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uando se inició la crisis que todavía hoy estamos padeciendo, allá por el
año 2007 o 2008, no fueron pocos los que se apresuraron a tratar de encontrar
el lado positivo de la misma. Es cierto que la crisis tiene multitud de efectos negativos, pero
también podemos verla como una gran oportunidad, venían a decirnos en un
intento de persuadirnos de que gracias a la crisis nuestro abotargado ingenio
iba a tener que ponerse en marcha. En el fondo era otra manera de decir que la
sociedad en su conjunto era responsable de la situación y que si bien había
sido el hecho de mantener una actitud acomodada lo que nos había llevado a
perseverar en hacer las cosas mal y lo que, finalmente, había desembocado en la
mayor crisis después de la del 29
a este lado del mundo, en lugar de sumirnos en la
desesperación debíamos estar contentos con el desmoronamiento al que estábamos
asistiendo porque tal catástrofe constituía algo así como la condición de
posibilidad de que los ciudadanos empezáramos a hacer las cosas bien.
Han pasado ya 7 u 8 años,
según la fecha que fijemos de inicio, y aquella crisis sigue causando estragos,
por más que Rajoy y compañía se empeñen en decirnos lo contrario. Así que si
alguien creyó alguna vez que la crisis abría un tiempo de nuevas oportunidades
supongo que a estas alturas ya habrá dejado de creerlo, como tampoco quedarán
muchos que piensen que la debacle económica y social que hemos venido sufriendo
durante todo este tiempo se debe a que durante los años anteriores a la
eclosión de la crisis vivimos por encima de nuestras posibilidades. La crisis
se ha revelado como la gran estafa que es, como atestiguan el incremento de los
índices de desigualdad y el progresivo, más bien debiéramos decir regresivo,
deterioro de las condiciones de vida de la mayoría: la pérdida de derechos
laborales, la disminución de los ingresos, las cada vez mayores tasas de paro,
el incremento de la pobreza, la precariedad laboral, los desahucios, el
empeoramiento de las condiciones en la asistencia sanitaria, la maltrecha
situación de la educación son buenas muestras de lo que digo. Y todo ello
mientras los más favorecidos de la sociedad no han hecho sino aumentar su
riqueza.
Hoy es difícil mirar al
futuro con optimismo y aunque resultara cierto el pronóstico de los más
optimistas, por lo demás harto improbable, de que saldremos de esta crisis más
reforzados, lo cierto es que la gran cantidad de víctimas que ya se han quedado
por el camino nos impedirían recordar estos años como un simple tiempo de
tránsito. Y, sin embargo, si algo bueno han traído tantas desgracias es la
progresiva toma de conciencia de que es necesario un cambio: no un cambio que incremente
nuestra competitividad, eleve nuestra productividad, mejore la calidad, haga
subir la rentabilidad y, en fin, consiga que crezcan los índices de todos esos
términos que gustan tanto a los adalides del pensamiento único, sino un cambio
genuino que conlleve una transformación profunda en la manera de organizar la
sociedad, la polis, en la forma de
hacer política: un cambio hacia la conquista de la democracia. Y acaso ese
cambio se haya iniciado ya.
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