lunes, 17 de febrero de 2020

La ilegitimidad de España


L
os niveles de pobreza en España reflejan una decisión política. Esa decisión política ha sido hecha durante la última década. Quiero resaltar el hecho de que entre 2007 y 2017, los ingresos del 1% más rico crecieron un 24% mientras que para el 90% restante subieron menos de un 2%”. Quien así se expresa no es ninguno de los miembros del Gobierno social-comunista, como la derecha más rancia gusta de denominar a la coalición de progreso. Tampoco se trata de un activista antisistema ni de un representante de ninguna organización política radical. La cita es de Philip Alston, el relator especial de la ONU sobre la pobreza extrema y los derechos humanos, y puede leerse en el portal de noticias de la ONU. Y es que para vergüenza de gobernantes e indignación de la mayoría de los gobernados, Alston pudo comprobar durante su visita oficial a España que la población vive en una situación de pobreza generalizada impropia de un país desarrollado, cuya economía es la cuarta de la Unión Europea.
            Estamos ante un problema de derechos humanos, pues los derechos económicos, sociales y culturales, los llamados derechos humanos de segunda generación o derechos positivos, son tan importantes y han de tener el mismo rango que los derechos humanos de la primera generación, los denominados derechos negativos, es decir, los derechos civiles y políticos. Y es que, como tantas otras veces hemos señalado, lo que los derechos humanos han de proteger es la dignidad de los individuos y esta sufre tanto cuando se atenta contra la igualdad como cuando se conculca la libertad. De ahí que el filósofo Ernst Tugendhat afirme que el Estado, para ser legítimo, no solo debe proteger la propiedad privada sino que asimismo ha de proteger a los no propietarios, es decir, debe distribuir la riqueza con el fin de garantizar que toda la población tenga acceso a los recursos necesarios para llevar a cabo una vida digna, pues, de lo contrario, si el Estado opta por defender la propiedad privada aun a costa de mantener en la pobreza a los más desfavorecidos perdería su legitimidad ante estos.
            Con todo, la legitimidad no se debe confundir con la legalidad, pues mientras la segunda se refiere a lo recogido en el ordenamiento jurídico, la primera apunta a la fundamentación última, a las razones morales que justifican una decisión, una acción, una ley o, en el caso que nos ocupa, una institución como el Estado. Es por ello que, como en alguna otra parte he indicado, el Estado no puede ser nunca una institución legítima pues el individuo no podrá hallar jamás razones morales para someter su libertad ante él, todo lo más que podemos encontrar son razones prudenciales. Mas por mucho que el Estado carezca de legitimidad, lo cierto es que la cuestión de la legitimidad, ilegitimidad en este caso, es gradual, de tal manera que el Estado será menos ilegítimo cuanto más respetuoso sea con los derechos humanos, es decir, cuanto más respetuoso sea con la libertad, la igualdad, en suma, la dignidad, de los individuos. Y el grado de ilegitimidad de España seguirá siendo escandalosamente alto mientras las cifras de pobreza se mantengan. Le corresponde al Gobierno de progreso devolverle a España algo de la legitimidad perdida o, para decirlo libertariamente, restarle gran parte de la ilegitimidad ganada en la última década. Esa es la esperanza de Alston y también la mía.

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