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uando a finales de 2010 y principios de 2011 estallaron las que se dio en
llamar las primaveras árabes, muchos fuimos los que, desde este lado del mundo,
pensamos que con estas revueltas ciudadanas, pacíficas, en contra de los
regímenes autoritarios y a favor de la democracia y los derechos humanos, se
abría una senda de progreso y esperanza en los países del Magreb. La marea
revolucionaria no tardó en expandirse por todo el norte de África y llegar a
Oriente Próximo. Incluso el movimiento 15-M en España, que luego llegaría a
otros lugares de Europa y de Estados Unidos, es en buena medida heredero de las
primaveras árabes. Sin embargo, la esperanza de un cambio pacífico que trajera
un tiempo de progreso político y social se vio pronto truncada cuando las protestas
en Libia devinieron en cruenta guerra civil por el empecinamiento de Gadafi en
aferrarse al poder. Fue el principio de la degeneración de un movimiento que,
insisto, nos ilusionó a muchos.
Lo ocurrido en Egipto fue
el siguiente paso. Tras el derrocamiento de Mubarak se abrió un proceso
constituyente y se celebraron elecciones libres. Pero entonces ocurrió lo que
nadie esperaba: vencieron los Hermanos Musulmanes y, nada más hacerse con el
poder, redactaron una constitución a su medida, lo cual es contrario a los
principios democráticos más elementales y moral y políticamente inaceptable.
Sin embargo, la solución al problema fue aún más deleznable: un golpe de Estado
militar, liderado por Abdul Fatah al-Sisi, derrocó al presidente electo,
Mohamed Morsi, y derogó la constitución. Se abrió así una época de
ilegalización y persecución de los Hermanos Musulmanes, con detenciones,
torturas y hasta ejecuciones. Y todo ello con el visto bueno de las potencias
occidentales.
Mas probablemente donde la
barbarie que siguió a las primaveras árabes causó más estragos, y sigue
causándolos, fue en Siria. Las protestas pacíficas, en principio, en contra del
presidente Bashar al-Asad obtuvieron una represión brutal como respuesta por
parte del tirano, que no dudó en perpetrar un genocidio con tal de seguir en el
machito. Desde entonces Siria se halla sumida en una guerra civil que ha
costado la vida a más de 190.000 personas, según la ONU. El último capítulo de
esta sinrazón lo está escribiendo el denominado Estado Islámico, una escisión
de Al Qaeda que ha fundado un califato y controla un territorio repartido entre
Siria e Irak en donde, según parece, ha materializado aquello que hasta ahora
Al Qaeda sólo prometía. Las atrocidades cometidas por el Estado Islámico y difundidas
a través de las redes sociales y los medios de comunicación, con torturas,
crucifixiones y muertes a cuchillo, son una buena muestra del proceder de estos
bárbaros. Sin embargo, no estoy tan seguro de que ello justifique una
intervención militar por parte de Estados Unidos y sus aliados árabes y
occidentales en la zona. No más al menos que los niños muertos en Gaza a causa
de las bombas de Israel, los ejecutados por el gobierno golpista de Egipto o
los miles de asesinados por el genocida declarado Bashar al-Asad, que será, no
lo olvidemos, el gran beneficiado. ¿A cuántas personas inocentes matarán las
bombas de la coalición internacional, nuestras
bombas? Hoy, una vez más, creo que debemos decir No a la guerra.