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an pasado dos
semanas desde que decayera el estado de alarma y, que se sepa, el apocalipsis
aún no ha llegado, para alegría de la ciudadanía y decepción de quienes se
apresuraron a afirmar que Pedro Sánchez, siempre tan malévolo, había dejado a
los españoles a la intemperie frente al coronavirus. A pesar de que esa misma
noche se congregaron en multitud de plazas de España cientos de jóvenes
dispuestos a celebrar botella en mano que el estado de alarma había terminado,
lo cierto es que la incidencia de la COVID sigue, dos semanas después, bajando.
Lo cual es sin duda motivo de alegría pero nos debe llevar a todos a reflexionar
y a más de un sesudo analista a hacer un ejercicio, siquiera sea por una vez, de
la tan saludable como escasa autocrítica. Y es que tras el linchamiento
mediático de los “descerebrados” que salieron a festejar por las plazas de
España, la evidencia empírica lo que nos muestra es que los denostados
botellones no han hecho que los contagios hayan ido al alza.
Dicen los expertos que las aglomeraciones constituyen uno de los mayores focos de contagio de la COVID, toda vez que el virus se propaga por el aire. Sin embargo, no conozco ningún estudio que demuestre que haya habido una relación de causa efecto entre la aglomeración de personas en espacios abiertos por el motivo que sea y el incremento de la incidencia de la pandemia. Desde que el SARS-CoV-2 irrumpió en nuestras vidas, son varios los momentos en los que han tenido lugar grandes concentraciones de individuos y se diría que la evolución de la pandemia ha ido al margen de estos hechos, expandiéndose en diferentes olas con distintos momentos de subida y bajada. Desde las manifestaciones organizadas por el movimiento Black Lives Matter en Estados Unidos, hasta las protestas en contra del encarcelamiento del rapero Pablo Hasél en Barcelona, pasando por diversas concentraciones y hasta celebraciones de logros deportivos, son muchos los momentos en los que la gente ha tomado la calle a lo largo de todos estos meses y, que se sepa, ello no ha tenido consecuencias significativas en la expansión del COVID.
Todo ello me lleva a preguntarme si tantos meses de estado de alarma no habrán sido excesivos, si tanta restricción de las libertades básicas no habrá sido arbitraria. En su célebre ensayo ¿Qué es la Ilustración?, Immanuel Kant criticaba duramente a sus coetáneos por permanecer instalados en la minoría de edad, por no atreverse a pensar por ellos mismos, a tomar sus propias decisiones dejándose guiar por su propia razón. Más de dos siglos después, demandamos del Gobierno que piense por nosotros y hasta le pedimos que restrinja nuestra libertad en una dejación de responsabilidad impropia de una ciudadanía madura, capaz de autogobernarse, de dirigirse a sí misma como exigen los más elementales principios de la democracia. Llevamos muchos meses soportando restricciones de la libertad, toques de queda incluidos, que han supuesto de facto la suspensión de varios derechos fundamentales. Ahora que los estamos recuperando, no es el momento de lamentarse, ni mucho menos de pedir una vuelta a la tutela, sino de ejercer nuestros derechos responsablemente, con prudencia, que diría Aristóteles, pero con libertad, para que la búsqueda de la inmunidad de rebaño no nos termine de convertir en borregos.
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