lunes, 26 de septiembre de 2011

Palestina debe esperar


E
l presidente de Estados Unidos, Barack Obama, el mismo que hace un año propusiera como solución al conflicto entre Israel y Palestina la creación de un nuevo Estado con las fronteras de 1967, dejó bien claro el pasado miércoles, en la Asamblea General de las Naciones Unidas, que Palestina tendrá que esperar. ¡Y van ya más de 60 años de espera! Obama sigue reconociendo la legitimidad de la aspiración del pueblo palestino a contar con un Estado propio, pero insiste, contra las pretensiones del presidente de la Autoridad Nacional Palestina, Mahmud Abbas, en que la creación del nuevo Estado palestino no puede surgir de una votación en la ONU, sino que debe producirse como resultado de la negociación entre Israel y Palestina. Y para que nadie se confunda, el presidente estadounidense recalcó su compromiso ineludible con la seguridad del Estado de Israel.
            Obama pretende dar al mundo una imagen de neutralidad, pero la imparcialidad de la que hace gala consiste en la práctica en negar el derecho de los palestinos, toda vez que no presiona a Israel para que reconozca las fronteras de 1967, condición que exige Abbas para sentarse a negociar. Y así las cosas, las negociaciones siguen bloqueadas, mientras Israel es un Estado, miembro de pleno derecho de la ONU desde 1948, y Palestina no lo es. Y no lo es porque cuando en 1947 las Naciones Unidas propusieron la creación de dos Estados, uno judío y otro árabe, los palestinos se negaron. El tiempo ha revelado que fue un error estratégico, pero en aquel momento parecía lo más razonable. Y es que Palestina había venido reivindicando su independencia respecto del Imperio Británico desde 1919. Bajo el mandato británico comenzaron las oleadas de inmigraciones de judíos a Palestina, que en 1923 sólo constituían el 11 por ciento de la población. En la década de los años 30 se sucedieron numerosos incidentes y enfrentamientos violentos entre judíos y árabes; y ya en los primeros años 40 Estados Unidos y Gran Bretaña apoyaron abiertamente la resolución de la conferencia sionista de Nueva York que abogaba por la creación de un Estado judío en lo que a la sazón era Palestina. Finalmente, en 1947, la escalada de violencia es insostenible, Gran Bretaña anuncia su retirada de Palestina y las Naciones Unidas proponen la división del territorio y la creación de dos Estados: uno judío, Israel, y otro árabe, Palestina. Los palestinos se negaron y al año siguiente Israel proclamó su independencia de forma unilateral.
            De ese modo tan infausto judíos llegados de distintas partes del mundo fundaron el Estado de Israel al socaire de la conmoción producida por la barbarie nazi. Y no contentos con ello, en 1967 expandieron sus fronteras hacia lo que hoy se conoce como territorios ocupados. ¡Como si todo Israel no fuera un territorio ocupado! Desde entonces la historia no ha hecho sino repetirse: Israel campa a sus anchas en Oriente Próximo y la comunidad internacional da la espalda, una y otra vez, a los palestinos, como volvió a ocurrir en la última Asamblea General de la ONU. Mas aunque Israel naciera de forma espuria, lo cierto es que han pasado varias décadas desde su fundación y que no se puede negar a los israelíes que han nacido y vivido allí durante estos 63 años sus derechos. Y         ante esta situación, yo me pregunto si no sería más razonable para terminar con el conflicto, en lugar de dos Estados, la refundación de uno solo israelo-palestino, democrático y laico.

jueves, 23 de junio de 2011

¿Quién teme a los indignados?

C
onspiraciones de universitarios son bromas. Cuando los generales se ponen a conspirar ya es más serio. Y mucho más si conspiran con socios del Club Nacional”. Esto es lo que Cayo Bermúdez, el hombre encargado de realizar los trabajos sucios del Estado, le espeta a don Fermín, un potentado afín al régimen que, sin embargo, está involucrado en una conspiración contra el presidente en Conversación en la catedral, la magistral novela escrita por Mario Vargas Llosa en 1969.  Si traigo este pasaje a colación es porque no he podido evitar recordarlo al hilo de la escasa importancia que desde las instancias del poder político y del poder económico se le ha dado al movimiento 15 - M.
            Entre los indignados, obviamente, no se hallan los miembros de las cúpulas militares ni las élites económicas; tampoco es un movimiento estudiantil, ni tan siquiera un movimiento obrero: se trata de un movimiento social cuyos protagonistas mayormente forman parte de lo que se ha dado en llamar el precariado, una nueva clase social constituida por todos aquellos individuos abocados a vivir en condiciones de precariedad, con empleos temporales, bajos salarios, jornadas excesivas, sufriendo largas temporadas sin poder acceder a un puesto de trabajo, etc. Y aparentemente este precariado vendría a representar en la actualidad una amenaza tan poco importante para el establishment como la que los universitarios rebeldes representan para el poder en la novela de Vargas Llosa. Cosa distinta es lo que suponen para la democracia las élites económicas. Baste recordar la infame reunión mantenida por el todavía ZuperPresidente con los grandes empresarios españoles, con el banquero Emilio Botín a la cabeza, que bien pudiera ser considerada una conspiración no contra el poder ni mucho menos, sino contra la ciudadanía, que poco a poco ve cómo sus derechos le están siendo arrebatados en lo que constituye un ataque en toda regla al Estado de bienestar y cuyas víctimas primeras son, precisamente, los integrantes de ese precariado que se niega a seguir permaneciendo impasible  ante su utilización como mera mercancía.
            Desde el poder económico la única respuesta ofrecida a los indignados ha sido la indiferencia, acaso la mayor forma de desprecio, mientras la clase política ha oscilado entre la comprensión paternalista en tono jocoso y la crispación reaccionaria.  Entre estos últimos se encuentran algunos líderes del Partido Popular, como Esperanza Aguirre, que no ha dudado en asimilar el comportamiento de los indignados al mantenido por todos los precursores del totalitarismo que en la historia ha habido. Entre los paternalistas se lleva la palma el vicepresidente del Gobierno y ministro del Interior, Alfredo Pérez Rubalcaba, Alfredo para la militancia soecialista, quien en un nuevo alarde de cinismo señalara hace unas semanas que de tener 25 años estaría también en la Puerta del Sol. Pero como tiene bastantes más y además es responsable de la seguridad del Estado, se dedica a permitir, si es que no a ordenar, la brutal represión contra los indignados que reclaman sus derechos de plena ciudadanía. ¿Será que la movilización del precariado supone una amenaza para el poder mayor de lo que parece?

jueves, 9 de junio de 2011

A vueltas con la sociedad del miedo

E
n alguna otra ocasión me he referido a que lo característico de las sociedades democráticas en el siglo XXI es el miedo, en el sentido de que los ciudadanos viven en un continuo estado de alarma debido a que se sienten permanentemente amenazados por algún peligro real o ficticio. Ejemplo de ello es el miedo, más bien infundado, a contraer alguna enfermedad extraña y letal que se ha instalado de forma generalizada en diversas ocasiones desde la última década del siglo pasado. Así, del miedo a contraer el mal de las vacas locas pasamos a temer al virus de la gripe aviar. Esta última enfermedad se tornó mucho más amenazante en el invierno del año pasado, cuando gracias a la Organización Mundial de la Salud (OMS) y a los medios de comunicación se generó una alarma social a todas luces excesiva. Y el último episodio en cuanto al miedo a las patologías lo estamos viviendo en estos días a propósito de la bacteria Escherichia coli, que ya se ha llevado por delante a 17 personas.
            Mas si preocupante es el miedo generalizado a contraer alguna enfermedad, mucho más lo es el miedo a sufrir algún atentado terrorista con el que vivimos desde que se produjera el ataque a las torres gemelas. Desde entonces, los diferentes gobiernos no han escatimado esfuerzos en su tarea de recortar los derechos individuales de los ciudadanos ante la pasividad de los mismos. Además, bajo el pretexto de la lucha contra el terrorismo, se bombardeó e invadió Afganistán con el beneplácito de la ONU, la aprobación de los dirigentes políticos y el asentimiento de las poblaciones de los países democráticos; se llevó a cabo la guerra contra Irak, aunque en esta ocasión sí hubo una contestación social a escala mundial; se instaló el campo de torturas de Guantánamo y Estados Unidos configuró una red de cárceles secretas repartidas por diversos países del mundo donde torturar a presuntos terroristas.
            La última entrega de este esperpento la recibimos hace unas semanas cuando Estados Unidos anunció que había acabado con la vida de Osama Bin Laden en Pakistán. Tal acción de terrorismo de Estado no sólo no fue criticada por constituir un flagrante ataque al Estado de derecho, sino que fue aplaudida por los líderes europeos, entre ellos nuestro todavía ZuperPresidente. Tan sólo unos días más tarde nos enteramos por La Provincia de que durante varios años vivió entre nosotros, en el barrio de Las Alcaravaneras de la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria, un supuesto correo de Bin Laden; esta misma semana fue detenido en Maspalomas un marroquí al que se acusa de captar a jóvenes para convertirlos en terroristas. Y ante esta situación uno ya no sabe a qué temer más, si a que se vuelva a producir un atentado como el del 11-M, o a que a los epígonos de Rambo les dé por presentarse en el barrio pegando tiros con la excusa de librarnos de un peligroso terrorista.

sábado, 21 de mayo de 2011

Un viejo artículo para ¿nuevos? tiempos

Bajo el título "Yo me abstengo", publiqué en la revista Anarda el artículo que sigue en mayo de 2003, aunque bien pudiera haber sido escrito ayer. Es por ello que lo traigo a este espacio y les pido disculpas de antemano. Y es que hay cosas que no parecen cambiar.

L
a abstención parece haber sido la auténtica protagonista en las últimas citas electorales acaecidas en estas islas ultraperiféricas, en España y en muchas de las democracias occidentales. Tanto es así que me pregunto si no deberían repartirse los escaños atendiendo no sólo a los votantes sino también a los no votantes, es decir, si los porcentajes deberían ser sobre el total de los ciudadanos con derecho a voto y no sólo sobre el número de los que lo ejercen. Y es que, aunque puede resultar esperpéntico, al menos de esta forma se tendría siempre presente qué porcentaje de la población ha elegido realmente a los legítimos representantes, para que no se olvidara nunca que incluso las mayorías absolutas son siempre elegidas nada más que por una minoría, la más amplia quizá, pero minoría al fin.
            Sea como fuere, a nadie debe extrañar demasiado que la ciudadanía se muestre cada vez más reacia a interpretar su papel en el gran teatro de las elecciones, ya que lo que sectores cada vez más amplios de la sociedad están demandando es poder participar activamente en los ámbitos de decisión política. Por ello, cuando se tacha de irresponsables a quienes se niegan a votar, cabría al menos cuestionarse si no es ésta la manera más coherente de protestar por parte de quienes consideramos que el orden normativo vigente es ilegítimo por ser impuesto –la elaboración de las normas corresponde a los representantes, que no sólo se hallan totalmente desvinculados de los representados, sino que se ven determinados por los denominados poderes fácticos- y, en consecuencia, no queremos participar en la legitimación del mismo. 
            Podrá argüirse que de esta manera no se contribuye en nada a la transformación de este sistema, pero lo cierto es que, si de actuar conforme al pragmatismo se trata, ya me dirán ustedes para qué sirve votar: vivimos en un mundo en el que los partidos representan su papel en la gran función de la democracia a sabiendas de que aun si llegan a instalarse en el poder no gozarán de la autonomía necesaria para gobernar, pues es el capital el que dicta cuáles son las actuaciones políticas que se deben llevar a cabo, aunque tampoco parece que a los políticos eso les moleste demasiado... más bien se diría que existe una confabulación entre ambos. 
            En cualquier caso, la farándula electoral ya está en marcha y los políticos afrontan la recta final en la carrera por hacerse con un puesto relevante, unos más y otros menos, para los próximos cuatro años. En medio de este alboroto que nos acosa por doquier, parece haber un consenso para que nadie haga lo que dice que hay que hacer, o viceversa: acuerdan no utilizar la inmigración como reclamo electoral y todos lo hacen; a falta de auténticas diferencias ideológicas y programáticas de envergadura -son todos tan parecidos que llevan años luchando por hacerse con el centro, que por lo visto es la mejor lanzadera para conseguir sus objetivos- se dedican a descalificar no ya los programas de los demás partidos sino a sus integrantes, como si quisieran reclamar al electorado el voto por eliminación de los contrincantes y no por méritos propios; la anteprecampaña, la precampaña y la campaña –ya sólo falta que inventen la postcampaña- se convierten en un cruce de declaraciones que a veces alcanza cotas de surrealismo tales que lleva a los dirigentes de algunas fuerzas políticas a arremeter contra miembros de su misma formación; en suma, ningún partido es el que dice ser en su obsesión por alcanzar el poder: los populares, más impopulares que nunca, nos demuestran a diario que por muy centrorreformistas que se definan siguen siendo la derechona de siempre que anda viendo comunistas y rompeespañas por todas partes; los nacionalistas no quieren saber nada de soberanía y están comodísimos con su antítesis ideológica; los socialistas hace tiempo que abandonaron el socialismo y en las Islas, aunque no quieran hablar de pactos hasta después del 25-M, ya han anunciado que todos son pactables; los otros nacionalistas, tras las purgas realizadas, presentan como principal valor la venganza por los mil puñales clavados en la espalda; y los demás partidos abrazarán las mismas formas, si no lo han hecho ya, a poco que dejen de ser minoritarios. Yo me abstengo.

viernes, 20 de mayo de 2011

En defensa de la dignidad

E
l pasado domingo miles de ciudadanos, en su mayoría jóvenes, salieron a la calle en las principales ciudades españolas para mostrar su indignación frente a los poderes económico y político y con respecto a cómo se ha venido gestionando la crisis por las autoridades (in)competentes. Bajo el lema “No somos mercancía”, la plataforma Democracia Real Ya convocó a todos los indignados a mostrar su disconformidad y ello ha derivado en una serie de concentraciones permanentes que constituyen lo que se ha dado en llamar el movimiento 15 de mayo, el cual ya ha suscitado la reacción de las principales fuerzas políticas y de los medios de comunicación. Así, mientras los partidos políticos que dicen ser de izquierdas hacen guiños a los disidentes, la derecha no ha cejado en su empeño por deslegitimar esta iniciativa, y sus medios afines, que en principio se resistieron a hacerse eco de las protestas, han terminado por arremeter contra estos defensores de la dignidad.
            Aunque algunos críticos con el movimiento señalan que las protestas no conducirán a nada, lo cierto es que el asunto ha trascendido las fronteras españolas y ha sido recogido por diversos medios internacionales. Es el caso del diario norteamericano The Washington Post, que habla de “revolución española”. Quizás el término revolución pueda resultar un tanto exagerado, pero desde luego no creo que se pueda decir con fundamento que el movimiento no va a servir para nada. Y es que, de entrada, ha servido para abrir el debate en torno al modelo de democracia que tenemos, el cual, desde el punto de vista de los integrantes del movimiento y de quien suscribe, adolece de graves problemas de legitimidad. Pues si la democracia se basa en el principio de soberanía popular según el cual sólo los ciudadanos tienen la potestad para elaborar las leyes que luego habrán de cumplir, parece claro que nuestro sistema representativo tiene  un serio déficit, ya que no sólo la distancia entre los representantes y los ciudadanos es excesivamente grande, sino que el propio Gobierno reconoce que las leyes que elabora y aprueba después el Parlamento, así como buena parte de las medidas que toma, son en realidad exigencias de los mercados.
            Así las cosas, sobran razones para que nos sintamos indignados. No se trata sólo de que la denominada generación perdida tenga derecho a exigir un futuro. Se trata de que todos los individuos exijamos que se nos reconozca nuestro legítimo derecho a la plena ciudadanía. Ciudadanía que habrá de ser política, con el consiguiente derecho a participar en la vida pública, en la toma de decisiones que nos afectan, pero también económica y social, pues no es posible ejercer los derechos civiles y políticos cuando no se disfruta en las mismas condiciones del acceso a los recursos. Es por ello que si nos tomamos la democracia en serio debemos luchar por la conquista de la efectiva distribución igualitaria de la riqueza y del poder, que, a mi juicio, es en lo que ha de consistir la lucha por la dignidad que los protagonistas del movimiento 15 de mayo defienden.