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l pasado 20 de
marzo, como cada año desde 2013, se celebró el Día Internacional de la
Felicidad, una fecha que ha pasado más bien inadvertida a pesar de que fue la
propia Asamblea General de la ONU la que proclamó tal día en junio de 2012, en
una resolución en la que se insta tanto a los gobiernos de los estados miembros
como a la sociedad civil, las ONG y los particulares a celebrar este día y a
llevar a cabo actividades educativas y de concienciación. Del escaso éxito de
la convocatoria se inferiría que el asunto de la felicidad resulta irrelevante
para la ciudadanía si no fuera porque vivimos en una sociedad obsesionada con
la felicidad, con un modelo único y a mi juico erróneo de felicidad, en la que
ser feliz se ha vuelto un mandato más vinculante, ¡ay!, que el imperativo
categórico kantiano. ¿A qué se debe, entonces, ese desinterés en el Día
Internacional de la Felicidad?
Acaso
alguien pudiera pensar que eso de la felicidad es algo demasiado trivial,
incluso una ñoñería, para que la ONU se esté preocupando por ello, pero lo
cierto es que la felicidad, la vida buena, es algo de lo que una disciplina tan
poco susceptible de ser calificada de trivial como la filosofía ha venido
ocupándose desde hace siglos. Y es que, ya lo decía el viejo Aristóteles, la
felicidad es el mayor bien y todos los seres humanos la buscan, por más que hoy
existan, como ha ocurrido a lo largo de la historia, distintas concepciones de
la misma. Algunas de estas concepciones han considerado que ser feliz está
vinculado a las condiciones materiales de existencia, que es necesario acceder
a unas mínimas condiciones de vida para poder desarrollar un proyecto vital que
conduzca a la felicidad. Este es el
sentido en el que la ONU pretende celebrar la felicidad y acaso sea por ello
que las instituciones han mostrado tan poco interés: la felicidad no es
independiente de la distribución de la riqueza.
Sin
duda es necesario un cierto grado de bienestar para poder ser feliz, como
resulta imprescindible gozar de libertad para poder escoger cómo vivir, mas todo
ello, por más que resulte necesario para la felicidad, es asimismo
insuficiente. Al Estado le corresponde garantizar esas condiciones de bienestar
y libertad, nada más, ni nada menos. Se trata de generar las condiciones para
que el individuo pueda ejercer no el inexistente derecho a ser feliz, sino el
derecho fundamental a buscar su propia felicidad. Mas le corresponde al
individuo decidir en qué ha de consistir su felicidad, para lo cual, sería
conveniente escuchar lo que los filósofos han dicho al respecto a lo largo de
la historia. Una buena muestra de ello nos la ofrece la filósofa Victoria Camps
en el que creo es su último libro, La
búsqueda de la felicidad, donde repasa y comenta las distintas concepciones
filosóficas de la felicidad que ha habido de los griegos a hoy con la lucidez y
sencillez, que a otros tanto cuesta conciliar, que la caracteriza. Les animo a
que lo lean. Yo he sido feliz haciéndolo en mi particular celebración del Día
Internacional de la Felicidad.
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