martes, 6 de diciembre de 2016

Podemos hacer lo que queramos


E
n alguna otra ocasión me he referido a los economistas como una especie de ideólogos del capitalismo disfrazados de científicos sociales que tratan de convencernos a los legos en economía de que determinadas decisiones políticas responden a una suerte de leyes económicas tan inevitables como las leyes de la naturaleza. Sin embargo, existen excepciones, como la del catedrático de Política Económica de la Universidad de Barcelona, Antón Costas Comesaña, quien, en una entrevista publicada el pasado domingo en La Provincia / DLP, denuncia esta tendencia del pensamiento político-económico a justificar determinadas políticas como si, en efecto, no hubiese alternativas, aunque dirige su crítica más contra las autoridades gubernamentales que hacia los propios economistas: “Es muy frecuente que los gobiernos, cuando quieren llevar adelante una política económica con fuerte contenido ideológico, abracen esa idea de que no hay alternativa, de que la economía no da otras opciones. Eso no es verdad. Hay que distinguir entre lo que conocemos los economistas y lo que después se aplica en condiciones concretas con un fuerte sesgo ideológico”, se puede leer en la entrevista de marras.
            Mas por mucho que Costas Comesaña trate de atribuir el mal del fundamentalismo económico a la clase política y pretenda eximir a los economistas, lo cierto es que las decisiones políticas que se pretenden inevitables suelen venir respaldadas por alguna teoría económica de lo más solvente suscrita por alguno de los gurús de la economía internacional. No en vano, es en el campo de la economía donde más se han acercado las ciencias sociales a las ciencias naturales, en lo que se refiere a la aplicación del método y a los resultados obtenidos, lo que las ha revestido de un halo de cientificidad que los economistas suelen exhibir ante los profesionales de otras ciencias sociales con una petulancia más propia del glamur del cine, la música o el deporte de élite que de espacios académicos, aunque, bien pensado, tal vez esos espacios sean precisamente los más apropiados para el despliegue de tales mañas.
     Sea como fuere, lo que parece claro es que el estatus epistemológico de las ciencias sociales, la economía incluida, dista mucho de acercarse al de sus envidiadas primas las ciencias naturales, habida cuenta del grado de falibilidad de sus predicciones. Buena muestra de ello sería la crisis económica que venimos padeciendo desde 2008, la cual no solo no fue prevista y evitada sino que no termina de ser superada, por más que haya sido, eso sí, sobradamente explicada a posteriori. Y qué decir de las nunca bien ponderadas predicciones de los sesudos sociólogos y politólogos, sobre todo de aquellos que proclamaron la cuasi imposibilidad del triunfo del Brexit o de la victoria de Donald Trump y no paran de rasgarse las vestiduras sin dejar de seguir haciendo pronósticos sobre cualquier asunto de la actualidad social. Ante este panorama de confusión, quizás lo más sensato sería recordar lo que ya nos enseñaron los primeros filósofos, a saber: que una cosa son las leyes de la naturaleza, physis, y otra las normas que los seres humanos nos damos a nosotros mismos, nomos. Y en este último ámbito podemos hacer lo que queramos, pues no existen leyes económicas universales ni leyes invariantes por las que se rija el curso de la historia.

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