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l ser humano ha
sentido desde siempre la necesidad de entender el mundo que le rodea y
comprenderse a sí mismo, de ahí que, para satisfacer esa necesidad, haya tenido
que recurrir a los mitos y las religiones, primero, y a la filosofía y la
ciencia, es decir, a la razón, después; si bien es cierto que, ni los saberes
racionales están completamente libres de elementos propios del mito, ni los
mitos y las religiones carecen totalmente de logos. Y es que solo un ser dotado de razón es capaz de construir
los discursos religiosos y las narraciones mitológicas, y, de otra parte,
pensar en una forma de saber completamente racional, absolutamente objetiva,
tiene bastante más de mito que de pensamiento basado en la razón. En cualquier
caso, si algo tienen en común mito, religión, filosofía y ciencia es que
constituyen, cada uno a su modo, intentos del ser humano de alcanzar la verdad.
La búsqueda de la verdad es algo inherente a la condición humana, pues, ya lo decía Aristóteles al inicio de su Metafísica, “todos los hombres tienen naturalmente el deseo de saber”. En efecto, todos queremos saber, todos queremos tener, con mayor o menor ambición, asideros a los que agarrarnos que expliquen la realidad, que den respuesta a las grandes preguntas que el hombre se ha hecho desde siempre. La religión y el mito son buenos ejemplos de esos asideros, pero las respuestas que nos ofrecen con respecto a la realidad, a la pregunta por lo que existe, hoy no resultan satisfactorias. Ello no quiere decir que no tengan ninguna función en la sociedad contemporánea, pero resulta evidente que si de lo que se trata es de buscar la verdad, la ciencia moderna resulta mucho más eficiente, siempre que nos interroguemos acerca del mundo de los hechos y de las cosas, sin pretender explicar sus causas últimas de índole metafísica, y dejemos al margen la pregunta por el deber ser, cuestiones estas más propias de la filosofía y sobre las que, qué duda cabe, también las religiones tienen algo que decir.
Ocurre que la ciencia, siendo como es la forma de conocimiento más avanzada de la que disponemos, no puede ofrecernos verdades absolutas, como antaño hiciera la religión. Lo más que puede proporcionar es una verdad objetiva pero que, en cualquier caso, habrá de ser siempre revisable, como revisables habrán de ser los procedimientos científicos. Y acaso como una herencia del pensamiento metafísico, del pensamiento religioso del que no hemos conseguido emanciparnos del todo, nos sentimos huérfanos de certezas. Un sentimiento que se agudiza en este tiempo marcado por la crisis del Covid-19 y que nos impele a demandar a la ciencia lo que no puede darnos: queremos verdades incuestionables y despreciamos la duda y la incertidumbre. Sin embargo, la duda y la incertidumbre constituyen la mejor vía para alcanzar la verdad, por más que esta verdad no pueda volver a ser absoluta. Y, en cualquier caso, estamos condenados a vivir en la incertidumbre si no queremos sucumbir al dogma, tan alejado de la verdad como la misma mentira.
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