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os derechos humanos son esas exigencias morales básicas que puede
reivindicar cualquier individuo para que se le reconozca como persona, es
decir, para que se le reconozca como un ser que -para decirlo con Kant-, dotado como está de razón, tiene autonomía y por
ello mismo ha de ser tratado siempre como un fin en sí mismo y nunca sólo como
un medio, lo que significa que tiene dignidad y no precio y que, por tanto, es
merecedor del máximo respeto y consideración. El reconocimiento por parte del
Estado de los derechos humanos dio lugar al Estado de derecho, que, como se
sabe, es aquel Estado en el que rige lo que los filósofos del derecho han dado
en llamar el imperio de la ley, es decir, en el que todos los individuos,
grupos de individuos, entidades supraindividuales, incluso el propio Estado
están sometidos, e igualmente sometidos, a la misma ley; y en el que, además,
el Estado no sólo respeta los derechos individuales, sino que tiene como
principal función garantizar dichos derechos.
Puesto que los primeros
derechos fundamentales reconocidos fueron los derechos civiles y políticos, los
inspirados en el valor moral básico de la libertad, tal reconocimiento trajo
consigo no sólo el Estado de derecho, sino también la democracia moderna, que
es esa forma de organizar políticamente la sociedad en la que se reconoce el
derecho de los individuos a participar en la toma de decisiones públicas que
les afectan. Y como tras el reconocimiento de los derechos humanos de la
primera generación llegó el reconocimiento de los derechos económicos, sociales
y culturales, inspirados en el valor moral básico de la igualdad, pues se
entiende que sólo si todos los ciudadanos tienen garantizadas unas mínimas condiciones
materiales de vida podrán todos disfrutar de los derechos humanos de la primera
generación, entonces la concepción del Estado democrático de derecho debió
ampliarse, y éste pasó de ser meramente liberal a ser también social.
La democracia, pues,
deriva del reconocimiento de los derechos fundamentales, cuyo sentido no es
otro que proteger la dignidad de las personas, y, por ende, es antes una
elección ética que propiamente política, toda vez que su validez no viene dada
ni por su eficacia ni por su eficiencia, sino por ser el único sistema que se
levanta sobre el principio moral de reconocer a todas las personas como sujetos
de iguales derechos. De ahí que la democracia deba ser sustantiva además de
procedimental, pues no puede limitarse a establecer los procedimientos
adecuados para la toma de decisiones colectivas, ya que en una democracia han
de estar garantizados los derechos fundamentales de los individuos. Y si esto
es así, entonces se comprende con facilidad que la regla de la mayoría no puede
servir para legitimar decisiones que atenten contra la dignidad de ningún ser
humano, pues la validez de dicha regla descansa precisamente en que constituye
el mejor modo de proteger la dignidad de los individuos. Todo lo cual debiera
llevar a preguntarnos, ante los ataques a la dignidad a que están siendo
sometidos los ciudadanos por parte de los gobiernos de turno, si esto es una
democracia.
No conviene olvidar que el mismo concepto de democracia es un concepto que nació como una prolongación del concepto de estado, una forma de gobierno, aunque hoy en día se hable de métodos democráticos hasta para la más pequeña de las asambleas. Y en este contexto histórico, conviene recordar que, desde sus orígenes, la democracia ya nació lastrada por ese mismo concepto de estado. La democracia ateniense lo era tan sólo para los hombres que poseían la ciudadanía ateniense, igual que la república romana no repartía demasiados beneficios, al menos en sus comienzos, si no eras un noble patricio. Eran repúblicas democráticas fabricadas por y para la aristocracia, para que ningún noble tuviera más poder que otro, pero en ningún caso se planteó para que la plebe tuviera más derechos, salvo que esta los conquistasen mediante la insurrección violenta que ponía al estado entre la espada y la pared. Y mucho me temo que este mismo concepto ha ido larvando la democracia desde aquellos tiempos primigenios hasta nuestros días. No tengo ninguna duda de que cuando los nobles ingleses obligaron a Juan Sin Tierra a firmar la Carta Magna, plantando con ello la semilla de lo que después fueron todas las monarquías parlamentarias constitucionales, lo hicieron para salvaguardar sus propios derechos, y no los de sus siervos. Y lo mismo podría decirse de todas las actuales democracias mundiales.
ResponderEliminarAsí pues, la democracia llega hasta nuestros días arropada por un halo de santidad e intocabilidad que la convierte casi en una verdad absoluta e inmutable, hasta tal punto que llega a ser incuestionable. Ya nadie piensa que sea en sí misma imperfecta. Se da por hecho que es perfecta, y que la imperfección radica en unos u otros representantes públicos que llegan al poder mediante su uso. Pero ella, en sí misma, no tiene mácula, no hay nada superior a ella. O al menos eso es lo que casi todo el mundo parece dar por hecho. Nadie parece plantearse que, cuando algo falla tanto una y otra vez, es porque el error está ubicado en el mismo sistema, en la estructura y no en la coyuntura. Por eso creo que habría que empezar a pensar en dar un paso más allá de la democracia, igual que los atenienses y los romanos y los ingleses dieron en su momento un paso más allá de lo que existía anteriormente. Y si no existe nada que satisfaga nuestras actuales necesidades, si no hay nada en nuestro pasado que nos sirva de guía respecto a lo que deberíamos hacer para salir de este pozo en el que parece estamos inmersos, quizá también sea hora de probar algo radicalmente nuevo, algo que no se haya probado nunca.
Lo único que sí veo claro es que, a tenor de lo que escribes, es cierto que este sistema en el que vivimos no tiene nada de democrático.