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n alguna otra
ocasión me he referido al hecho de que vivimos en una sociedad que parece
obsesionada con la felicidad. Una obsesión que, paradójicamente, lleva a muchas
personas a ser profundamente infelices. No hay, a mi modo de ver, un único modo
de ser feliz, pero yo diría que la que parece ser la concepción hegemónica hoy
en día es profundamente errónea. Identificar la felicidad con el éxito
económico, profesional o social genera más frustración que auténtica felicidad.
Si a ello le añadimos que casi nadie aparenta estar interesado en la vida buena
sino más bien en demostrar a los demás lo feliz que se es y lo bien que le va en
la vida, entonces no es de extrañar que haya tantas personas sumidas en
procesos depresivos. Si tomamos como modelo al hombre o a la mujer de éxito,
con dinero, reconocimiento social, deslumbrante en el trabajo o en los
negocios, inteligente, brillante y físicamente atractivo, el resultado es que
aspiraremos a ser no ya lo que no somos, sino lo que no podemos ser, al menos
la inmensa mayoría de nosotros.
La búsqueda de la felicidad, de la vida buena, es algo que preocupa a los seres humanos desde la Antigüedad. No en vano constituye el asunto central de las éticas premodernas y el propio Aristóteles ya señaló que la vida buena, la eudaimonía, constituye el fin último del hombre. Mas Aristóteles entendió que la verdadera felicidad no puede consistir ni en el placer, ni en el dinero ni en el honor o la gloria, pues si la felicidad es el fin último del ser humano, esta habrá de consistir necesariamente en el ejercicio continuado de la actividad propia del hombre. Y puesto que el rasgo distintivo del ser humano es la razón, entonces, la verdadera felicidad habrá de consistir en el ejercicio continuado de la razón, en dedicarse a lo que Aristóteles llamaba la actividad teórica o la contemplación. Lo que viene a significar que el ser humano es verdaderamente feliz cuando se realiza a través de la búsqueda del conocimiento y la verdad.
Seguramente no todo el mundo haya de sentirse realizado dedicándose a la vida contemplativa, pero el solo hecho de que se conciba la felicidad como autorrealización y no como posesión o reconocimiento hace que resulte conveniente, todavía hoy, escuchar lo que Aristóteles tiene que decir sobre este asunto, el de la felicidad, que a todo ser humano ocupa y preocupa, quizás en demasía. Y es que acaso sea más importante la dignidad que la felicidad y hasta es posible que, para decirlo a la manera de Kant, lo verdaderamente relevante desde un punto de vista moral no sea tanto alcanzar la felicidad sino cumplir con nuestro deber por sentido del deber, lo que, como bien señaló el de Königsberg, no promete la felicidad pero nos hace dignos de ser felices. Todo lo cual habrá de decidirlo cada uno en su fuero interno y para ello se me antoja imprescindible que se vuelva a estudiar Ética en la Educación Secundaria Obligatoria, que es lo que el Gobierno no contempla en la nueva ley educativa, por más que los partidos que lo sustentan, junto al resto de los que forman parte del arco parlamentario, se comprometieran a ello en el Congreso de los Diputados.
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