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n un libro
reciente, La fragilidad de una ética
liberal, la filósofa española Victoria Camps afirma que el mayor problema
al que nos enfrentamos en relación con los valores no consiste en dilucidar
cuáles habrían de ser los más elevados, sino en cómo hacer para que los que
todos en general consideramos los valores más importantes se impongan
verdaderamente en la vida real. En efecto, existe un acuerdo generalizado en
torno a los grandes valores de la modernidad y en general nadie cuestiona, por
encima de cualesquiera consideraciones, que la libertad, la igualdad y la
fraternidad, así como la dignidad del ser humano, son los grandes valores sobre
los que se deben sustentar las sociedades modernas. Sin embargo, en las
prácticas sociales cotidianas, estos grandes valores se ven relegados a un
segundo plano frente al primado de otros como el éxito, el beneficio económico
o el placer inmediato.
En opinión de Camps, los factores
que explicarían esta dificultad de las sociedades democráticas para hacer que
los grandes valores en los que se inspiran sean verdaderamente los más
importantes son tres: la asociación entre libertad y consumismo, la
desorientación de la educación laica y los cambios en la estructura familiar. A
mi modo de ver, no le falta razón a Camps al destacar estos tres factores, mas
tengo para mí que lo que verdaderamente hace que la libertad, la igualdad y la
dignidad queden reducidas a grandes palabras sin influencia en la vida
cotidiana frente a la preponderancia de la rentabilidad económica y el imperio
del hedonismo egoísta y ramplón es el triunfo de lo que el filósofo canadiense Crawford
Macpherson llamara individualismo posesivo: la concepción de la sociedad como un
conjunto de individuos-propietarios que se asocian para defender sus intereses
individuales y sus propiedades, propia del liberalismo clásico y del
neoliberalismo actual.
Cuando los valores asociados al
individualismo posesivo ocupan el lugar que debieran ocupar los grandes valores
de la modernidad, se resienten los derechos que se inspiran en esos valores,
los derechos que tratan de proteger la dignidad de los individuos. Tales
derechos no son otros que los derechos humanos, con los que ocurre algo similar
a los grandes valores en los que se inspiran: a pesar de que nadie niega, en
general, su importancia, no terminamos de asumir que se trata de derechos
fundamentales de las personas que no se pueden conculcar bajo ningún concepto,
pues lo que está en juego es la dignidad de las personas. Y si la ciudadanía no
se muestra firme a este respecto, entonces el Estado puede caer en la tentación
de no ser inflexible en el respeto a los derechos humanos. Tal es el caso de
España, a la que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos le ha tenido que
enmendar la plana dos veces en lo que va de año. Asimismo, el Comité de
Derechos Humanos de Naciones Unidas reclamaba hace unas semanas a España que
garantice los derechos políticos de Jordi Sánchez. Y ahora un tribunal alemán
ha rechazado que Puigdemont haya incurrido en un delito de rebelión. ¿Hemos de
creer que la ONU, Estrasburgo y hasta la justicia alemana conspiran contra
España o más bien deberíamos preocuparnos por la fragilidad de nuestros
derechos fundamentales?
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