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a abdicación del rey ha cogido a todo el mundo con el paso cambiado. Bueno,
a todos no, porque ya sabemos que siempre están los que presumen de estar más
informados que nadie y a posteriori,
que no a priori, se apresuran a
señalar que ellos ya sabían que esto iba a ocurrir: no lo dijeron ni comentaron
antes por la discreción debida, se entiende. Desde luego no es mi caso y si
alguien me hubiese preguntado hace unos días le habría contestado que el rey no
tenía la más mínima intención de abdicar, por más que desde diversos sectores
nada sospechosos de antimonárquicos se hubiese sugerido la conveniencia de que
dejara el paso libre a su sucesor para contribuir a que la Corona recuperase el
prestigio perdido como consecuencia del caso Nóos, las cacerías de elefantes en
plena crisis y hasta el estado de salud del monarca.
La decisión del rey ha
dado pábulo a que cada cual opine no ya sobre el hecho en sí de la
abdicación, que también, sino sobre la legitimidad misma de la monarquía y la
compatibilidad de ésta con la democracia. Ante semejante cuestión los
monárquicos se están pronunciando como cabía esperar, esgrimiendo la
Constitución como argumento legal que legitima la institución de marras; los
republicanos, como también es lógico, reivindican la abolición de la monarquía;
pero quienes no dejarán de sorprenderme son los que aun sintiéndose
republicanos siguen defendiendo la conveniencia de la institución monárquica
por razones más o menos pragmáticas. Me refiero toda esa pléyade de políticos
de diversos partidos -desde la izquierda biempensante del PSOE hasta los más
liberales del PP, pasando por los nacionalistas de distinto signo como
Coalición Canaria, Nueva Canarias, el PNV o CIU- que durante muchos años se
definieron como juancarlistas y ahora
les está faltando tiempo para declararse felipistas.
Sea como fuere, felipistas, juancarlistas o monárquicos declarados debieran tener en cuenta que
la monarquía, por muy parlamentaria que sea, es una institución esencialmente
antidemocrática porque contradice uno de los principios fundamentales de la
democracia, a saber, el de la igualdad jurídica, aquel que Kant gustaba de
llamar el principio de la dependencia de todos de una única legislación común.
Y ello es así aunque el monarca respete las reglas de la democracia
representativa al menos en lo que se refiere a su no intromisión en los asuntos
del Gobierno. Con todo, uno puede entender que haya monárquicos que se
consideren demócratas y que aboguen por esta contradictoria, por extendida que
esté, combinación de monarquía y democracia, pero lo que no alcanzo a
comprender es que alguien que se considere demócrata se niegue a que la
ciudadanía decida por la vía del referéndum, la más directa de las formas de
participación política, sobre la permanencia de la monarquía. Por lo demás, no
se me escapa que la república es mucho más que la ausencia de rey, pues implica
la defensa de la cosa pública, la res
publica, pero sobre ese asunto hablamos otro día.
Cuando la sociedad en tanto conjunto de personas que se autolegisla no ha interioizado el aprendizaje de la autonomía del bien común, que se supone que el sistema democrático propicia , necesita una figura representada por una institución del pasado que le confiera seguridad. Y aunque, como decía El Quijote "La libertad, amigo Sancho es el mas preciado de nuestros dones" (a pesar de las comillas la cita es de memoria) a veces es mas fácil vivirla como prebenda que se otorga que como elemento identitario.
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