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as sociedades
modernas se distinguen de las premodernas en que en éstas las relaciones
sociales se basaban fundamentalmente en alguna forma de servidumbre, mientras
que en aquéllas son los valores de la autonomía y la igualdad los que, en
principio, habrían de constituir los cimientos de las mismas, de suerte que las
sociedades modernas aspiran a ser sociedades democráticas conformadas por
individuos libres e iguales. Y para que ello sea así, se entiende, al menos
desde Montesquieu, que en las democracias modernas los poderes del Estado deben
estar separados, pues de lo contrario, la concentración de los tres poderes del
Estado en un único individuo o grupo de individuos no solo favorecería el abuso
de poder, sino que impediría el control del mismo, con lo que los principios de
libertad e igualdad quedarían seriamente dañados y con ellos la misma
democracia, tal como ésta se concibe en la modernidad.
En efecto, no hay democracia sin
separación de poderes y ello es algo que en las democracias contemporáneas tenemos
plenamente asumido, hasta tal punto que la calidad democrática de los distintos
países se puede medir atendiendo al grado en que esto se consigue. Por eso no
es de extrañar que en España los partidos políticos cuando están en la
oposición traten de deslegitimar al que gobierna acusándolo de no respetar la
separación de poderes y que el que gobierna insista, para legitimarse a sí
mismo, en que España es un Estado democrático y de derecho en el que el
principio de separación de poderes es incuestionable. Estos papeles se los han
venido intercambiando PSOE y PP según les haya ido tocando estar en el Gobierno
o en la oposición y sus tesis han sido defendidas o reprobadas por los partidos
nacionalistas en función de sus propios intereses que, hasta la irrupción del
independentismo catalán, eran más bien exclusivamente económicos.
Pero dejando los intereses partidarios de lado, lo cierto
es que la deseable separación de poderes en España ha sido siempre
insuficiente. Empezando porque es el Parlamento el que elige al presidente del
Gobierno, con lo que, de entrada, el legislativo y el ejecutivo no están en
absoluto separados. Y si bien es cierto que el Parlamento puede ejercer de
vigilante del Gobierno, también lo es que cuando el partido que gobierna tiene mayoría
absoluta en el Parlamento, el control que se supone debe ejercer el legislativo
sobre el ejecutivo se disuelve completamente. Esto, no obstante, se ha venido
asumiendo como un mal menor siempre que el poder judicial se mantuviera como un
poder independiente. Mas si tenemos en cuenta el modo en que son elegidos los
miembros de las más altas instancias judiciales, como el Tribunal
Constitucional, el Tribunal Supremo o el Consejo General del Poder Judicial,
entonces ya solo podemos concluir que en España la separación de poderes es
como esas habitaciones de hotel con entrada independiente pero comunicadas
internamente. Si encima añadimos las llamadas del Gobierno al Tribunal
Constitucional o el esperpento de la argumentación política del juez Llarena
para no detener a Puigdemont en Dinamarca, entonces habremos de convenir que la
democracia española es más bien marxista, es decir, la propia de una película
de los hermanos Marx.
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