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l todavía rey Juan Carlos I ha abierto el debate sobre la legitimidad de la
monarquía, suponemos que no de forma intencionada, al abdicar del trono.
Quienes en España han venido defendiendo la monarquía constitucional como la mejor
forma de gobierno, ya se trate de monárquicos de toda la vida, juancarlistas o felipistas de nuevo cuño, han encontrado en la Constitución el
mejor argumento para justificar su posición toda vez que, según repiten una y
otra vez, se trata de la ley fundamental que los españoles se dieron a sí
mismos y en ella se señala, en el artículo 1.3, que “la forma política del
Estado español es la Monarquía parlamentaria”. Olvidan los defensores de tan
vetusta como rancia institución, que cuando los españoles aprobaron la
Constitución no lo hicieron artículo por artículo, sino que la ley de marras
fue aprobada en su conjunto, con lo que no sabemos si en realidad estaban a
favor o no de la monarquía.
Lo cierto es, en cualquier
caso, que aun si concedemos que la aprobación de la Constitución mediante el
referéndum otorga legitimidad a todos y cada uno de los artículos, incluido el
1.3, justo es reconocer que tal legitimidad no puede ser eviterna, pues ni
quienes a la sazón pudieron votar han de ser prisioneros de su voto durante
toda su vida, ni menos aún habremos de serlo quienes entonces no tuvimos la
oportunidad de decidir, algunos por ser demasiado jóvenes, otros porque ni
siquiera habían nacido. Y es que, como bien señalara Kant en su célebre
opúsculo ¿Qué es la Ilustración?, una
generación no puede llegar a un acuerdo tal que impida a las generaciones
posteriores progresar, es decir, que les impida avanzar en su propia
ilustración, la cual, en suma, consiste en la autodeterminación, es decir, en
decidir por uno mismo sirviéndose de su razón sin entregarse a la tutela de
otro. Y si esto es así, y porque la democracia consiste en el autogobierno de
los ciudadanos, entonces la ciudadanía habrá de decidir, de nuevo y cuantas
veces lo requiera, si opta por mantener la monarquía o se decanta por la república.
Por mi parte, y aun a
riesgo de ser reiterativo, considero que la monarquía es una institución
antidemocrática porque, a pesar de que el rey no tenga funciones de gobierno,
atenta contra los pilares de la democracia, toda vez que niega el principio de
igualdad de los ciudadanos que es, junto al principio de libertad, el
fundamento del sistema democrático. Mas, como adelantábamos en nuestro último
artículo, la república no puede entenderse únicamente como la ausencia de rey,
pues el republicanismo implica el compromiso con la cosa pública, con la res publica. En efecto, el
republicanismo pretende ser una alternativa al liberalismo y quienes militan a
favor de la causa republicana encuentran la democracia liberal representativa
demasiado limitada para garantizar la libertad de todos los ciudadanos y, en
general, abogan por la construcción de espacios públicos de participación
ciudadana y por formas de democracia más participativas, deliberativas y
directas.
Sin embargo, acaso sea por
la herencia rousseauniana, acaso por la influencia del marxismo o quizás por la
nostalgia de la vieja Atenas, lo cierto es que el republicanismo, en su defensa
de lo público y la búsqueda del bien común, tiende a confundir éste con lo estatal
y a poner el énfasis en la comunidad en detrimento del individuo. Y es en este
punto donde comienzan mis discrepancias, pues la búsqueda del bien común no
puede consistir en otra cosa que en la búsqueda del bien de los individuos que
conforman la comunidad. Pues cuando se antepone la comunidad a los individuos,
tal comunidad deviene en el Estado y se corre el riesgo no sólo de que se
sacrifiquen los intereses de los individuos para salvaguardar los de la
comunidad, es decir los del Estado, sino que se sacrifique a los individuos
mismos. Y para evitar esas derivas totalitarias y superar al tiempo las
limitaciones de la democracia representativa, yo abogaría por una suerte de
democracia libertaria, una democracia participativa, directa y deliberativa, donde
tuviera lugar un reparto igualitario de la riqueza y del poder y donde, en
definitiva, los individuos tuvieran la última palabra en lo que se refiere a
los procesos de toma de decisiones públicas, todo lo cual nos situaría bastante
más allá del republicanismo.
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