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ice Alberto
Núñez Feijóo que hablar de ricos y pobres es muy antiguo. Lo dice a propósito
del nuevo impuesto que prepara el Gobierno para las grandes fortunas, es decir,
para los ricos, o, mejor dicho, los muy ricos. Y es que se trata de un tributo
especial que tendrán que pagar las personas que dispongan de una fortuna mayor
a los tres millones de euros, han leído bien, ¡tres millones de euros! Un
impuesto que ni siquiera afectará a todos los millonarios, es decir, aquellos
que disponen de más de un millón de dólares, que es lo que se entiende, en
rigor, por millonario y que en España son el tres por ciento de la población
adulta. Pero al presidente del Partido Popular, el moderado Feijóo, le preocupa
la injusticia que, a su juicio, supone que quienes cuenten con más de tres
millones de euros en su haber, unas 23.000 personas, tengan que pagar un nuevo
impuesto, aunque sea temporal y en esta coyuntura socioeconómica que estamos
atravesando.
Sin
duda que sean muchos o pocos los que tengan que pagar este nuevo tributo es lo
de menos, pues si se tratara de una injusticia, no digamos si se atentara
contra la dignidad humana, si se violaran derechos fundamentales, entonces sería
algo gravísimo aunque la víctima fuera un solo individuo. Pero ocurre que la
tamaña injusticia que encuentra Feijóo no se ve por ningún lado. Y es que el
hecho de que unos pocos, los más favorecidos en lo que al reparto de la riqueza
se refiere, hayan de contribuir algo más de lo que ya contribuyen a las arcas
públicas para favorecer el bien común, para mejorar las condiciones de vida de
los más desfavorecidos, se me antoja que es una cuestión de justicia mínima. Lo
que el Gobierno plantea es que quienes tengan entre tres y cinco millones
paguen el 1,7 por ciento; el 2,1 por ciento, quienes tengan entre cinco y diez
millones; y el 3,5 por ciento aquellos cuya fortuna supere los diez millones de
euros. Como se ve, a ninguno de ellos este nuevo impuesto le apeará de su condición
de millonario.
Sin
embargo, en España, casi el 30 por ciento de la población se halla en riesgo de
pobreza o exclusión social. Una cifra ya de por sí escandalosa que en Canarias
se incrementa hasta alcanzar casi el 40 por ciento. En más de una ocasión he
escrito que la sociedad justa, para ser realmente tal, sería aquella en la que
se diera una distribución igualitaria de la riqueza y del poder. Ello
implicaría, obviamente, la abolición de las clases sociales y que la democracia
liberal deviniera en democracia libertaria. Mas el socialismo contemporáneo,
democrático, hace ya tiempo que renunció a construir la sociedad sin clases y
aspira únicamente a redistribuir mínimamente la riqueza por la vía de los
impuestos, para que los millonarios sigan siéndolo, disfrutando de sus
privilegios, pero que los demás, sobre todo los más desfavorecidos, tengan
garantizado el respeto efectivo de sus derechos sociales, es decir, el acceso a
las mínimas condiciones materiales de existencia para llevar a cabo una vida
digna. Así que, por más que a Feijóo le parezca antiguo, hablar de ricos y
pobres aún es necesario, pues la desigualdad sigue siendo, hoy como ayer, el
principal de los problemas sociales.
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