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ntes de que los islamistas
llevaran a cabo el atentado terrorista contra la libertad de expresión en
París, Europa ya había dado muestras de una incipiente y a la vez preocupante
islamofobia. Prueba de ello son las manifestaciones que con anterioridad a los
asesinatos de los humoristas gráficos de la revista satírica Charlie Hebdo tuvieron lugar en Berlín y
otras ciudades alemanas bajo el no menos satírico lema: “Contra la islamización
de Occidente”. En realidad, el lema de marras no era nada satírico porque iba
completamente en serio, si no, a lo mejor habría tenido hasta gracia. Pero la
imagen de multitud de personas clamando por la esencia de Occidente, algunas de
ellas portando cruces de fuego, lejos de causar risa lo que genera es
preocupación, y hasta miedo, máxime tratándose de un lugar como Alemania con un
pasado no tan remoto impregnado por la barbarie.
Por fortuna, son muchos los que toman conciencia de que
los islamistas que amenazan a la libertad, siendo como son ciertamente
peligrosos, no pueden ser representativos de los 1500 millones de musulmanes
que hay en el mundo. Son los mismos que saben que tan sagrado es el derecho a
la libertad de expresión como el derecho a la libertad de culto, pues ambos son
derechos fundamentales de las personas y como tales se hallan recogidos en la
Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948. Y es que todos los derechos
humanos tienen el mismo valor y no se puede conculcar unos con el pretexto de
salvaguardar otros. Son en ese sentido inseparables e interdependientes, como,
por cierto, saben bien nuestros alumnos de secundaria gracias, entre otras, a
la asignatura de Educación para la Ciudadanía y Derechos Humanos que el
ministro Wert, sus compañeros del PP y el fundamentalismo católico español, que
haberlo haylo, encuentran tan peligrosa. Quienes no estamos dispuestos a ceder
un ápice a la islamofobia sabemos también que ésta no consiste, ni mucho menos,
en la crítica, ni siquiera en la mofa de las creencias religiosas de los
musulmanes, pues una cosa es que todos tengamos derecho a la libertad de culto
y otra bien distinta que las distintas creencias e increencias no puedan ser
sometidas al juicio crítico y, por qué no, convertirse en objeto de la sátira.
Con todo, y aunque los brotes islamófobos me parezcan
ciertamente preocupantes, más alarmante me resulta la respuesta de los líderes
europeos a la amenaza islamista. Y es que el atentado contra Charlie Hebdo ha servido de pretexto
para volver a sacar a la palestra, como ya ocurriera tras el 11-S o el 11-M, el
debate entre seguridad y libertad. Se trata, como ya afirmara entonces, de un
falso dilema, porque en realidad, las sociedades más seguras del mundo son
aquellas en las que los ciudadanos son más libres. Y es que en el siglo XXI la
seguridad no puede consistir en otra cosa que en la mayor garantía posible de
que no se violan los derechos fundamentales de los individuos. Por ello
defender la seguridad a costa de la libertad es un sinsentido. Un sinsentido
que, no obstante, los gobernantes europeos parecen haber asumido en lo que
constituye un nuevo ataque contra la dignidad de la ciudadanía: la crisis les
sirvió de pretexto para deteriorar los derechos económicos, sociales y
culturales, y ahora la amenaza terrorista les sirve para arremeter contra los
derechos civiles y políticos. ¿Qué va a quedar de la democracia?
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