sábado, 1 de enero de 2011

Desproporciones

El Gobierno ha conseguido que en esta Navidad, de momento, no ocurra lo mismo que en el pasado puente, cuando el caos se adueñó de los aeropuertos españoles gracias a la acción de los descontroladores aéreos. Cientos de miles de personas se vieron afectadas debido a que estos trabajadores, que no obreros, decidieron dar un golpe sobre la mesa y abandonar su puesto de trabajo con el pretexto de que se encontraban indispuestos. ¡Vaya casualidad que todos a la vez y en lugares diferentes se pusieran enfermos! La pena para ellos es que los médicos no certificaron su mal estado de salud, con lo que se quedaron sin la baja preceptiva que justificara su ausencia en el curro y, lo que es mucho más grave para los descontroladores, sin argumentos para seguir defendiendo que los abandonos se debieron a acciones individuales y espontáneas.
            Hay que reconocer que el golpe de efecto fue brutal, pues en apenas unos minutos los descontroladores consiguieron bloquear el espacio aéreo español. Si lo que querían era realizar una demostración de fuerza, desde luego lo consiguieron, lo que nos lleva a preguntarnos cómo es posible que un colectivo de trabajadores tan pequeño en comparación con otros haya podido llegar a tener tanto poder, cómo es posible que ningún gobierno haya sido capaz de  llevar a cabo una negociación con ellos sin dejar de sentirse prisionero. Y es que, dejando a un lado las reivindicaciones de los descontroladores –presumiblemente injustificadas a la luz de lo que cobran y de las horas que trabajan-, lo que parece fuera de toda duda es que la acción espontáneamente planificada, ustedes me entienden, que llevaron a cabo en su intercambio de golpes con el Gobierno fue desmesurada, pero fue, sobre todo, increíble: ¿alguien pensaba que con tanta medida de seguridad a cuento de la amenaza terrorista se pudiera cerrar el espacio aéreo de un país (¿avanzado?) en cuestión de minutos?
            Mas si desmedida fue la acción de los descontroladores, aún más desproporcionada se me antoja la solución del Gobierno. Porque si quienes abandonaron su puesto de trabajo incurrieron en algún delito, lo lógico es que se les denuncie y que sean juzgados y sancionados si así lo estima el tribunal correspondiente, pero siempre en un ámbito civil. La drástica decisión de decretar el estado de alarma para así amenazar a unos trabajadores con aplicarles el Código Penal Militar podrá ser legal, ya veremos qué dice el Tribunal Supremo, pero es a todas luces injusta y, desde luego, poco democrática. Por lo demás, tampoco resulta muy eficaz a medio plazo, pues un estado excepcional no puede prolongarse indefinidamente, aunque eso sea lo que, parece ser, pretenda el Gobierno, que por lo pronto ha ampliado el estado de alarma, con la aprobación del Congreso, hasta el 15 de enero. Pero lo más esperpéntico y alarmante de todo es la complacencia con que la ciudadanía ha acogido la medida. Y es que aquí se soluciona un conflicto laboral por la vía militar y todos tan contentos, porque los descontroladores son unos sinvergüenzas y ganan un montón de dinero.

1 comentario:

  1. Muy bueno el artículo, mi buen amigo. Y es que, de hecho, me he dado cuenta en estos últimos días de que el nombrar la palabra "controlador" produce en la mayoría de las personas un efecto parecido a algo así como la urticaria: se revuelven nerviosas, necesitan rascarse, y comienzan a perorar, abundando en las mismas obviedades acerca de este gremio que la prensa oficial, la cual ya se ha encargado de descargar ríos de tinta, todos ellos uniformemente peyorativos,y sobre los que yo no voy a abundar más.

    Y es que, últimamente, y supuestamente ya pasado el furioso calentón inicial, cuando intento explicar a gentes bienpensantes una teoría personal que dice algo así como que los controladores, aunque no inocentes, al fin y al cabo no han sido más que marionetas en este teatro absurdo que ha degenerado en una pantomima militarista con sabor a años ya pasados, me ha resultado imposible, pues la sola mención de la palabra “controlador” provoca una respuesta automática en el oyente, al más puro estilo de la perra de Pavlov, que simplemente se limita a decir “cabrón!”, y se cierra en banda ante cualquier argumento racional que no termine en una conclusión que efectivamente corrobore lo que él ya sabe, es decir, que un controlador es un cabrón. Por eso, muchas veces, y para no acabar discutiendo con un muro, máxime si es en medio de una discusión de ésas, exaltadas por la cerveza y que intenta arreglar el mundo, he preferido callar antes que seguir tropezando con la misma piedra.

    Pero el hecho de que me resigne a no hablar de ello en muchas ocasiones y dependiendo del oyente, no significa que no siga pensando lo mismo: el gobierno ha salido a pescar, ha lanzado un anzuelo al agua, que en este caso resultó ser el lanzar un decretazo en la mañana del viernes previo al puente de diciembre, y los controladores han picado primero, aunque desde luego tengo muy claro que ellos no eran la presa principal, tan sólo eran un cebo más gordo. La verdadera presa fuimos todos nosotros, personas de bien y de orden, que, ante la acción llevada a cabo por éstos, hemos suplicado que se nos quite nuestra ya de por sí eximia libertad, que se den poderes especiales al ejército, y hasta hemos chillado con grandes aspavientos que se nos recorte el ya de por sí recortado derecho de huelga, pues pareciera que tenemos plena consciencia de ser niños irresponsables que no saben qué hacer ni cómo manejar semejante derecho, y que en nuestras irresponsables manos tan sólo puede acabar haciendo daño al bienestar común, a la paz social y al estado de derecho y del bienestar.

    Pues bien, tiempo al tiempo. Tengo la teoría (para muchos absurda) de que, no tardando mucho, y viendo el caos que vivieron los aeropuertos españoles en el puente de diciembre de 2010, el estado (independientemente del color del gobierno de turno) acabará satisfaciendo nuestra demanda y legislará una ley que termine de recortar del todo y de una vez por todas ese ya de por sí recortado derecho constitucional, hasta terminar por dejarlo en un simple cascarón vacío, algo que no haga ruido ni moleste a nadie, algo que, cuando queramos ejercerlo, se base simplemente en una declaración formal de principios, pero carente de cualquier valor práctico que nos ayude a resolver una situación desfavorable para nosotros. De ahí, ya podremos pasar a concentrarnos todos en la plaza pública del pueblo y quemar los pocos ejemplares que aún queden en nuestras bibliotecas, en la de aquellos pocos que aún les dé por leer, de “Sobre la desobediencia civil”, de Henry David Thoreau. Total, para lo que nos ha servido su lectura...

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