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ntes de la caída
del Muro de Berlín y el desmoronamiento de la Unión Soviética era frecuente el
uso de la expresión “socialismo real” para referirse a los regímenes de los países
del denominado Bloque del Este, en un intento de diferenciar las elaboraciones
teóricas de Marx y otros autores socialistas del modo de organización social
que se había implantado al otro lado del Muro. Se trata, a mi modo de ver, de
una expresión acertada que servía para distinguir las ideas socialistas de su
implantación real bajo el régimen soviético, a la vez que podía ser útil para
los críticos del socialismo de uno y otro signo: a los liberales les permitía
enfatizar la diferencia entre las promesas del paraíso en la tierra del
socialismo y su aplicación efectiva, al tiempo que a los más afines al
socialismo les posibilitaba afirmar que la crítica al comunismo autoritario de
la Unión Soviética y sus países satélites no tenía por qué ser extensiva a los
principios socialistas.
Casi tres décadas después de la
caída del Muro, la expresión de marras está en desuso, pero puede servirnos de
inspiración a quienes, considerándonos demócratas, no renunciamos a la crítica
a los sistemas democráticos actuales, para que no se confunda nuestra crítica a
la “democracia real”, es decir, a las democracias realmente existentes, con la
crítica a los principios democráticos. Y es que la democracia real parece haber
entrado en clara contradicción con los principios sobre los que habría de sustentarse
una democracia genuina. Tales principios serían
fundamentalmente tres: el principio de libertad jurídica, según el cual ningún individuo está obligado a
cumplir ninguna ley a la que previamente no haya dado su consentimiento; el
principio de igualdad jurídica, que señala que la ley ha de ser la misma para
todos y ha de obligar a todos por igual; y el principio de separación de
poderes, legislativo, ejecutivo y judicial, de suerte que se constituya un
sistema de contrapesos que impida los abusos de poder por parte del Estado.
Estos principios democráticos derivan de esas exigencias morales de
libertad, igualdad y dignidad que son los derechos humanos, para decirlo con
Javier Muguerza, razón por la cual habrían de incorporar la igualdad social, si
no queremos que la democracia quede reducida a un mero procedimiento formal. Y
parece evidente que estos principios básicos no se cumplen ni en las
instituciones públicas ni en los partidos políticos que las sustentan. España es
un buen ejemplo de ello: la nula separación de poderes de facto, la connivencia
entre el poder político y el poder económico, la oposición de los partidos a la
participación ciudadana en los procesos de toma de decisiones públicas, el
ataque al parlamentarismo y presumiblemente a la voluntad de la mayoría que
supone el acuerdo, gran coalición o no, entre PP, Ciudadanos y PSOE con la
insignificante pero inestimable ayuda de Coalición Canaria, la podredumbre que
corroe a todos los poderes del Estado incluyendo el judicial, como ha puesto de
manifiesto el culebrón de las grabaciones a la isleña protagonizado, de
momento, por jueces y empresarios, son razones más que suficientes, entre
otras, para estar en contra de la democracia real precisamente por atentar
contra lo que habría de ser una democracia.
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