miércoles, 19 de marzo de 2014

Con Kant de Ucrania a Ceuta

L
a crisis de Ucrania nos retrotrae a los tiempos de la guerra fría que creíamos ya superados tras el desmoronamiento del socialismo real, a una situación que podemos caracterizar kantianamente como de guerra potencial permanente y que nos recuerda la necesidad de seguir reflexionando sobre la paz. Pues aunque la paz, y por contraposición la violencia, sea hoy objeto de estudio de diferentes disciplinas del ámbito de las ciencias sociales y también tema de reflexión filosófica de primer orden, lo cierto es que no siempre ha sido considerada como un problema filosófico fundamental, hasta el punto de que el primer tratado sobre la paz sistemáticamente elaborado por un filósofo, Hacia la paz perpetua. Un esbozo filosófico, de Inmanuel Kant, fue durante mucho tiempo considerado como una obra menor del gran filósofo de la Ilustración. Sin embargo, la importancia que la paz tiene para nosotros, ciudadanos del siglo XXI, hace que continuamente tengamos que volver la mirada hacia este brillante opúsculo en el que Kant trata de establecer las condiciones necesarias para alcanzar una paz duradera, máxime cuando los tambores de guerra amenazan con volver a sonar en Europa.
            Según señala Kant, la paz es algo que debe ser alcanzado en primer lugar internamente, entre los individuos dentro del Estado, para lo cual es necesaria la constitución republicana, mas ha de ser lograda también entre Estados, es decir, mundialmente. Y para conseguir este objetivo, Kant propone la constitución de una federación de Estados libres en la que, obviamente, cada miembro ha de ingresar voluntariamente y con la única condición de que se haya constituido previamente como una república. Esta federación, que es más bien una confederación, pues Kant no aboga por un Estado mundial, sería el resultado del pacto alcanzado entre los Estados para someterse al derecho de gentes, que es el que ha de regular las relaciones entre los distintos miembros de la federación. Del mismo modo que el contrato social garantiza la paz entre los ciudadanos de un Estado, gracias al sometimiento de todos a las leyes públicas, la paz entre Estados sólo puede garantizarse mediante la fundación de la federación de marras y el consiguiente sometimiento de los Estados al derecho de gentes.
            Con la idea de la constitución de la federación de Estados libres y el sometimiento de los miembros al derecho de gentes para garantizar la paz mundial, Kant se adelantó siglo y medio a la fundación de la ONU. Mas si la ONU es de algún modo heredera de Kant, lo cierto es que no se ajusta a la propuesta kantiana para asegurar la paz perpetua, pues en la federación que Kant tenía en mente todos los miembros habrían de estar en un plano de igualdad. Y acaso el fracaso de la ONU, el cual es obvio a la luz que arroja el hecho de que en tantos años de historia no ha conseguido evitar las guerras, se deba en una parte importante a la ausencia de democracia en el seno de la institución. Ahora que la crisis de Ucrania recuerda esa situación de guerra potencial permanente de la que nos hablara Kant, urge seguir reivindicando una democratización de la ONU y el sometimiento de los Estados a un derecho de gentes, a un derecho internacional diríamos hoy, que garantice la paz mundial.
           Mas Kant entiende que para alcanzar el objetivo de la paz no basta con el sometimiento de los Estados al derecho de gentes, sino que es necesario también un derecho cosmopolita, una suerte de hospitalidad universal, en virtud del cual cada Estado miembro de la federación debe permitir el libre tránsito de los ciudadanos de los demás Estados miembros por el territorio donde cada uno ejerce la soberanía. Algo similar es lo que hoy tiene vigencia en el seno de la Unión Europea, donde existe el derecho a la libre circulación de los ciudadanos de los países miembros por toda la Unión. Sin embargo, la libre circulación es mucho menos ambiciosa que el derecho cosmopolita del que nos habla Kant, ya que éste estaba pensado para regir a escala mundial. Y mientras esto no sea así, la paz seguirá estando amenazada, ya sea por el naufragio de Lampedusa, los muertos de Ceuta, la valla de Melilla o los ahogados en Canarias, obstáculos para la paz tan graves como la crisis de Ucrania.

viernes, 14 de febrero de 2014

Entre la mayoría y la dignidad

F
inalmente el Congreso, gracias a la mayoría absoluta de la que goza el Partido Popular, la cual, dicho sea de paso, fue obtenida con menos de la mitad de los votos, maravillas de nuestra democracia,  rechazó la retirada del anteproyecto para la reforma de la ley del aborto diseñada por el ministro de Justicia, el moderadísimo Alberto Ruiz-Gallardón. Tan moderado es nuestro ministro, nuestro de ellos, se entiende, que en cuanto se conoció el resultado de la secreta votación se apresuró a presentar su victoria como si de un triunfo de la democracia se tratara. Y es que en democracia, según Gallardón, hay que respetar siempre el derecho de las minorías, pero se debe acatar la voluntad de la mayoría, la cual, cómo no, se expresa a través de los representantes con sillón en el Parlamento.
            De lo dicho por el ministro se desprende, y acaso sea esa su intención, que quienes no estén dispuestos a aceptar la ley antiaborto elaborada por el Gobierno para satisfacer las exigencias del fundamentalismo católico español, actúan en contra de la voluntad de la mayoría y por ende atacan a los fundamentos mismos de la democracia. Mas olvida el ministro que del hecho de que la mayoría de los diputados haya rechazado la propuesta de retirar el anteproyecto de ley antiabortista no se sigue, en buena lógica, que la mayoría del pueblo español, el soberano, como bien recuerda el ministro, esté de acuerdo. Pues bien pudiera ocurrir que la mayoría de los ciudadanos estuvieran en desacuerdo con sus representantes en este asunto, como tantas veces sucede. Y para dirimir esta cuestión sólo se me ocurre un método: el tan legítimo como poco empleado referéndum.
          Con esto no pretendo, nada más lejos de mi intención, abogar por la celebración de un referéndum para que el conjunto de los españoles se pronuncie sobre la dichosa ley antiaborto de Gallardón, sino sólo señalar que lo que aprueba la mayoría en el Parlamento no tiene por qué coincidir con la voluntad de la mayor parte de los ciudadanos. Y si no estoy de acuerdo en que la ciudadanía se pronuncie sobre la ley de marras es sencillamente porque en una genuina democracia hay cuestiones que no se pueden votar porque no pueden quedar sometidas a la regla de la mayoría: tal es el caso siempre que lo que esté en juego sea la dignidad humana. ¿Acaso puede la mayoría aprobar legítimamente cualquier medida que atente contra la dignidad de una minoría siquiera sea que esta esté constituida por un solo individuo? Puesto que el sentido último de la democracia es la protección de la dignidad, la ley antiaborto del moderadísimo y demócrata de toda la vida Gallardón, aun si contara con el respaldo de la mayoría de los ciudadanos, cosa por lo demás harto improbable, seguiría careciendo de legitimidad porque constituye un atentado contra la dignidad de las mujeres.

miércoles, 29 de enero de 2014

Cada mujer decide

L
a ley antiaborto pergeñada por el ministro de Justicia, Alberto Ruiz-Gallardón, tan moderado él, está tan cargada de moralina que sólo cuenta con el apoyo de los católicos más reaccionarios. Es una ley tan rancia antes de nacer que se ha ganado el rechazo no sólo del resto de los partidos, sino también de parte importante de los miembros del Partido Popular, pues ni siquiera en el seno de las filas conservadoras ha encontrado esta controvertida ley un apoyo unánime. Y es que Gallardón, una vez más, nos ha mostrado su lado más oscuro al pretender elevar a rango de ley algunos de los valores de la doctrina moral del catolicismo, lo que lo acerca más al fundamentalismo religioso que al liberalismo que presume defender.
            La razón por la cual (sandeces económicas aparte) Gallardón se ha propuesto arremeter contra los derechos reproductivos de las mujeres, en lo que supone un atentado inadmisible contra su autonomía, no es otra que la defensa del derecho a la vida de los aún no nacidos. Un argumento falaz que sólo tiene sentido si se considera que desde el momento de la concepción existe un ser humano. Mas tal afirmación carece de fundamento científico alguno y contradice al propio sentido común: una semilla germinada no es un árbol, ni un huevo un pollo, ni un embrión un ser humano. Y sólo se puede afirmar lo contrario apelando a razones metafísicas, como aquella según la cual el alma humana se instala en la materia, el embrión, desde el mismo momento en que el óvulo es fecundado. ¿Puede ser legítima una ley que encuentra su fundamento último en las creencias metafísicas, religiosas, de un sector de la ciudadanía?
          Sin duda es respetable que haya mujeres que debido a sus creencias se nieguen a abortar incluso cuando padezcan un embarazo no deseado o cuando esté en riesgo su propia vida. Mas tal actitud forma parte de su concepción de la vida buena, que, como tal, no puede ser impuesta al resto. Es lo que la filósofa española Adela Cortina denomina una ética de máximos, constituida por aquellos valores que cada uno asume pero que no puede exigir a los demás y que jamás pueden ir contra los valores de lo que sería una ética de mínimos, es decir, contra aquellos principios mínimos de justicia que cualquiera querría para sí y que, en tanto que universales, cabe exigir a todo el mundo. Y entre estos ocupa un lugar destacado la autonomía, la libertad, desde la que, a mi juicio, cada mujer ha de poder decidir, en la irreductible soledad de su conciencia, si aborta o no sin temor alguno a ser castigada por ello, sea cual sea su decisión.   

lunes, 13 de enero de 2014

Filosofía y novela negra

L
os Reyes Magos me trajeron tres novelas que yo expresamente les había pedido, así que no me puedo quejar. Un libro cada una de Sus Majestades de Oriente, supongo: El tiempo entre costuras, de María Dueñas; El héroe discreto, de Mario Vargas Llosa; y La última tumba, de Alexis Ravelo. Llevaba ya tiempo sin leer ningún libro que no fuera de filosofía y me apetecía volver a leer una buena novela, así que empecé por la de Ravelo con la certeza de que no me iba a defraudar. Y en efecto, tras su lectura entre los días 8 y 9, puedo constatar que Ravelo lo ha vuelto a lograr. Como ya me sucediera cuando leí La estrategia del pequinés, el recientemente galardonado libro del autor canario, premio de novela negra de Getafe en 2013, ha conseguido chafarme la siesta un par de días. Es empezar a leer y no poder parar.
            Me gustan los libros de Ravelo porque mantienen al lector en tensión desde el comienzo hasta el final; porque la trama, siempre intensa, con gancho, parece servir de pretexto para la crítica sociopolítica más mordaz, ésa que yo pretendo hacer con mis artículos y que Ravelo consigue a través de sus historias de manera sin duda mucho más brillante; y porque, a qué esconderlo, se desarrollan en Las Palmas de Gran Canaria, la ciudad en la que vivo y me vio nacer. Pero los libros de Ravelo me gustan también porque sus personajes, gente dura, de la calle, a veces cruel pero con cierto sentido de la ética, demuestran pasión por los libros. En las novelas del isleño siempre aparecen referencias a otros libros, incluso a libros de filosofía y eso es algo que un aspirante a filósofo como yo siempre agradece.
          Referencias como ésta: “Los libros de Filosofía le sudan la polla a todo el mundo”. Así de contundente se muestra Adrián Miranda Gil, el protagonista de La última tumba, en lo que, según yo lo interpreto, no es una crítica a la filosofía sino al mundo, es decir, a esa gran masa embrutecida que desprecia la filosofía. Miranda no se halla entre ellos, él no es universitario pero sí una persona leída y sabe de la importancia de esta disciplina. Como lo sabe Ravelo y lo muestra en este caso a través de Miranda, igual que antes lo había hecho a través de Eladio Monroy, el célebre protagonista de otros cuatro libros suyos. Miranda sabe que la filosofía es importante y Ravelo nos lo muestra no sólo cuando hace que el personaje se lleve consigo un libro de filosofía, sino, sobre todo, a través de las reflexiones del propio Miranda, quien una y otra vez insiste en la importancia del sentido, de no confundir los medios con los fines, como cuando señala tan kantianamente: “Quizá uno comienza a convertirse en criminal en el momento en que ve a las demás personas como medios y no como fines”. Filosofía pura que impregna las páginas de esta genuina novela negra.

viernes, 13 de diciembre de 2013

Seguridad privada

U
no de los rasgos definitorios del Estado, según el célebre filósofo y sociólogo Max Weber, es que se trata de una institución que se reserva para sí el monopolio de la violencia legítima. En mi opinión, más que la violencia legítima, la violencia sobre la que el Estado se arroga la exclusividad es, en realidad, la legal, porque si el propio Estado, que es una entidad esencialmente violenta, carece de legitimidad, pues jamás el individuo encontrará razones morales que le lleven a entregar su libertad al Estado, la violencia que pueda ejercer no será nunca legítima. Sea como fuere, dicho monopolio parece que tiene los días contados, al menos en España. Y es que el Gobierno del PP pretende autorizar a las empresas de seguridad privada, muchas de las cuales ya operan en edificios públicos, a realizar servicios también en la vía pública, lo que hasta ahora venía siendo una función exclusiva de las fuerzas de seguridad del Estado.
            La medida de marras tiene a la progresía soliviantada porque, en su opinión, los agentes de seguridad privados no tienen ni de lejos la misma formación que los agentes de la policía o la guardia civil. Con tan escasa formación, dicen, los ciudadanos se verán perjudicados en el trato recibido y, en definitiva, habrá una menor garantía de los derechos individuales. Mas si ese fuera el problema, entonces con exigirles más formación a los empleados de las empresas privadas de seguridad el asunto estaría resuelto. El verdadero problema que se ventila radica en que poner, siquiera sea en parte, la seguridad en manos de empresas privadas deja al Estado, aún más, a merced de los intereses empresariales que muy bien pudieran ser distintos, aun contrapuestos, a los intereses de la ciudadanía. Y si ello se lleva a cabo por iniciativa del propio Estado, a través del Gobierno, entonces todo apunta no tanto a un desmantelamiento del Estado, sino a la privatización parcial de una de sus funciones principales que a buen seguro redundará en el beneficio de los amiguetes de los miembros del Gobierno que se dediquen a esos menesteres. Para decirlo con Francisco Martínez, secretario de Estado de Seguridad, de lo que se trata es de “ayudar a que se consolide un sector económico”.
            Las explicaciones del Gobierno, ya digo, deberían dejar más tranquilos a todos los que se preocupan por los derechos de los ciudadanos, mas no tanto a quienes les interese saber en qué se gasta el dinero público. Y es que si de lo que se trata es de violar derechos fundamentales, no hace ninguna falta que se privatice la seguridad. Para eso el Estado ha demostrado tener recursos más que suficientes, ya sea para espiar a los ciudadanos, desahuciarlos o agredirlos brutalmente, por poner algunos ejemplos, como se ha constatado en demasiadas ocasiones. Recursos que si nadie lo remedia se verán incrementados con la nueva Ley de Seguridad Ciudadana que prepara el Gobierno, que más bien debiera denominarse ley de inseguridad ciudadana porque deja a los ciudadanos indefensos ante el Estado. De este atentado en potencia, que diría Aristóteles, contra los derechos humanos hablamos otro día, antes de que se convierta en atentado en acto y ya no podamos hablar.