viernes, 23 de abril de 2021

La vida plena

 

A la memoria de mi madre,

Pilar Limiñana

U

na persona relativamente cercana a mí, más en lo laboral que en lo personal, a quien no voy a nombrar por respeto a su privacidad, pero sin duda se reconocerá en estas líneas, me envió una nota de condolencia tras el fallecimiento de mi madre en la que, además de expresarme su apoyo, me decía que esperaba que hubiera tenido una vida plena y feliz. ¿Fue mi madre feliz? ¿Tuvo una vida plena? Más de una vez, estando ella viva, me lo pregunté, y en estos días, ¡ay!, me lo he seguido preguntando sin remedio. Mas si les cuento esto ahora no es porque me haya propuesto hacer pública la intimidad familiar,  sino porque la muerte nos recuerda que estas preguntas que ahora formulo en tercera persona debiéramos hacérnoslas en primera persona del singular cada uno de nosotros de vez en cuando, si no queremos dejarnos arrastrar por la corriente de la vida sino vivirla con autenticidad. Ya lo decía Sócrates, una vida sin ser pensada no merece la pena ser vivida.

            Preguntarnos si somos felices, si estamos viviendo una vida plena, nos lleva a la pregunta general por la felicidad, una cuestión esta que viene ocupando a los filósofos desde los inicios de la filosofía. Y para quien quiera conocer las respuestas que a esta pregunta fundamental ha dado nuestra secular disciplina a lo largo de los siglos, recomiendo la lectura de La búsqueda de la felicidad, de Victoria Camps, una obra a la que a todas luces se le podrá sacar bastante más provecho que a todos esos mal llamados libros de autoayuda que tanto proliferan en el mercado editorial. La búsqueda de la felicidad, desde luego, no nos da una respuesta definitiva, como por otra parte suele ocurrir con las cuestiones de las que se ocupa la filosofía, ni nos exime, por lo tanto, de pensar por nosotros mismos en qué ha de consistir la felicidad, pero nos proporciona un conjunto de valiosas herramientas con las que llevar a cabo nuestra propia investigación sobre este asunto. Y es que, con permiso de Aristóteles, la felicidad se dice de muchas maneras.

            Una de esas maneras es la que aquí, siquiera sea de modo implícito, se está intentando defender al identificar la felicidad con la vida plena, pues, en efecto, la felicidad se puede concebir de múltiples modos que poco tendrían que ver con la vida plena de la que estamos hablando. Y esta vida plena habrá de estar indefectiblemente vinculada a la libertad, ya que cuando nos preguntamos si realmente somos felices, si estamos llevando una vida plena, lo que nos estamos preguntando es si estamos viviendo la vida que queremos vivir. La vida plena, la felicidad, habrá de consistir entonces en el ejercicio de la libertad, en vivir la vida que uno quiere vivir, sea esta la vida que sea. Esto es lo que nos enseña la muerte: ante la certeza de la finitud, tal como señalara Heidegger, se nos abren dos posibilidades: vivir una existencia inauténtica, sometidos al se, a lo que se considera correcto, o vivir una existencia auténtica desde la autodeterminación. Y desde esta perspectiva creo poder afirmar que mi madre, a su manera, fue feliz, tuvo una vida plena, toda vez que, al menos en parte, vivió la vida que quiso vivir.

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