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i algo ha
revelado la pandemia que asola al planeta es la fragilidad del ser humano.
Fragilidad ante la enfermedad, por supuesto, pero también fragilidad ante la
realidad que se mantiene, en algunos aspectos, inextricable. Y es que el hombre,
ya lo decía Aristóteles, tiene la necesidad de saber, de comprender el mundo
que le rodea y de comprenderse a sí mismo. Se trata de una necesidad, en
primera instancia, teórica, pues queremos saber por el mero afán de buscar la
verdad. Pero además demandamos el conocimiento por su utilidad, porque solo
desde el conocimiento certero de la realidad se pueden afrontar con cierta
esperanza de éxito algunos de los problemas de la humanidad, entre los que las
enfermedades que tanto dolor han causado a lo largo de la historia ocuparían un
lugar destacado.
En
esta búsqueda de la verdad, el papel de la ciencia en los últimos siglos ha
sido fundamental. Hasta el punto de que, ya lo hemos dicho en otras ocasiones,
la ciencia moderna ha venido a sustituir en cierta medida a la religión. No es
solo que la ciencia haya desplazado a la religión como forma más fiable de
explicar el mundo, al menos en lo que a la realidad empírica se refiere, sino
que el hombre moderno, a priori
habitante de un universo postmetafísico, mantiene con la ciencia una relación
similar a la que los antiguos mantenían con la religión. Si en tiempos
premodernos se asumían los dogmas religiosos y se aceptaba la verdad revelada
de modo inquebrantable, hoy pretendemos que la ciencia nos provea de las
verdades absolutas que antaño nos proporcionaba la religión y aceptamos por lo
general de forma acrítica las verdades científicas, en lo que no deja de ser un
acto de fe: fe en la ciencia y en la comunidad científica, pero fe al fin y al
cabo.
Esta
actitud generalizada hacia la ciencia muestra la falta de cultura científica
que aún existe en la sociedad actual. Pues una mínima comprensión de la ciencia
permitiría entender que ésta no aspira a encontrar una verdad absoluta,
incuestionable, sino que ha de conformarse con hallar, a lo sumo, una verdad
objetiva, y que, en muchos casos, la objetividad de la ciencia no va más allá
del acuerdo intersubjetivo entre los miembros de la comunidad científica. Es
por ello que la ciencia constituye una forma de conocimiento crítica, pues
asume que no se puede aceptar nada como verdadero sin que haya algún tipo de
evidencia que lo respalde y que los hallazgos, teorías y procedimientos han de
estar continuamente sometidos a la revisión y al análisis crítico. Hoy,
atemorizada ante el avance de la pandemia, la sociedad le pide a la ciencia
soluciones inmediatas que no puede ofrecer, pues la ciencia es limitada; es
metódica, empírica y crítica, pero no es mágica y por ello, precisamente, es
mucho más eficaz que la magia o la religión, y es, con todas sus limitaciones,
el mejor recurso que tenemos para luchar contra el Covid-19, aunque no podamos
asegurar que finalmente consiga vencer al virus y, desde luego, sea incapaz de
poner fin a la fragilidad del ser humano.
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