jueves, 3 de mayo de 2012

Añoranza


Llegó a Madrid una tarde de otoño, a finales de septiembre o principios de octubre. Traía consigo una mochila en la que había metido toda la ropa de abrigo que había podido conseguir en Las Palmas y algunos libros -novelas y poesía fundamentalmente- con los que junto a las dos o tres casetes de autores canarios pensaba que iba a poder combatir la añoranza. No sabía ella todavía que la añoranza de las islas no se puede combatir con nada, sino que simplemente se siente y se sufre y se llega a soportar aunque nunca se consiga superar del todo. Por otra parte, tampoco había decidido  irse a estudiar a Madrid pensando en que iba a echar mucho de menos su tierra, antes bien, todo lo contrario. Estaba harta de Las Palmas: a sus veinte años la isla se le hacía chica; el mar, sin dejar de ser estimulante, la estaba ahogando; la sangre le fluía por todo el cuerpo y le pedía salir de allí, buscar nuevas experiencias, nuevos horizontes y, sobre todo, nuevas gentes. Sentía simplemente, con la inocencia y la pasión propias de la juventud, ansias de libertad.
Así que cuando aquella tarde otoñal llegó a Madrid, lo hizo con el talante de quien cree estar en disposición de comerse el mundo. En cuanto se instaló en la residencia de estudiantes salió a la calle y estuvo horas y horas deambulando sin rumbo fijo, contemplando los escaparates, las librerías, los cafés, las tiendas de discos... todo era tan nuevo para ella. Incluso el triste color gris propio de la contaminación y de la época del año que rezumaba el ambiente le resultaba fantástico; los árboles lánguidos, sin hojas, que recordaban más a la muerte que a la vida, también se le antojaban maravillosos, tal era el estado de ánimo en que se encontraba.
         Supongo que fue esa jovialidad lo que me atrajo de ella. Cuando la miraba era como si me enfrentara a un espejo que reflejara mi pasado. Doce años atrás yo también había llegado a Madrid un día del color del plomo, el mismo que empiezan a tener mis cabellos, impaciente por conocerlo todo, por beberme la vida en un instante. Recuerdo que a mí también me agobiaba la isla y que tampoco podía imaginar entonces cuanto echaría de menos Canarias. Nunca renegué de mis orígenes isleños pero ansiaba hasta la exasperación llegar a espacios más abiertos. Con el tiempo, después de muchas tardes de frío y lluvia sobrellevadas a fuerza de beber café y lágrimas, sin más compañía que un gato y mis libros, comprendí que la tragedia del ser canario consiste en que mientras estamos en las islas nos vamos sintiendo paulatinamente atrapados y desesperamos por partir, pero al poco tiempo de vivir fuera somos víctimas de la añoranza de la tierra, del sol y del mar, y sobre todo, de la gente. 
         Aún recuerdo perfectamente el día que la conocí. Yo estaba pasando lista en clase, lo habitual en los primeros días del curso, cuando identifiqué su nombre como algo cercano. “Guacimara Robayna”, leí en voz alta y ella al responder me dirigió una mirada cómplice de canariedad compartida. Ahí estaba, sin haber perdido aún el moreno característico de su piel, desafiante, irradiando aquella falsa seguridad con la que trataba de disimular su natural timidez. 
          Supongo que ella también se sintió atraída por mí porque era la única persona que le resultaba familiar en aquella ciudad tan nueva y desconocida, y porque, al fin y al cabo, yo también representaba, en cierta medida, la imagen de lo que Guacimara creía en ese momento que quería llegar a ser: acababa de cumplir treinta años y además de dar clases de literatura contemporánea en la universidad tenía dos novelas publicadas, aunque sin demasiado éxito, una de las cuales fue editada cuando yo aún era estudiante. Ella, aspirante a escritora como tantas otras, me admiraba. Debo reconocer que aproveché esta situación, aunque no de una manera intencionada, ni siquiera del todo consciente, para seducirla. 
        Lo cierto es que desde los primeros días del curso se estableció entre ella y yo una relación de empatía, que con el tiempo se transformó en amistad, y posteriormente en auténtico amor, al menos por mi parte. No le reprocho nada porque tengo la certeza de que aunque en el fondo nunca me amó, se había convencido de que estaba locamente enamorada de mí, cuando lo que realmente le fascinaba era mi obra, incluso mi vida, pero no yo. Hoy, desde la objetividad que proporciona la distancia, reconozco que siempre lo sospeché pero nunca quise reconocerlo, porque a quién no le gusta que le admiren. Cuando en clase disertaba sobre alguno de los autores de los que luego, en la intimidad de mi casa, compartíamos apasionadas lecturas, notaba cómo se esforzaba en disimular la admiración que me profesaba.
           Recuerdo qué cortas se nos hacían las largas noches del invierno de Madrid. Yo le leía fragmentos de novelas, también de poemas de mis autores preferidos y ella no se cansaba de leerme páginas de mis propios libros. En alguna que otra ocasión nos sorprendimos evocando imágenes de nuestras islas, entonando canciones de autores canarios, incluso de temas folclóricos. Aquellas veladas literarias solíamos terminarlas haciendo el amor. Aún tengo impregnado el sabor de su boca, la frescura de sus besos, el olor de su cuerpo. Después de amarnos intensamente yacíamos durante varias horas en la cama y yo me dormía jugando a enredar los caprichosos rizos de su pubis entre mis dedos.
         Una de aquellas noches en las que habíamos quedado para compartir amor y literatura ella trajo consigo el manuscrito de la novela que había estado escribiendo desde antes de que nos conociéramos. Yo ya sabía algo de su proyecto literario porque me lo había comentado, mas hasta ese momento no había consentido en dejármelo leer. Decía que nadie lo leería hasta que no estuviera terminado, pero que en cuanto lo concluyera yo sería la primera persona en leerlo. Y así fue, aquella noche se presentó en mi casa tan excitada que apenas tuve tiempo de hablar con ella: me entregó el manuscrito y me pidió por favor que lo leyera despacio, con frialdad, y que cuando terminara emitiera un juicio objetivo, que no me dejara influir por mis sentimientos hacia ella. Después me besó, dio media vuelta y se marchó.  
         Invertí toda la noche en leer su novela y justo cuando empezaba a clarear acabé de leerla. Un bodrio. La historia que contaba no era del todo mala, aunque a mí, francamente, no me atraía en absoluto. Por lo demás estaba muy mal escrita, con un estilo pésimo y un lenguaje muy poco fluido. La verdad es que no entendía cómo una criatura tan apasionada, fresca y espontánea podía haber escrito algo así, de un aburrimiento tal que si no llego a saber quién era su autora jamás habría finalizado su lectura. Durante el resto de la semana no supe nada de ella, ni siquiera apareció por clase para darme tiempo a elaborar mi crítica. Yo era plenamente consciente de lo importante que era para Guacimara mi opinión, con lo que me encontraba ante un gran dilema moral. Finalmente se presentó en mi casa por sorpresa y yo me vi en la obligación de decirle lo que de verdad pensaba de su obra, aunque casi me doliera más a mí que a ella. Le dije que no tenía el talento necesario para ser escritora pero que eso no debía preocuparla demasiado, que había muchísimas maneras de disfrutar de la literatura, incluso de dedicarse a ella profesionalmente, sin escribir. No fui nada convincente, ella se fue deshecha y yo la perdí para siempre.
           Aunque a nivel personal considero que fue un acierto mostrarle mi sincera opinión, no cabe duda de que ése ha sido el mayor error de toda mi carrera. Ella es hoy Guacimara Robayna, la joven escritora que está de moda en los círculos literarios y editoriales gracias a su recién publicada novela Un paseo por Madrid, y yo sigo siendo una lúgubre profesora de literatura en la universidad, dedicada a la crítica literaria por no haber sabido conquistar al público con sus novelas y poemarios. Las noches han vuelto a ser extremadamente frías y largas y ya nadie me brinda su calor a cambio de mis lecturas. Tan sólo mi viejo gato se duerme sobre mis pies y es a él a quien, de vez en cuando, leo poemas que yo misma escribo, y siempre me responde con un cálido ronroneo que mitiga la ausencia de los otrora abundantes susurros de amor al oído[1].


[1] Publicado por primera vez en la revista Anarda, nº 40, Las Palmas de Gran Canaria, Canarias Siglo XXI, 2002.
  . 








viernes, 27 de abril de 2012

Beteta, el trabajo y la vida



D
ecía el viejo Aristóteles que todo lo que forma parte de la realidad tiende por  su propia naturaleza a la realización de su telos, su fin último, de ahí que el Estagirita afirmara que lo que define a los seres, sean cuales fueren, es la actividad que llevan a cabo y la función que desempeñan, de lo que se desprende que las personas son antes lo que hacen que cualquier otra cosa, pues también los hombres quedarían definidos por su actividad. Por su parte, Marx, veintiún siglos más tarde, insistió en que el trabajo es lo que verdaderamente define al ser humano, ya que a su juicio lo que realmente distingue al hombre del resto de los animales no es la conciencia ni ninguna otra facultad, sino el hecho de que tiene que producir él mismo sus bienes de subsistencia. El trabajo es pues para Marx algo inherente a la naturaleza humana hasta el punto de que éste considera que los hombres son, en realidad, lo que producen y, por supuesto, el modo cómo lo producen.
            Supongo que no hace falta llegar tan lejos, pues ciertamente hay vida más allá del trabajo, o al menos debería haberla, para reconocer que el trabajo desempeña un papel fundamental en nuestras vidas. Algo que, parece ser, no lo tiene en cuenta uno de los integrantes del gobierno de los moderados, Antonio Beteta, secretario de Estado de Administraciones Públicas, quien apenas hace unas semanas señalaba: “Debemos trabajar como chinos para vivir como españoles”. Y es que lo que distingue a los trabajadores españoles de los chinos no es, Beteta dixit, que los chinos no dispongan de los mismos derechos laborales que los españoles, sino su cuasi infinitamente mayor eficiencia. De ahí que el flamante secretario de Estado de Administraciones Públicas abogue por que los trabajadores españoles abandonen esa fea costumbre de leer el periódico, no vaya a ser que se informen más de la cuenta, y tomarse el cafelito en mitad de la jornada laboral. ¡Como si en España los trabajadores se pasaran las ocho o diez horas de trabajo diario tomando café y leyendo la prensa!
            No sé si el moderado de marras ha leído alguna vez a Marx, pero supongo que, en cualquier caso, las obras del más relevante de los pensadores socialistas del siglo XIX no se encuentran entre sus preferidas. Mas haría bien Beteta en prestar atención a las advertencias de Marx, pues marxistas o no, creo que todos debemos reconocer que si los españoles trabajan como chinos, sencillamente, es imposible que vivan como españoles: si se trabaja como un chino se vive como un chino, porque fundamentalmente la vida es, ¡ay!, el trabajo. Y si hacemos caso al filósofo griego con el que comenzábamos este artículo, siquiera sea por esta vez, y concedemos que las cosas son en buena medida la actividad que realizan y la función que desempeñan, entonces debemos preguntarnos qué será exactamente un secretario de Estado de Administraciones Públicas. 

sábado, 31 de marzo de 2012

Piquetes empresariales


T
ranscurrió la jornada de huelga general y, como era de esperar, hay disparidad de opiniones en lo que al porcentaje de trabajadores que la secundaron se refiere: para las organizaciones sindicales el seguimiento fue masivo y para los empresarios y el Gobierno, que en esto van de la mano cual matrimonio bien avenido, la jornada de paro constituye el último fracaso de los sindicatos de clase. Pero si el seguimiento de la huelga es siempre difícil de determinar, lo que parece incontestable, a la luz de las multitudinarias manifestaciones de protesta contra la reforma laboral, es que la ciudadanía no está dispuesta a seguir permitiendo que se recorten sus derechos sin ni siquiera protestar. Y es que, independientemente de la utilidad de la huelga para conseguir que el Gobierno dé marcha atrás, la movilización social bien se puede considerar como un éxito en sí misma, pues lo que no parece de recibo es que asistamos impasibles al recorte de derechos: el 29 de marzo hubo contestación social, y mucha; los trabajadores que fueron a la huelga perdieron su jornal, pero ganaron en dignidad.
            Pero por más que podamos considerar un éxito la jornada de protesta, lo cierto es que algunos trabajadores no acudieron a la convocatoria, y puesto que son sus derechos los que están en juego, debemos preguntarnos por qué un sector de la clase trabajadora decide asistir a su puesto de trabajo cuando hay convocada una huelga general. Las razones seguramente son múltiples y no hay que descartar, por insolidario que ello resulte, que haya quien no esté dispuesto a que se le descuente de su nómina ni un solo euro aunque tenga claro que la reforma laboral supone un claro retroceso social. Tampoco debemos desestimar que quienes tienen unos salarios miserables sencillamente no se hayan podido permitir, la economía, siempre la economía, que les descuenten nada a su ya exiguo sueldo. Y qué decir de los que tienen trabajos temporales, para quienes cada jornada laboral tiene un valor infinito. Incluso es seguro que algunos de los que no se sumaron al paro sencillamente piensan que la reforma es necesaria para crear empleo o, cuando menos, consideran plausibles las razones del Gobierno. Como también habrá quien no haya secundado la huelga por estar en contra de los sindicatos mayoritarios, o de los sindicatos en general.
            Sea como fuere, todas estas razones no explican por sí solas que la convocatoria no fuera más masiva de lo que fue, ni que el seguimiento de la misma sea mayor en el sector público, el que menos se juega, que en el privado, ni que Canarias, con más de un 30 por ciento de desempleo y un 27,5 por ciento de pobreza relativa, sea la comunidad autónoma en la que hubo un menor seguimiento de la huelga. Lo que nos lleva a pensar que acaso la razón de más peso para explicar por qué precisamente los trabajadores más vulnerables son los que menos secundan el paro tenga mucho que ver con la coacción empresarial y el caciquismo aun existente en estas ultraperiféricas islas. Y es que, por más que tan respetable sea el derecho a acudir al trabajo como a ejercer la huelga, lo cierto es que todos sabemos lo que hace el Gobierno para garantizar el derecho a ir a trabajar de los que no secundan el paro, pero seguimos sin saber qué hace para proteger a los que quieren ir a la huelga y no pueden por miedo a los piquetes empresariales, que también existen.

Paranoia


La ciencia no nos ha enseñado aún si la locura es o no lo más sublime de la inteligencia
                                                                                                                                                      E. A. Poe.

I
Hace diez años que ingresé en este hospital psiquiátrico, a pesar de que soy una persona totalmente cuerda, a causa del capricho de unos incompetentes. Fui educado en la creencia de que la justicia siempre prevalece y que, salvo excepcionales casos de corrupción, los jueces son personas honestas y aun cuando no lo son, el propio sistema jurídico, que es siempre superior a los individuos encargados de administrar la justicia, está dotado de los recursos suficientes para restablecer el orden y colocar a cada quien en el lugar que le corresponda, de tal forma que los ciudadanos honrados estaremos siempre al amparo de la justicia. A pesar de la educación recibida, he de decirles que desde hace bastante tiempo he perdido la confianza en la protección que el sistema de derecho brinda al ciudadano, sobre todo a raíz del vejatorio trato recibido por mi persona. Por si fuera poco, esta situación se ha prolongado durante diez años, y lo que es peor aún, no tiene visos de ser solventada. Así, pues, dadas las circunstancias, el único consuelo que me queda es contar mi historia a todos aquellos que quisieran escucharla, ya que los médicos de este centro no parecen mostrar el menor interés, razón por la cual he decidido escribirla para que puedan juzgar ustedes, queridísimos lectores, si soy o no merecedor de este enclaustramiento. Si no lo he hecho antes es porque durante todo este tiempo no se me ha permitido escribir.
            Mi nombre es Jaime del Bosch y soy escritor. Nací hace treinta y dos años en el seno de una familia acomodada. Inicié mi educación en el mejor colegio de la ciudad y posteriormente mis padres me enviaron a Londres a un internado donde cursé los estudios de bachillerato. Siguiendo la tradición familiar, comencé a estudiar Derecho y concluí brillantemente los dos primeros cursos. Pero aquello no era para mí, así que abandoné la carrera para dedicarme a lo que realmente me gustaba hacer. Sí, desde niño me ha fascinado el arte de inventar y contar historias y quizás por ello me gané cierta fama de chico muy imaginativo, demasiado exagerado o incluso de incorregible mentiroso.
            Aquella decisión mía no fue bien recibida en el seno familiar. Mi padre se llevó un serio disgusto y trató de convencerme por todos los medios, cuando no de coaccionarme, de que siguiera con mis estudios y me dejara de pamplinas. Mas mi decisión era firme y estaba convencido de que triunfaría como escritor. Esta situación desembocó en una especie de guerra fría en el interior de mi casa entre mi padre y yo; nos evitábamos mutuamente y no nos dirigíamos la palabra más que lo estrictamente necesario. Para ser franco, debo decirles que en realidad este ambiente tenso no afectaba para nada al resto de la familia, ya que mis hermanos, todos menores que yo, estaban en una edad en la que sus preocupaciones giraban en torno a otro tipo de cuestiones. Tan sólo mi madre estaba realmente preocupada. Ella fue la que desde un principio, quién si no, me brindó todo su apoyo y actuó como intermediaria entre mi padre y yo.
            Durante algunos meses asistí a cursos sobre creación literaria y al cabo de un año comencé a escribir mi primera novela, la cual había ido yo esbozando al tiempo que acudía a los cursos mencionados. A lo largo de seis meses trabajé sin parar en esa novela. Para ese entonces mi padre cobró conciencia de que lo mío no era un capricho y nuestras relaciones volvieron a ser cordiales. Mi madre, por su parte, se dedicó con esmero a colaborar conmigo en todo lo que estuviese dentro de sus posibilidades. Trabajamos muy duro durante aquellos seis meses, pero al fin, la novela quedó terminada. A pesar de la indudable calidad de la obra, debo reconocer que si conseguí que el director de una importante editorial la leyera, fue gracias a las influencias de mi familia. Pero lo cierto es que se quedó entusiasmado y después de realizar las debidas correcciones, mi primera novela salió a la luz. La baraja incompleta, como muchos de ustedes recordarán, fue un rotundo éxito. A ella le siguió una serie de novelas de estilo similar, o sea, de misterio, con las que conseguí consolidarme, por qué no decirlo, como el más destacado escritor nacional del género. Nunca olvidaré aquellos años en los que el éxito me tendió la mano. Acudía continuamente a fiestas en las que me codeaba con los mejores escritores del momento, asistía a tertulias en las que artistas e intelectuales comentaban sus últimos proyectos; en suma, fueron los mejores años de mi vida, a pesar de la infinidad de horas que le dedicaba al trabajo.
            Todo iba de maravilla hasta que comencé a escribir un nuevo relato en el que, sin apartarme del género de suspense que había caracterizado mis anteriores obras, quise incluir algunas dosis de realismo social y de crítica, al tiempo que pretendía darle cierta proyección filosófica. Fermín: Historia de un muchacho de barrio iba a titularse este relato, y digo iba porque nunca logré terminarlo.

II

Fermín era un chico de dieciséis años que se había criado en uno de tantos barrios periféricos de la ciudad. Su madre era limpiadora y no tenía padre, al menos el nunca lo conoció. Era un muchacho delgado, de piel morena y cabello rizado a la altura de las orejas; sus ojos castaños denotaban cierta agilidad mental igual que su rápido andar, pero aquella mirada también expresaba una profunda tristeza.
Fermín había abandonado la escuela a los once años y desde entonces se pasaba el día correteando por las calles del barrio. Ahora, como tantos otros chicos de su edad, fumaba heroína. Por ello bajaba todos los días al centro de la ciudad para apostarse en una de aquellas calles atestadas de tráfico, su calle, e indicarle a los conductores dónde podían estacionar sus vehículos al tiempo que se les ofrecía para limpiarles los cristales o lavarles sus respectivos automóviles. Allí pasaba toda la jornada para al atardecer regresar a su barrio y “fumarse” todo el dinero conseguido, y de esta manera se le iba yendo la vida.
            Una noche que volvía del centro después de haberse pasado todo el día trabajando, porque aquello en realidad era un trabajo, se tropezó con dos tipos del barrio que pretendían robarle su dinero. Fermín no se amedrentó, sacó la navaja que llevaba siempre consigo y se la enterró en el vientre al primero de los asaltantes; el otro, al ver a su compañero muerto en el suelo, salió huyendo.
            - Lo siento mucho Jaime pero me niego a matar a nadie.
            - ¿Cómo dices?
            - Digo que yo nunca llevo navaja, que aunque viva en un barrio periférico yo no consumo heroína, tengo veintitrés años no dieciséis y estudio en la universidad, porque aunque mi madre sea limpiadora he obtenido una beca que me cubre los gastos, y no estoy dispuesto a matar a nadie y arruinar mi vida después de lo que me ha costado llegar a tener esta oportunidad, sólo para que tú vendas una estúpida novela.
            - Tú eres mi creación y harás lo que yo diga. No puedes rebelarte porque careces de voluntad, ni siquiera existes, eres sólo un producto de mi imaginación.
-          Es posible que yo no exista pero, ¿qué te hace pensar que tú sí existes?

      III


No podía creérmelo. Mi propio personaje ya no era como yo lo había creado, se enfrentaba conmigo y encima me insinuaba que tal vez yo no fuera más real de lo que lo era él. Interrumpí mi relato y decidí tomarme un par de días libres para reflexionar. Pensé que tal vez debería darle otro enfoque a la novela. Al cabo de una semana, más calmado, retomé el manuscrito y lo releí con la esperanza de que las últimas frases se refirieran a la pelea entre Fermín y los dos atracadores, pero no, aquel estúpido diálogo entre mi personaje y yo estaba aún allí. Seguramente pensarán que si tanto me angustiaba aquel diálogo lo más fácil hubiera sido suprimirlo sin más, pero aunque parezca increíble, había algo superior a mí, algo que no podría describir, pues ni siquiera yo sabía exactamente qué era, que me lo impedía. Por si no bastara con eso, esa especie de fuerza ajena a mí me empujaba a seguir escribiendo.

IV

 

            - Noto que esta semana de vacaciones no ha servido para calmar tu ansiedad.- dijo Fermín.

            - ¿Y tú cómo sabes eso?

           - Igual que tú lo sabes todo sobre mí yo lo sé todo sobre ti. De hecho he estado hablando con Pedro y me ha contado la sarta de mentiras que has ido diciendo por ahí.
            - ¿Se puede saber quién es ese Pedro?
            - Pedro es precisamente quien tú sospechas. Se puede decir que su relación contigo es más o menos la misma que tú creías tener conmigo. A él le debo el haber podido cambiar la mezquina vida que tú me tenías reservada. Ahora, si me lo permites, voy a narrarles a aquellos que tú llamas tus queridísimos lectores, la realidad de tu mísera existencia.
            Jaime del Bosch nació, ciertamente, en el seno de una familia acomodada. Su padre, Miguel del Bosch, es un importante hombre de negocios mientras que su pobre madre murió en el momento de dar a luz a Jaime. Se llamaba Claudia Borjas y era escritora. El ser huérfano de madre y el hecho de que su padre tuviera que pasar la mayor parte del tiempo fuera de su casa por razones profesionales fueron las razones por las que Jaime estudió en un internado. Nunca tuvo hermanos, pues él era el primogénito y su padre no volvió a casarse.
            Al terminar los estudios de bachillerato ingresó en la Facultad de Derecho, pero no para seguir ninguna tradición familiar, ya que como acabo de contarles, su padre no era abogado sino un hombre de negocios.
            Cuando llevaba cursados los dos primeros años de la carrera sufrió su primera crisis nerviosa, por lo que hubo de estar apartado de los estudios durante un año. Poco después de reincorporarse, aparentemente recuperado, comenzó a alardear delante de sus compañeros de ser escritor y de codearse con los más importantes artistas e intelectuales del país. Fue este hecho lo que motivó que su padre lo instara a que siguiera visitando al psiquiatra que lo había tratado anteriormente y por lo que, finalmente, hubo de ingresar en el hospital psiquiátrico después de casi haber matado a su padre de una paliza, acusándolo de querer acabar con su carrera como escritor.

V


Aquel relato mío no logré terminarlo debido a que fui víctima de una crisis existencial. Debido a esta depresión comencé a visitar al doctor Cifuentes, un prestigioso psiquiatra amigo de la familia. Lo visitaba una vez por semana y en las primeras sesiones nos dedicamos a repasar la historia de mi vida, que por lo demás ya él conocía.
            Tras estas primeras consultas comenzamos a abordar más directamente mi problema. Le comenté que había sido el intentar escribir el relato de Fermín lo que me había conducido a caer en el abismo de la depresión.
            - ¿Por qué piensas que ese relato ha sido el detonante de la crisis?.- me preguntó el doctor Cifuentes al escuchar mi comentario.
            - Verá usted, doctor. En ese relato quise yo plasmar la inseguridad del ser humano ante su propia existencia, reflejar la angustia existencial que todo sujeto sufre alguna vez. Por ello planteé la posibilidad, mientras dialogaba con Fermín, de que yo mismo no fuera más real de lo que lo era él, la posibilidad de que mi ser no existiera sino como producto de la imaginación de otro ser superior a mí.
            - ¿Y bien?
            - Hubo un momento en que llegué a estar convencido de que yo no era yo, sino el personaje de una novela y que el cambio producido en mi personaje no era obra de mi voluntad como escritor, sino que respondía a la voluntad de ese otro ser superior a quien yo debía mi efímera existencia. Es por eso que solicité su ayuda, para recobrar la confianza en mí mismo, en que yo existo.
            Al principio todo iba bien con el doctor; juntos conseguimos que yo me volviera a autoafirmar como persona, pero luego todo cambió. Por alguna razón que no alcanzaba a comprender, el doctor Cifuentes y mi padre se empeñaron en hacerme creer que yo no era escritor, que La baraja incompleta nunca había existido, ni ninguna de las demás novelas con las que, como ya expuse más arriba, logré consagrarme como el mejor escritor nacional de novelas de misterio.
            No lograba entender por qué el doctor Cifuentes, después de ayudarme a superar mi crisis, tomó la determinación de que, si bien era cierto que mis dudas acerca de la posibilidad de no ser más que el fruto de la imaginación de una conciencia externa habían desaparecido completamente, aún no había quedado del todo resuelto mi problema de identidad.
            Empezaron a decirme que la historia de mi vida no era la que yo creía recordar, sino precisamente la que yo había hecho contar a Fermín en aquel maldito relato, que según ellos tampoco existía.
            Primeramente me sentí confuso, pero luego fui vislumbrando lo que en realidad estaba ocurriendo. A mi padre nunca le hizo gracia que yo me hiciera escritor. Recordarán ustedes que cuando decidí dedicarme a escribir mantuvimos un fuerte enfrentamiento y que fue mi madre, la que ahora ellos se empeñaban en afirmar que murió en el momento de nacer yo, la única de mi familia que me apoyó.
            Al alcanzar la fama él aparentó reconciliarse conmigo y yo le creí. Ése fue mi error. En el fondo de su ser sentía unos celos insoportables de mí debido a mi triunfo. No soportaba que con mi éxito lo hubiese relegado a un segundo plano en el interior de mi familia, y el muy astuto aguardó pacientemente su oportunidad. Cuando sufrí la crisis sobornó al doctor Cifuentes para que trastornara mi personalidad.
            Al comprender lo que había sucedido me enfurecí tanto que fui directamente al despacho de mi padre para exigirle explicaciones. El muy hipócrita no sólo lo negaba todo sino que mantenía una actitud hacia mí como la del que siente lástima al escuchar las incongruencias de un demente. Eso me enfureció aún más y comencé a golpearle hasta dejarlo inconsciente. En ese momento salí corriendo hacia casa en busca de mi madre, pero no la encontré. A las pocas horas vinieron a detenerme y por orden judicial ingresé en el hospital psiquiátrico, gracias a la eficiente labor del doctor Cifuentes.
            Ahora ya conocen ustedes mi historia y por qué me encuentro encerrado tan injustamente. Durante estos diez años no he recibido ni una sola visita, amén de las del fariseo de mi padre, a quien, como ustedes comprenderán, no he consentido en ver. No entiendo cómo es que mi madre no ha venido nunca a verme; supongo que no sería capaz de soportar verme aquí encerrado. La echo muchísimo de menos y, sin embargo, hace tanto tiempo que no la veo, que ni tan siquiera logro recordar su rostro[1].



[1] Publicado por primera vez en la revista Disenso, nº 36, La Laguna, Sociedad de Estudios Canarias Crítica, 2002. 

sábado, 24 de marzo de 2012

Vampiros


“La boca (...) tenía una expresión cruel y los dientes, relucientes de blancura, eran extraordinariamente puntiagudos, avanzando de manera muy prominente sobre los labios (...) color rojo escarlata”
                                                                                                                                                      B. Stoker.

La historia que voy a contarles sucedió una cálida noche en el verano de mil novecientos ochenta y siete. En aquellos años yo era joven y no tenía un trabajo estable, así que dedicaba mi tiempo a elaborar ensayos que casi nunca terminaba, o que, cuando lo hacía, nadie se interesaba en publicar. Pero lo que realmente me gustaba hacer por aquel entonces era salir por las noches con un par de amigos a tomar algunas copas y a discutir, ¡cómo me gustaba discutir! Encontraba yo un placer especial en la discusión, un placer que no sabría describir. Para muchas personas el valor del diálogo se encuentra en las conclusiones comunes, en el consenso al que se puede llegar entre los participantes; en cambio, para mí, la discusión, el debate, alcanzaba un gran valor en sí mismo. De la misma manera que el maestro de ajedrez se deleita mientras va arrinconando a su contrincante hasta conseguir darle el jaque mate, me regocijaba yo argumentando discursivamente contra las tesis de mis contertulios. Aquello, ya les digo, era algo que me fascinaba de tal forma, que el tema sobre el que se discutiera generalmente carecía de importancia para mí; es más, llegaba al culmen del disfrute cuando argüía con éxito en favor de posiciones contrarias a mis propias convicciones. 
Fue así que una noche me encontré envuelto en una discusión en torno a la existencia del alma, y, figúrense ustedes, yo, que soy un materialista convencido, me lancé a defender con todo el énfasis que pude, que no sólo el ser humano está dotado de alma, sino que, ésta, una vez que ha abandonado el cuerpo, puede regresar a nuestro mundo para el tormento de algunos y el goce de otros. En la euforia de mi imaginativa argumentación, llegué a distinguir entre espíritus bondadosos y espíritus malignos, y aseguré que dentro de estos últimos, los más mezquinos de todos son aquellos que toman la forma de vampiros, los cuales se aparecen a sus enemigos terrenales para atormentarlos y condenar sus almas eternamente.
            Posteriormente la conversación siguió por otros derroteros y al cabo de un rato decidí que había llegado el momento de retirarme. Como había tomado algunas copas, pensé que lo mejor sería ir dando un paseo hasta mi casa, y así lo hice. En el trayecto que va desde el café de Augusto hasta mi casa no me crucé con nadie, a excepción de un borracho que dormía en un portal y un travestí al que aún le quedaban varias horas para terminar su jornada.
            Cuando llegué a mi apartamento lo primero que hice fue abrir algunas ventanas para que corriera el aire, porque aunque me encontraba ya totalmente despejado, hacía un calor insoportable. Una vez me hube metido en la cama llevé a la memoria la discusión que había mantenido en el café, y ensimismado en estos pensamientos me quedé dormido.
            Me desperté de madrugada, sobresaltado y empapado en sudor. Al principio atribuí este hecho al calor que hacía aquella noche, pero luego fui tomando conciencia de lo que estaba ocurriendo: estaban allí, en mi habitación, podía sentir su malévola presencia. Traté de ignorarlos con la frívola idea de que si no los tomaba en cuenta podría volver a conciliar el sueño. Fue inútil. Aunque en la oscuridad nocturna todavía no podía verlos, oía el ruido infernal que producían sus alas mientras revoloteaban en derredor mío, notaba con las yemas de mis dedos las marcas que sus mordeduras habían dejado en todo mi cuerpo. Encendí la luz y pude observarlos. Estaban posados en el techo, mirándome, hinchados a costa de mi sangre, eran realmente espantosos. Me abalancé sobre ellos embravecido por la furia, pero tenía la certeza de que aquella era una batalla perdida. Estaba desesperado, sabía que si lograba resistir hasta el amanecer ellos se marcharían y yo podría descansar, pero aún faltaban por lo menos cuatro horas para que saliera el Sol. Entonces recordé que en uno de los armarios de la cocina, junto a los productos de limpieza, guardaba un arma infalible con la que ellos no contaban. Fui corriendo a por ella; cerré la ventana y la puerta de mi habitación y la rocié con el insecticida que acababa de traer. Los malditos vampiros no volverían a perturbar mi sueño aquella noche[1].



[1] Este relato fue publicado por primera vez en la revista Anarda, nº 31, Las Palmas de Gran Canaria, Canarias Siglo XXI, 2002.