninguno de ellos gozara de libertad, pero, desde luego, es impensable una relación entre individuos libres si éstos no son iguales, sin que por ello se identifique igualdad con uniformidad, pues la diversidad es en sí misma un valor siempre que no atente contra los derechos humanos universales, por más que éstos sean insuficientes de cara a la consecución de la justicia.
En esta sociedad libertaria que se concibe como una comunidad de comunicación es lógico pensar que las normas necesarias para garantizar la convivencia pudieran ser establecidas mediante el consenso entre sus miembros, al cual habrían de llegar en virtud de la capacidad para deliberar de los mismos; pero igualmente lógico es pensar que difícilmente en una comunidad humana se pudiera llegar siempre a un acuerdo unánime. Es por ello que incluso en una comunidad de estas características, donde la participación de cada uno de los miembros en el momento de elaborar, o al menos aprobar, las normas fuera efectiva, los acuerdos normativos serían tomados generalmente por la mayoría, porque se me antoja impensable que no hubiera al menos uno de los integrantes que discrepara o estuviera en desacuerdo. Por esta razón, y pensando que un individuo o grupo no tiene derecho a imponer su voluntad sobre el resto, pues ésa es la forma más clara de autoritarismo conocida, pero que tampoco las mayorías tienen total legitimidad para imponerse sobre las minorías disidentes, entre otras cosas porque la regla de la mayoría no siempre funciona y porque existen principios fundamentales que no son susceptibles de ser sometidos a votación, considero que la mayor garantía para la libertad de los miembros de esta comunidad es que se dejase siempre abierta la vía del disenso.

domingo, 6 de noviembre de 2011

Los límites de la no violencia

N
i guerra que nos destruya, ni paz que nos oprima. Así rezaba, más o menos, una de las consignas del 68, que yo creo que todavía hoy tiene validez. En realidad, la consigna encierra una contradicción porque la paz, en rigor, no puede oprimir, ya que si oprime entonces ya es violencia, que es justo lo contrario de la paz. Y es que además de la violencia directa, es decir, de la violencia que tiene lugar cuando se lleva a cabo una agresión física, existe también lo que se ha dado en llamar la violencia estructural, aquella que se produce cuando se atenta contra los derechos fundamentales del individuo. Así las cosas, la consigna de marras se revela como un alegato en contra de la violencia: en contra en primer lugar de la mayor expresión de la violencia, la guerra, pero también en contra de ese otro tipo de violencia, la estructural decimos, que se produce cuando se impide la implantación de la justicia, así como un llamamiento a la necesidad de poner límites a la estrategia de la no violencia en la lucha por la dignidad.
            Acaso los más acérrimos pacifistas consideren que a la no violencia no se le puede poner límites y que ésta constituye la única forma legítima de defender la dignidad de las personas. Mas tengo para mí que cuando la no violencia deriva en la pura y simple indefensión de unos seres humanos frente a la agresión de otros, entonces la violencia, sin llegar a ser legítima, tampoco es del todo ilegítima. Pues no parece que sea posible hallar razones morales que impidan a un ser humano defenderse cuando está siendo agredido. Un buen ejemplo de ello lo constituye el levantamiento en armas de los judíos del gueto de Varsovia, quienes en 1943 se sublevaron contra los nazis cuando éstos comenzaron a llevar a los judíos a los campos de exterminio, en una actitud que, aun siendo violenta, parece bastante más digna que la que mantuvieron, dicho sea con el mayor de los respetos hacia las víctimas, quienes se dejaron conducir dócilmente al matadero.
            Y en estas situaciones límite, en las que el uso de la violencia no es legítimo pero tampoco ilegítimo, se me antoja que la cuestión de la proporcionalidad es clave para no abandonarnos a la inhumanidad. Es por ello que a los rebeldes libios no se les podía pedir que permanecieran impasibles mientras el ejército de Gadafi bombardeaba a los civiles que protestaban en las calles exigiendo libertad y justicia, pero tampoco pueden ser eximidos de culpa quienes, entregados a la barbarie, participaron en el linchamiento y asesinato del dictador y su hijo, por muchos crímenes contra la humanidad que éstos hubieran cometido. Asimismo, parece que cabe exigir proporcionalidad en sus acciones a aquellos ciudadanos que en los últimos meses están saliendo a las calles, mayormente de forma pacífica, a mostrar su disentimiento frente a los poderes económico y político, pero no parece razonable esperar que permanezcan imperturbables mientras son víctimas de un acto de violencia estructural por parte del Estado y del gran capital, como es el ataque a sus derechos sociales, que, no lo olvidemos, también forman parte de esos derechos humanos universales que nuestros gobiernos dicen defender.