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os niveles de
pobreza en España reflejan una decisión política. Esa decisión política ha sido
hecha durante la última década. Quiero resaltar el hecho de que entre 2007 y
2017, los ingresos del 1% más rico crecieron un 24% mientras que para el
90% restante subieron menos de un 2%”. Quien así se expresa no es ninguno
de los miembros del Gobierno social-comunista, como la derecha más rancia gusta
de denominar a la coalición de progreso. Tampoco se trata de un activista
antisistema ni de un representante de ninguna organización política radical. La
cita es de Philip Alston, el relator especial de la ONU sobre la pobreza
extrema y los derechos humanos, y puede leerse en el portal de noticias de la
ONU. Y es que para vergüenza de gobernantes e indignación de la mayoría de los
gobernados, Alston pudo comprobar durante su visita oficial a España que la
población vive en una situación de pobreza generalizada impropia de un país
desarrollado, cuya economía es la cuarta de la Unión Europea.
Estamos ante un problema de derechos
humanos, pues los derechos económicos, sociales y culturales, los llamados
derechos humanos de segunda generación o derechos positivos, son tan
importantes y han de tener el mismo rango que los derechos humanos de la
primera generación, los denominados derechos negativos, es decir, los derechos
civiles y políticos. Y es que, como tantas otras veces hemos señalado, lo que
los derechos humanos han de proteger es la dignidad de los individuos y esta
sufre tanto cuando se atenta contra la igualdad como cuando se conculca la
libertad. De ahí que el filósofo Ernst Tugendhat afirme que el Estado, para ser
legítimo, no solo debe proteger la propiedad privada sino que asimismo ha de
proteger a los no propietarios, es decir, debe distribuir la riqueza con el fin
de garantizar que toda la población tenga acceso a los recursos necesarios para
llevar a cabo una vida digna, pues, de lo contrario, si el Estado opta por
defender la propiedad privada aun a costa de mantener en la pobreza a los más
desfavorecidos perdería su legitimidad ante estos.
Con todo, la legitimidad no se debe
confundir con la legalidad, pues mientras la segunda se refiere a lo recogido
en el ordenamiento jurídico, la primera apunta a la fundamentación última, a
las razones morales que justifican una decisión, una acción, una ley o, en el caso
que nos ocupa, una institución como el Estado. Es por ello que, como en alguna
otra parte he indicado, el Estado no puede ser nunca una institución legítima
pues el individuo no podrá hallar jamás razones morales para someter su
libertad ante él, todo lo más que podemos encontrar son razones prudenciales.
Mas por mucho que el Estado carezca de legitimidad, lo cierto es que la
cuestión de la legitimidad, ilegitimidad en este caso, es gradual, de tal
manera que el Estado será menos ilegítimo cuanto más respetuoso sea con los
derechos humanos, es decir, cuanto más respetuoso sea con la libertad, la
igualdad, en suma, la dignidad, de los individuos. Y el grado de ilegitimidad
de España seguirá siendo escandalosamente alto mientras las cifras de pobreza
se mantengan. Le corresponde al Gobierno de progreso devolverle a España algo
de la legitimidad perdida o, para decirlo libertariamente, restarle gran parte
de la ilegitimidad ganada en la última década. Esa es la esperanza de Alston y
también la mía.
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