domingo, 14 de abril de 2019

La dignidad es el límite


L
a democracia es un lugar de encuentro entre la ética y la política, pues se trata de una forma de organización política que pretende estar moralmente justificada. Ello es así porque cuando se reivindica la democracia como la mejor forma de organizar políticamente la sociedad no se apela a su eficacia, ni siquiera a que las decisiones colectivas que se tomen democráticamente sean necesariamente las más acertadas, sino a que la democracia es el sistema que protege mejor que ningún otro esos dos grandes valores morales que hemos heredado de la Ilustración, la libertad y la igualdad. El reconocimiento efectivo de estos dos grandes valores implica que la ley ha de ser la misma para todos y ha de obligar a todos por igual, pero también que, para decirlo kantianamente, ningún individuo está obligado a cumplir ninguna ley a la que previamente no le haya dado su consentimiento. De ahí que, en la modernidad, en democracia, la legitimidad de las leyes solo pueda descansar en la libre aceptación de las mismas por parte de la ciudadanía.
De lo señalado hasta ahora se desprende que la democracia es un espacio de conflicto de valores, pues no resulta sencillo conciliar la libertad y la igualdad así entendidas: ¿cómo sería posible garantizar que todos cumplan las mismas leyes y que, al mismo tiempo, cada uno solo obedezca aquellas leyes que se da a sí mismo? Tan solo cuando las leyes fueran el resultado de un consenso entre los ciudadanos podrían quedar perfectamente conciliados estos dos grandes valores, pues el individuo, al cumplir la ley, en rigor, solo se estaría obedeciendo a sí mismo. Mas ocurre que en las sociedades reales habitadas por individuos reales estos consensos rara vez son posibles, por lo que hemos de conformarnos con el recurso a la regla de la mayoría, lo cual, en principio, serviría para observar el principio de igualdad, la ley sería la misma para todos y obligaría a todos por igual, pero no el de libertad, pues los individuos en desacuerdo, las minorías, se verían obligados a acatar leyes a las que no habrían dado su consentimiento.
El problema de legitimidad de la regla de la mayoría y del conflicto entre libertad e igualdad se podría paliar, que no resolver definitivamente, si todos los ciudadanos estuviéramos de acuerdo en dos normas básicas: primera, las leyes para tener validez han de contar con el consentimiento unánime de los ciudadanos; segunda, en caso de desacuerdo se habrá de recurrir a la regla de la mayoría. De este modo, las leyes aprobadas con el respaldo de la mayoría contarían con la aceptación, en virtud de la segunda norma, incluso de las minorías en desacuerdo. Mas para que ello no supusiera un problema de falta de legitimidad, sería necesario que todos los ciudadanos, además, estuvieran de acuerdo en una tercera norma: las leyes aprobadas por mayoría no podrán atentar contra la dignidad de las personas, pues, obviamente, hay asuntos que no pueden ser, legítimamente, sometidos a votación: la dignidad es el límite. Y si una ley traspasa ese límite, asunto que solo puede decidir cada uno en el fuero interno de su conciencia, entonces el individuo se hallará moralmente autorizado para desobedecerla. Esto es lo que ha hecho Ángel Hernández al ayudar a su mujer a poner fin a tanto sufrimiento: desobedecer la ley por motivos de conciencia. ¿Puede una democracia madura sancionar a un hombre por haber actuado con la dignidad contra la que una ley injusta atenta?

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