sábado, 18 de febrero de 2023

Repensar la democracia


E

l avance de la ultraderecha en Occidente, la deriva autoritaria hacia lo que se ha dado en llamar la democracia iliberal (respetuosa con los procedimientos de elección de representantes pero no con los derechos humanos de algunos  sectores de la ciudadanía) por parte de algunos países que hasta forman parte de la Unión Europea, el asalto al Capitolio en Estados Unidos y a las sedes de los poderes del Estado en Brasil por quienes no reconocían los resultados electorales constituyen hitos que nos han hecho percibir que la democracia está en peligro. Es por ello que algunos analistas consideran necesario fomentar en la ciudadanía el respeto a las instituciones así como la moderación ideológica que la mantenga lejos de extremismos, o populismos, que finalmente pueden derivar en posiciones antidemocráticas. Mas si ciertamente resulta plausible que la ciudadanía se conciencie del valor de la democracia y de que los derechos conquistados no son irreversibles, ello no puede implicar la renuncia a la crítica a la democracia realmente existente, a los déficits democráticos que alberga, pues ello sería la negación de la democracia por la democracia misma.

Esta crítica a la democracia realmente existente es lo que, en principio, motivó el surgimiento de la plataforma Democracia Real Ya y la convocatoria de la célebre manifestación el 15 de mayo de 2011 que daría lugar al movimiento 15-M. Más de una década después nuestra democracia continúa siendo sustancialmente la misma, el derecho a la participación en los procesos de toma de decisiones públicas sigue estando reducido a la mínima expresión, a la elección de los representantes, que sin duda es fundamental pero insuficiente para que podamos hablar del autogobierno de los ciudadanos, y los problemas sociales de entonces siguen siendo igual de acuciantes o más, pues a la crisis de 2008 hay que sumar la originada por las medidas para combatir la pandemia, la crisis energética y la inestabilidad provocada por la invasión de Ucrania. Y en el trasfondo de todo ello, hoy como ayer, nos encontramos el desparpajo de unas élites que no muestran ningún reparo en tratar a los seres humanos como meras mercancías.

En un artículo publicado el pasado 7 de febrero en La Provincia, “El ecosistema de las élites”, Javier Durán denuncia lo que denomina el “despotismo bancario”, en afortunada expresión, y otros abusos de las élites económicas y políticas y nos alerta de que tales desmanes constituyen el caldo de cultivo para la radicalización de los comportamientos políticos a derecha e izquierda y el surgimiento de opciones políticas antidemocráticas. En efecto, son estos abusos de las élites los que explican, aunque no justifican, los hitos antidemocráticos a los que aludíamos al comienzo de este artículo. Abusos que constituyen en sí mismos comportamientos antidemocráticos que la propia democracia, la democracia realmente existente, permite cuando no fomenta directamente y que generan la indignación de la ciudadanía. Mas sería deseable que esta indignación, en lugar de generar movimientos antidemocráticos, derivara en la asunción de la conveniencia de repensar la democracia, de seguir profundizando en ella, en la búsqueda de fórmulas que garanticen el respeto a las reglas y los procedimientos formales, lo que no siempre ocurre, pero también el respeto efectivo de los derechos humanos económicos, sociales y culturales, pues los problemas de nuestros actuales sistemas democráticos solo se pueden resolver con más democracia y no con menos.

jueves, 10 de noviembre de 2022

La paz social

 

U

na buena amiga, que en los últimos tiempos se ha convertido en mi más leal lectora, pues no solo lee todos mis artículos sino que, con frecuencia, me brinda algún comentario, me decía a propósito precisamente de una de mis columnas que ella estaba de acuerdo con que no le bajaran los impuestos siempre que le subieran el sueldo “porque esto es un robo a mano armada”. El robo al que se refería no es el que según la derecha española, la liberal y la ultramontana que cada día cuesta más distinguir, comete el Gobierno con su política fiscal, sino el del encarecimiento de la vida, el incremento de los precios y más concretamente el del precio de la luz. Y yo estoy plenamente de acuerdo con ella, “pues sin duda se deben subir los salarios porque si no esta inflación desmesurada que estamos padeciendo la pagamos solo los trabajadores, aunque la patronal no quiere ni oír hablar del tema porque subir los sueldos le parece bolivariano… Pero ese es tema para otro artículo”, le respondí.

Como lo prometido es deuda y más si tu acreedor muestra tanto interés por tus textos, y paciencia con el autor de estas luces de trasnoche, aquí estoy tecleando esta columna a propósito de la demanda sindical de subir los salarios para que las clases trabajadoras puedan paliar los efectos de la inflación y que los costes de la misma se repartan entre asalariados y empresarios. Algo con lo que, ya lo adelantábamos, no está de acuerdo el presidente de la Confederación Española de Organizaciones Empresariales (CEOE), Antonio Garamendi, quien, de momento, ni siquiera está dispuesto a sentarse a negociar un incremento salarial. De ahí que el lema de los sindicatos convocantes, UGT y CCOO, los mayoritarios en España, haya sido “Salario o conflicto”, lo que viene a constituir una versión a la posmoderna, líquida o débil, de la ya clásica lucha de clases diagnosticada por Marx y que el mismísimo Warren Buffet, el célebre multimillonario estadounidense, reconociera abiertamente cuando, hace ya años, señalara que, en  efecto, hay una lucha de clases y son los ricos los que la van ganando.

Hay que reconocer que Buffet hizo estas declaraciones en un intento de criticar el sistema fiscal pues, para asombro de muchos, al multimillonario Buffet, el muy bolivariano, le parecía enormemente injusto que proporcionalmente él pagara muchos menos impuestos que sus empleados. A mi modo de ver, la lucha de clases podrá permanecer latente, pero mientras la sociedad siga desgarrada por la desigualdad seguirá siendo una realidad. Y en estos días, cuando hemos sabido que el mes de octubre ha sido el mejor en cuanto al descenso del desempleo desde 2008, que se han afiliado a la Seguridad Social 103.499 trabajadores, que el número total de cotizantes sobrepasa los 20 millones y que, sin embargo, según el Instituto Nacional de Estadística, aunque los datos sean relativos a 2021, el 27,8 por ciento de la población española está en riesgo de pobreza y exclusión social, un alarmante 37,8 por ciento en el caso de Canarias, conviene que la lucha de clases se haga patente, porque la paz social no se puede sustentar sobre la base del empobrecimiento de las clases trabajadoras.

jueves, 27 de octubre de 2022

Ricos y pobres

 

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ice Alberto Núñez Feijóo que hablar de ricos y pobres es muy antiguo. Lo dice a propósito del nuevo impuesto que prepara el Gobierno para las grandes fortunas, es decir, para los ricos, o, mejor dicho, los muy ricos. Y es que se trata de un tributo especial que tendrán que pagar las personas que dispongan de una fortuna mayor a los tres millones de euros, han leído bien, ¡tres millones de euros! Un impuesto que ni siquiera afectará a todos los millonarios, es decir, aquellos que disponen de más de un millón de dólares, que es lo que se entiende, en rigor, por millonario y que en España son el tres por ciento de la población adulta. Pero al presidente del Partido Popular, el moderado Feijóo, le preocupa la injusticia que, a su juicio, supone que quienes cuenten con más de tres millones de euros en su haber, unas 23.000 personas, tengan que pagar un nuevo impuesto, aunque sea temporal y en esta coyuntura socioeconómica que estamos atravesando.

Sin duda que sean muchos o pocos los que tengan que pagar este nuevo tributo es lo de menos, pues si se tratara de una injusticia, no digamos si se atentara contra la dignidad humana, si se violaran derechos fundamentales, entonces sería algo gravísimo aunque la víctima fuera un solo individuo. Pero ocurre que la tamaña injusticia que encuentra Feijóo no se ve por ningún lado. Y es que el hecho de que unos pocos, los más favorecidos en lo que al reparto de la riqueza se refiere, hayan de contribuir algo más de lo que ya contribuyen a las arcas públicas para favorecer el bien común, para mejorar las condiciones de vida de los más desfavorecidos, se me antoja que es una cuestión de justicia mínima. Lo que el Gobierno plantea es que quienes tengan entre tres y cinco millones paguen el 1,7 por ciento; el 2,1 por ciento, quienes tengan entre cinco y diez millones; y el 3,5 por ciento aquellos cuya fortuna supere los diez millones de euros. Como se ve, a ninguno de ellos este nuevo impuesto le apeará de su condición de millonario.

Sin embargo, en España, casi el 30 por ciento de la población se halla en riesgo de pobreza o exclusión social. Una cifra ya de por sí escandalosa que en Canarias se incrementa hasta alcanzar casi el 40 por ciento. En más de una ocasión he escrito que la sociedad justa, para ser realmente tal, sería aquella en la que se diera una distribución igualitaria de la riqueza y del poder. Ello implicaría, obviamente, la abolición de las clases sociales y que la democracia liberal deviniera en democracia libertaria. Mas el socialismo contemporáneo, democrático, hace ya tiempo que renunció a construir la sociedad sin clases y aspira únicamente a redistribuir mínimamente la riqueza por la vía de los impuestos, para que los millonarios sigan siéndolo, disfrutando de sus privilegios, pero que los demás, sobre todo los más desfavorecidos, tengan garantizado el respeto efectivo de sus derechos sociales, es decir, el acceso a las mínimas condiciones materiales de existencia para llevar a cabo una vida digna. Así que, por más que a Feijóo le parezca antiguo, hablar de ricos y pobres aún es necesario, pues la desigualdad sigue siendo, hoy como ayer, el principal de los problemas sociales.

miércoles, 12 de octubre de 2022

A vueltas con los impuestos

B

ajar impuestos es de derechas o de izquierdas? Pues yo diría que depende. Tradicionalmente se ha entendido que bajar los impuestos es lo que defiende la derecha y que subirlos es lo propio de una política de izquierdas. Esto es lo que, en general, se ha venido sosteniendo, con excepciones como la de José Luis Rodríguez Zapatero, quien allá por el año 2003 señalara que “bajar los impuestos es de izquierdas”. También en la derecha hemos visto cómo, al menos en la práctica, se puede contradecir esta visión tradicional de los impuestos. Tal sería el caso del nunca bien ponderado Mariano Rajoy, quien prometió en la oposición bajar los impuestos pero hizo todo lo contrario en cuanto fue elegido presidente del Gobierno. Mas, zapateradas y marianadas aparte, lo cierto es que hay razones ideológicas para pensar que es la derecha la que, en principio, estaría más a favor de bajar los impuestos, pues para la ortodoxia liberal la propiedad privada es sagrada y el cobro de impuestos destinado a redistribuir la riqueza, que es la finalidad de las políticas públicas, carecería de legitimidad.

En esto ha consistido, en esencia, el discurso liberal sobre los impuestos. Ocurre que, en España, algunos presupuestos de la socialdemocracia han sido asimilados, acaso a regañadientes, incluso por la derecha más ultraliberal, hasta el punto de que a ningún partido político se le ocurriría incluir en su programa el desmantelamiento del Estado de bienestar. A nadie se le esconde que el sostenimiento de dicho Estado de bienestar solo puede hacerse a base de políticas públicas orientadas a la cohesión social, las cuales cuestan dinero y para sufragarlas es necesario que el Estado disponga de ingresos que han de proceder de los impuestos de los contribuyentes. Es por ello que en el discurso liberal más reciente se esconden las razones ideológicas y se disfrazan de razones técnicas: bajar los impuestos, se arguye, es una cuestión de eficacia, pues de ese modo se genera economía y, a la postre, se incrementan los ingresos del Estado, ya que habrá más personas y empresas tributando, lo cual, añadimos nosotros, no se ha podido acreditar empíricamente nunca.

Así las cosas, si queremos mantener el Estado de bienestar, si queremos garantizar los derechos sociales de toda la ciudadanía, no queda otra que pagar impuestos y, desde esta perspectiva, la izquierda debería tener claro que bajar los impuestos es una política que atenta contra el principio de igualdad social que se pretende defender. Ahora bien, si se considera que los impuestos son necesarios como medida para redistribuir la riqueza, no tiene sentido que todos contribuyamos por igual, pues los tributos, en justicia, deben ser progresivos y proporcionales a la riqueza de cada uno. Es por ello que subir los impuestos a las rentas más altas y bajarlos a las más bajas es perfectamente compatible con lo que, a mi juicio, cabría esperar de un gobierno de izquierdas. Como lo es también que se incrementen los impuestos directos y se bajen los indirectos, como el IVA o el IGIC, los impuestos al consumo, pues se trata a todas luces de tributos injustos en la medida en que se cobran a todos por igual, lo mismo a los más ricos que a los pobres de solemnidad. ¿Bajar los impuestos es de derechas o de izquierdas? Pues depende de qué impuestos se bajen y a quién. 

miércoles, 5 de octubre de 2022

Impuestos y derechos humanos

E

n el debate filosófico sobre los derechos humanos, los más ultraliberales, los defensores del Estado mínimo, como fueran en su día Robert Nozick, Milton Friedman o Friedrich von Hayek, afirman que los únicos derechos que pueden ser considerados derechos humanos son los denominados derechos de la primera generación, los derechos negativos, los derechos de libertad, es decir, los derechos civiles y políticos, pero que los derechos de la segunda generación, los derechos positivos, inspirados en la igualdad, a saber, los económicos, sociales y culturales, no pueden ser considerados derechos universales y, por ende, no pueden formar parte de los derechos humanos. Es por ello que desde esta corriente del pensamiento que, en suma, es la que inspira a la derecha liberal en Occidente, se miran los impuestos con recelo, pues estos son, para ellos, poco menos que un robo, sobre todo si están dirigidos a redistribuir mínimamente la riqueza y a paliar las desigualdades sociales.

    Frente al liberalismo conservador, ultraliberal o, para emplear una expresión más al uso, el neoliberalismo, se halla el liberalismo igualitario defendido por Johh Rawls o Ronald Dworkin, cuyos postulados son similares a los de la socialdemocracia europea. En esta línea, Ernst Tugendhat ha señalado que la propiedad privada que tanto preocupa a los teóricos del Estado mínimo es en realidad una institución social que viene respaldada por el propio Estado, sin el cual no podría existir. Y que tal Estado, que es el que garantiza la propiedad privada, para ser legítimo ante los no propietarios, debe hacerse cargo de una mínima redistribución de la riqueza que permita a todos acceder a unas condiciones materiales de vida dignas.  La función principal de los derechos humanos es proteger la dignidad de las personas, y puesto que esta sufre tanto si se viola la libertad del individuo como si se atenta contra la igualdad, entonces resulta obvio que los derechos económicos, sociales y culturales son derechos humanos del mismo rango que los derechos civiles y políticos. Y tales derechos solo se pueden garantizar mediante el cobro de impuestos que habrán de ser progresivos y proporcionales a la riqueza de cada uno.

    La propuesta de Tugendhat en torno al Estado legítimo, aun siendo más plausible que las diatribas neoliberales, adolece de un problema, ya que el Estado, en rigor, jamás será una institución legítima, pues la única relación que el individuo puede mantener con el Estado, para decirlo con Javier Muguerza, es la que mantiene el siervo con el señor. Mas si dejamos este matiz libertario para otro momento, ahora que en España el tema de los impuestos vuelve a estar en el centro de la contienda política, creo que conviene analizar las diferentes posiciones a la luz del debate en torno a los derechos humanos. Y es que el impuesto de patrimonio, el impuesto a las grandes fortunas, los impuestos a la banca y a las grandes compañías energéticas que defienden el Gobierno y los partidos de izquierdas son coherentes con una concepción de España como un Estado social y democrático de derecho, que es como se establece en la Constitución, mientras que estar en contra de estos impuestos, como hacen el Partido Popular y Ciudadanos, es más propio de quienes preferirían que España se definiera como un simple Estado liberal, si es que no un Estado democrático pero iliberal, como parece ser la propuesta de Vox.