viernes, 14 de febrero de 2014

Entre la mayoría y la dignidad

F
inalmente el Congreso, gracias a la mayoría absoluta de la que goza el Partido Popular, la cual, dicho sea de paso, fue obtenida con menos de la mitad de los votos, maravillas de nuestra democracia,  rechazó la retirada del anteproyecto para la reforma de la ley del aborto diseñada por el ministro de Justicia, el moderadísimo Alberto Ruiz-Gallardón. Tan moderado es nuestro ministro, nuestro de ellos, se entiende, que en cuanto se conoció el resultado de la secreta votación se apresuró a presentar su victoria como si de un triunfo de la democracia se tratara. Y es que en democracia, según Gallardón, hay que respetar siempre el derecho de las minorías, pero se debe acatar la voluntad de la mayoría, la cual, cómo no, se expresa a través de los representantes con sillón en el Parlamento.
            De lo dicho por el ministro se desprende, y acaso sea esa su intención, que quienes no estén dispuestos a aceptar la ley antiaborto elaborada por el Gobierno para satisfacer las exigencias del fundamentalismo católico español, actúan en contra de la voluntad de la mayoría y por ende atacan a los fundamentos mismos de la democracia. Mas olvida el ministro que del hecho de que la mayoría de los diputados haya rechazado la propuesta de retirar el anteproyecto de ley antiabortista no se sigue, en buena lógica, que la mayoría del pueblo español, el soberano, como bien recuerda el ministro, esté de acuerdo. Pues bien pudiera ocurrir que la mayoría de los ciudadanos estuvieran en desacuerdo con sus representantes en este asunto, como tantas veces sucede. Y para dirimir esta cuestión sólo se me ocurre un método: el tan legítimo como poco empleado referéndum.
          Con esto no pretendo, nada más lejos de mi intención, abogar por la celebración de un referéndum para que el conjunto de los españoles se pronuncie sobre la dichosa ley antiaborto de Gallardón, sino sólo señalar que lo que aprueba la mayoría en el Parlamento no tiene por qué coincidir con la voluntad de la mayor parte de los ciudadanos. Y si no estoy de acuerdo en que la ciudadanía se pronuncie sobre la ley de marras es sencillamente porque en una genuina democracia hay cuestiones que no se pueden votar porque no pueden quedar sometidas a la regla de la mayoría: tal es el caso siempre que lo que esté en juego sea la dignidad humana. ¿Acaso puede la mayoría aprobar legítimamente cualquier medida que atente contra la dignidad de una minoría siquiera sea que esta esté constituida por un solo individuo? Puesto que el sentido último de la democracia es la protección de la dignidad, la ley antiaborto del moderadísimo y demócrata de toda la vida Gallardón, aun si contara con el respaldo de la mayoría de los ciudadanos, cosa por lo demás harto improbable, seguiría careciendo de legitimidad porque constituye un atentado contra la dignidad de las mujeres.

miércoles, 29 de enero de 2014

Cada mujer decide

L
a ley antiaborto pergeñada por el ministro de Justicia, Alberto Ruiz-Gallardón, tan moderado él, está tan cargada de moralina que sólo cuenta con el apoyo de los católicos más reaccionarios. Es una ley tan rancia antes de nacer que se ha ganado el rechazo no sólo del resto de los partidos, sino también de parte importante de los miembros del Partido Popular, pues ni siquiera en el seno de las filas conservadoras ha encontrado esta controvertida ley un apoyo unánime. Y es que Gallardón, una vez más, nos ha mostrado su lado más oscuro al pretender elevar a rango de ley algunos de los valores de la doctrina moral del catolicismo, lo que lo acerca más al fundamentalismo religioso que al liberalismo que presume defender.
            La razón por la cual (sandeces económicas aparte) Gallardón se ha propuesto arremeter contra los derechos reproductivos de las mujeres, en lo que supone un atentado inadmisible contra su autonomía, no es otra que la defensa del derecho a la vida de los aún no nacidos. Un argumento falaz que sólo tiene sentido si se considera que desde el momento de la concepción existe un ser humano. Mas tal afirmación carece de fundamento científico alguno y contradice al propio sentido común: una semilla germinada no es un árbol, ni un huevo un pollo, ni un embrión un ser humano. Y sólo se puede afirmar lo contrario apelando a razones metafísicas, como aquella según la cual el alma humana se instala en la materia, el embrión, desde el mismo momento en que el óvulo es fecundado. ¿Puede ser legítima una ley que encuentra su fundamento último en las creencias metafísicas, religiosas, de un sector de la ciudadanía?
          Sin duda es respetable que haya mujeres que debido a sus creencias se nieguen a abortar incluso cuando padezcan un embarazo no deseado o cuando esté en riesgo su propia vida. Mas tal actitud forma parte de su concepción de la vida buena, que, como tal, no puede ser impuesta al resto. Es lo que la filósofa española Adela Cortina denomina una ética de máximos, constituida por aquellos valores que cada uno asume pero que no puede exigir a los demás y que jamás pueden ir contra los valores de lo que sería una ética de mínimos, es decir, contra aquellos principios mínimos de justicia que cualquiera querría para sí y que, en tanto que universales, cabe exigir a todo el mundo. Y entre estos ocupa un lugar destacado la autonomía, la libertad, desde la que, a mi juicio, cada mujer ha de poder decidir, en la irreductible soledad de su conciencia, si aborta o no sin temor alguno a ser castigada por ello, sea cual sea su decisión.   

lunes, 13 de enero de 2014

Filosofía y novela negra

L
os Reyes Magos me trajeron tres novelas que yo expresamente les había pedido, así que no me puedo quejar. Un libro cada una de Sus Majestades de Oriente, supongo: El tiempo entre costuras, de María Dueñas; El héroe discreto, de Mario Vargas Llosa; y La última tumba, de Alexis Ravelo. Llevaba ya tiempo sin leer ningún libro que no fuera de filosofía y me apetecía volver a leer una buena novela, así que empecé por la de Ravelo con la certeza de que no me iba a defraudar. Y en efecto, tras su lectura entre los días 8 y 9, puedo constatar que Ravelo lo ha vuelto a lograr. Como ya me sucediera cuando leí La estrategia del pequinés, el recientemente galardonado libro del autor canario, premio de novela negra de Getafe en 2013, ha conseguido chafarme la siesta un par de días. Es empezar a leer y no poder parar.
            Me gustan los libros de Ravelo porque mantienen al lector en tensión desde el comienzo hasta el final; porque la trama, siempre intensa, con gancho, parece servir de pretexto para la crítica sociopolítica más mordaz, ésa que yo pretendo hacer con mis artículos y que Ravelo consigue a través de sus historias de manera sin duda mucho más brillante; y porque, a qué esconderlo, se desarrollan en Las Palmas de Gran Canaria, la ciudad en la que vivo y me vio nacer. Pero los libros de Ravelo me gustan también porque sus personajes, gente dura, de la calle, a veces cruel pero con cierto sentido de la ética, demuestran pasión por los libros. En las novelas del isleño siempre aparecen referencias a otros libros, incluso a libros de filosofía y eso es algo que un aspirante a filósofo como yo siempre agradece.
          Referencias como ésta: “Los libros de Filosofía le sudan la polla a todo el mundo”. Así de contundente se muestra Adrián Miranda Gil, el protagonista de La última tumba, en lo que, según yo lo interpreto, no es una crítica a la filosofía sino al mundo, es decir, a esa gran masa embrutecida que desprecia la filosofía. Miranda no se halla entre ellos, él no es universitario pero sí una persona leída y sabe de la importancia de esta disciplina. Como lo sabe Ravelo y lo muestra en este caso a través de Miranda, igual que antes lo había hecho a través de Eladio Monroy, el célebre protagonista de otros cuatro libros suyos. Miranda sabe que la filosofía es importante y Ravelo nos lo muestra no sólo cuando hace que el personaje se lleve consigo un libro de filosofía, sino, sobre todo, a través de las reflexiones del propio Miranda, quien una y otra vez insiste en la importancia del sentido, de no confundir los medios con los fines, como cuando señala tan kantianamente: “Quizá uno comienza a convertirse en criminal en el momento en que ve a las demás personas como medios y no como fines”. Filosofía pura que impregna las páginas de esta genuina novela negra.

viernes, 13 de diciembre de 2013

Seguridad privada

U
no de los rasgos definitorios del Estado, según el célebre filósofo y sociólogo Max Weber, es que se trata de una institución que se reserva para sí el monopolio de la violencia legítima. En mi opinión, más que la violencia legítima, la violencia sobre la que el Estado se arroga la exclusividad es, en realidad, la legal, porque si el propio Estado, que es una entidad esencialmente violenta, carece de legitimidad, pues jamás el individuo encontrará razones morales que le lleven a entregar su libertad al Estado, la violencia que pueda ejercer no será nunca legítima. Sea como fuere, dicho monopolio parece que tiene los días contados, al menos en España. Y es que el Gobierno del PP pretende autorizar a las empresas de seguridad privada, muchas de las cuales ya operan en edificios públicos, a realizar servicios también en la vía pública, lo que hasta ahora venía siendo una función exclusiva de las fuerzas de seguridad del Estado.
            La medida de marras tiene a la progresía soliviantada porque, en su opinión, los agentes de seguridad privados no tienen ni de lejos la misma formación que los agentes de la policía o la guardia civil. Con tan escasa formación, dicen, los ciudadanos se verán perjudicados en el trato recibido y, en definitiva, habrá una menor garantía de los derechos individuales. Mas si ese fuera el problema, entonces con exigirles más formación a los empleados de las empresas privadas de seguridad el asunto estaría resuelto. El verdadero problema que se ventila radica en que poner, siquiera sea en parte, la seguridad en manos de empresas privadas deja al Estado, aún más, a merced de los intereses empresariales que muy bien pudieran ser distintos, aun contrapuestos, a los intereses de la ciudadanía. Y si ello se lleva a cabo por iniciativa del propio Estado, a través del Gobierno, entonces todo apunta no tanto a un desmantelamiento del Estado, sino a la privatización parcial de una de sus funciones principales que a buen seguro redundará en el beneficio de los amiguetes de los miembros del Gobierno que se dediquen a esos menesteres. Para decirlo con Francisco Martínez, secretario de Estado de Seguridad, de lo que se trata es de “ayudar a que se consolide un sector económico”.
            Las explicaciones del Gobierno, ya digo, deberían dejar más tranquilos a todos los que se preocupan por los derechos de los ciudadanos, mas no tanto a quienes les interese saber en qué se gasta el dinero público. Y es que si de lo que se trata es de violar derechos fundamentales, no hace ninguna falta que se privatice la seguridad. Para eso el Estado ha demostrado tener recursos más que suficientes, ya sea para espiar a los ciudadanos, desahuciarlos o agredirlos brutalmente, por poner algunos ejemplos, como se ha constatado en demasiadas ocasiones. Recursos que si nadie lo remedia se verán incrementados con la nueva Ley de Seguridad Ciudadana que prepara el Gobierno, que más bien debiera denominarse ley de inseguridad ciudadana porque deja a los ciudadanos indefensos ante el Estado. De este atentado en potencia, que diría Aristóteles, contra los derechos humanos hablamos otro día, antes de que se convierta en atentado en acto y ya no podamos hablar.  

viernes, 6 de diciembre de 2013

'Conspiranoia'


E
xisten entre nosotros bastantes personas, más de las que pudiéramos pensar a priori, que tienen cierta propensión a creer en la teoría de la conspiración. Se trata de individuos aparentemente normales en su mayor parte, no como Jerry Fletcher, el personaje interpretado por Mel Gibson en la película que lleva por título, precisamente, Conspiración, que no sólo está obsesionado con la existencia de múltiples conspiraciones que dirigen la marcha del mundo, sino que muestra su obsesión en todo lo que hace y hasta físicamente. Las personas que, entre nosotros, comparten esta afición no lo demuestran de esa manera porque llevan, en general, una vida de lo más normal. Sin embargo, cuando se sientan en las terrazas a tomar café como todo el mundo, o charlan en los bares al calor de una copa, en lugar de mantener conversaciones normales, se dedican a desarrollar las más absurdas teorías en torno a conspiraciones imposibles.
            Es así que durante años han estado afirmando, sin ninguna prueba, como buenos aficionados a la teoría de la conspiración, que el Gobierno de Estados Unidos (en realidad todos los gobiernos que dispongan de medios, dicen) se dedica a espiarnos a todos con la secreta e inadmisible finalidad de ejercer un cada vez más efectivo control sobre los individuos. ¡Menudo disparate! O que los gobiernos de los países democráticos no disponen de margen de maniobra porque actúan al dictado de los mercados, que según dicen ahora los conspiranoicos, no es sino un eufemismo para referirse a lo que en tiempos pasados se denominaba el capital: entes difusos en cualquier caso que nadie sabe quiénes son ni dónde están. ¡Como si no votáramos los ciudadanos del mundo libre a quien nos diera la gana! Y ya en el colmo de las paranoias conspirativas, les ha dado por decir que la crisis económica es un cuento que se han inventado los poderosos para favorecer a los grupos sociales más privilegiados en detrimento del resto que está siendo deliberadamente empobrecido. Una estafa, vaya.
            Los adeptos a la teoría de la conspiración, lo decíamos al principio, son más de los que creemos. Su aparente normalidad les permite pasar desapercibidos, pero cualquiera podría ser uno de ellos: médicos, albañiles, científicos, profesores, mecánicos, periodistas… están en todas partes, incluso entre los parados y pensionistas. Si hasta hay políticos que se dedican a dar pábulo a los delirios de quienes ven señales de la conspiración universal en cualquier lado: el expresidente Zapatero, sin ir más lejos, que ahora dice que si hizo lo que hizo fue porque estaba preso de los poderes económicos, sin ofrecer más prueba que una simple carta que le envió Jean-Claude Trichet en 2011, a la sazón presidente del Banco Central Europeo. Y aunque estos conspiranoicos son en principio inofensivos, más nos valdría vigilarlos de cerca, pues quién sabe lo que podría ocurrir si llegaran a convencer a la ciudadanía de la plausibilidad de sus disparatadas teorías.