lunes, 12 de febrero de 2018

Una democracia marxista

L
as sociedades modernas se distinguen de las premodernas en que en éstas las relaciones sociales se basaban fundamentalmente en alguna forma de servidumbre, mientras que en aquéllas son los valores de la autonomía y la igualdad los que, en principio, habrían de constituir los cimientos de las mismas, de suerte que las sociedades modernas aspiran a ser sociedades democráticas conformadas por individuos libres e iguales. Y para que ello sea así, se entiende, al menos desde Montesquieu, que en las democracias modernas los poderes del Estado deben estar separados, pues de lo contrario, la concentración de los tres poderes del Estado en un único individuo o grupo de individuos no solo favorecería el abuso de poder, sino que impediría el control del mismo, con lo que los principios de libertad e igualdad quedarían seriamente dañados y con ellos la misma democracia, tal como ésta se concibe en la modernidad.
            En efecto, no hay democracia sin separación de poderes y ello es algo que en las democracias contemporáneas tenemos plenamente asumido, hasta tal punto que la calidad democrática de los distintos países se puede medir atendiendo al grado en que esto se consigue. Por eso no es de extrañar que en España los partidos políticos cuando están en la oposición traten de deslegitimar al que gobierna acusándolo de no respetar la separación de poderes y que el que gobierna insista, para legitimarse a sí mismo, en que España es un Estado democrático y de derecho en el que el principio de separación de poderes es incuestionable. Estos papeles se los han venido intercambiando PSOE y PP según les haya ido tocando estar en el Gobierno o en la oposición y sus tesis han sido defendidas o reprobadas por los partidos nacionalistas en función de sus propios intereses que, hasta la irrupción del independentismo catalán, eran más bien exclusivamente económicos.
            Pero dejando los intereses partidarios de lado, lo cierto es que la deseable separación de poderes en España ha sido siempre insuficiente. Empezando porque es el Parlamento el que elige al presidente del Gobierno, con lo que, de entrada, el legislativo y el ejecutivo no están en absoluto separados. Y si bien es cierto que el Parlamento puede ejercer de vigilante del Gobierno, también lo es que cuando el partido que gobierna tiene mayoría absoluta en el Parlamento, el control que se supone debe ejercer el legislativo sobre el ejecutivo se disuelve completamente. Esto, no obstante, se ha venido asumiendo como un mal menor siempre que el poder judicial se mantuviera como un poder independiente. Mas si tenemos en cuenta el modo en que son elegidos los miembros de las más altas instancias judiciales, como el Tribunal Constitucional, el Tribunal Supremo o el Consejo General del Poder Judicial, entonces ya solo podemos concluir que en España la separación de poderes es como esas habitaciones de hotel con entrada independiente pero comunicadas internamente. Si encima añadimos las llamadas del Gobierno al Tribunal Constitucional o el esperpento de la argumentación política del juez Llarena para no detener a Puigdemont en Dinamarca, entonces habremos de convenir que la democracia española es más bien marxista, es decir, la propia de una película de los hermanos Marx.   

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