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ras las desafortunadas
y criticadas declaraciones del presidente del Gobierno de Canarias, Fernando
Clavijo, a quien, después del último asesinato machista cometido en las Islas, no
se le ocurriera otra cosa mejor que reducir la violencia de género al ámbito de
las decisiones individuales, su compañero de partido y presidente del Cabildo
de Tenerife, Carlos Alonso, decidió retirar la subvención al concierto de
Maluma arguyendo que las letras de las canciones de la estrella de reguetón son
machistas. Se trata, qué duda cabe, de un nuevo alarde de oportunismo político,
tal como acertadamente señalara la consejera de Igualdad del Cabildo de Gran
Canaria, María Nebot. Lo que no me queda claro es si tal oportunismo buscaba
lavar la cara del presidente Clavijo o tenía por objeto mostrar la superioridad
moral de Alonso y su mayor sensibilidad ante la violencia de género de cara a
la galería.
Elucubraciones aparte, la decisión
de Alonso no ha estado exenta de polémica, no tanto por su inoportuno
oportunismo sino por el hecho de que actos de este tipo constituyen un nuevo
modo de censura, postcensura que se
dice ahora, que no casa bien con el derecho a la libertad de expresión que, en
general, se reconoce como un pilar básico de las sociedades que se pretenden
democráticas y respetuosas con los derechos humanos. Y es que acciones
como la de Alonso responden más a un intento de satisfacer las exigencias del
imperio de la corrección y la dictadura de los ofendidos de uno y otro signo,
desde la Iglesia hasta la gente progre,
que a una verdadera apuesta política por la lucha contra la desigualdad. Sin
duda, algunas de las letras de Maluma rezuman un machismo execrable, pero algo
más tendrá para que esté en el punto de mira de los nuevos biempensantes de la
sociedad, habida cuenta de que el machismo que sirve de pretexto a los
martillos del reguetón está también presente en otros géneros musicales como el
rock, tan aplaudido por los que se rasgan las vestiduras ante este nuevo
demonio musical, no digamos ya el bolero o el tango, que tanto arraigo tienen
en Canarias, o incluso el propio folclore canario.
Y
es que un día criticamos el machismo de Maluma o Daddy Yankee y al siguiente
damos rienda suelta a nuestros cuerpos al ritmo del buen y genuino rock’n roll
de los Mojinos en Arucas, con toda su carga de humor ácido en el que las
mujeres desde luego no salen bien paradas. O nos vamos de romería y todos
juntos cantamos ese himno a la servidumbre doméstica de la mujer que tiene por
estribillo “pobrecillo novio, ¡ay pobre Rafael!”. Así las cosas, tengo para mí
que la cruzada contra el reguetón tiene más de conflicto intergeneracional que
de lucha contra la violencia de género. Por lo demás, la censura, en cualquiera
de sus formas, se ha revelado ciertamente ineficaz e incluso, en ocasiones,
consigue el efecto contrario del perseguido, como creo que pasa con las estrellas
de reguetón, que serían auténticos desconocidos para quienes peinamos canas si
no fuera porque los guardianes de la moral y las buenas costumbres se han
encargado de señalarlos. Por cierto, que tengo un par de libros de filosofía
publicados y aún albergo la esperanza de que alguno de estos nuevos adalides de
los ofendidos del mundo les coja ojeriza y me haga famoso.
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