sábado, 15 de mayo de 2021

Los debates robados

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ras la rotunda victoria de Isabel Díaz Ayuso en las elecciones de la Comunidad Autónoma de Madrid, me viene a la memoria uno de los más vergonzosos episodios protagonizados por su excelsa presidenta, Isabel Díaz Ayuso, quien el pasado mes de septiembre afirmara que “Madrid es España dentro de España”. Entonces, se recordará, se criticó la puesta en escena escogida por la lideresa, con un escenario plagado de banderas españolas,  para anunciar el acuerdo al que había llegado con Pedro Sánchez para coordinar las medidas con las que combatir la pandemia en Madrid. Identificar España con Madrid se consideró, con razón, un ejemplo más del peor centralismo, una apropiación inaceptable del conjunto de España, otra de las excentricidades verbales a las que Ayuso nos tiene acostumbrados. Sin embargo, siete meses después, se diría que tanto los partidos políticos como los medios de comunicación vinieron a darle la razón a Ayuso, a juzgar por el modo en el que se desarrolló la campaña electoral y el tratamiento mediático recibido.

Tanto exceso no podía terminar bien y lo que debía ser la gran fiesta de la democracia se convirtió en un cenagal más bien poco democrático. Sabido es que nuestra democracia, al igual que el resto de las democracias modernas, por muy plena que se considere, tiene bastantes déficits, sobre todo en lo referido a las desigualdades sociales y a la escasa participación de la ciudadanía en los procesos de toma de decisiones públicas, que es lo que, en rigor, constituye, o habría de constituir, el núcleo de un régimen democrático. Que la participación en la vida pública de los ciudadanos se limite a votar periódicamente no dice mucho de nuestro sistema, pero que ya ni siquiera se pueda asistir a la confrontación de ideas por parte de los distintos líderes políticos que participan en una contienda electoral resulta incluso antidemocrático. Si encima ello se debe a una escalada de violencia inadmisible entre quienes aspiran a ser los representantes de la ciudadanía, entonces, además de antidemocrático, deviene esperpéntico.

La escalada de violencia empezó a gestarse cuando la derecha, la ultramontana y la que se suponía más moderada, se negó a aceptar la legitimidad del Gobierno de Pedro Sánchez salido de la moción de censura a Mariano Rajoy, siguió con la acusación de ilegítimo, ¡otra vez!, al Gobierno de coalición del PSOE y Unidas Podemos, por socialcomunista, bolivariano, traidor de España y no sé qué más, y terminó por explotar, como hemos visto, en la campaña electoral madrileña. El “comunismo o libertad” de Ayuso, desde luego, no ayudó, pero la insistencia de Pablo Iglesias en su misión autoimpuesta de salvarnos del fascismo, tampoco. Y es que, seamos serios, ni el Gobierno de coalición es una amenaza para la libertad, no más que cualquier otro gobierno democrático, ni Vox es, en rigor, un partido fascista, por más que su candidata, Rocío Monasterio, con sus maneras monjiles, se negara a tomarse en serio las cartas y las balas. De estas elecciones nos queda la incontestable victoria de Ayuso que ya es el PP dentro del PP; pero también, ¡ay!, las malas mañas de los candidatos que incendiaron la campaña y hasta robaron a la ciudadanía los debates electorales. 

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