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l pasado jueves, como cada 25 de
noviembre, se celebró el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia
contra la Mujer, un tipo de violencia que, al menos desde la Cuarta Conferencia
Mundial sobre la Mujer, celebrada en Beijing, China, en 1995, se define como
“todo acto de violencia basado en el género que tiene como resultado posible o
real un daño físico, sexual o psicológico”. De tal definición se desprende que
la expresión “violencia de género” alude fundamentalmente a la violencia que se
ejerce contra las mujeres por el mero hecho de ser mujeres. Y así es cómo,
según creo, se ha venido sosteniendo por parte del feminismo desde hace años.
El matiz “por el hecho de ser mujeres” no es trivial, pues resulta fundamental
para comprender en qué consiste la violencia machista. Otra cosa es que, desde
algunos feminismos, la violencia de género se haya querido diferenciar de la
violencia contra la mujer para incluir en la primera expresión la que se puede
ejercer contra las personas del colectivo LGTBI.
No es mi intención, en cualquier caso, entrar ahora en el debate interno del feminismo con respecto a esta cuestión, pues lo que me interesa hoy es reflexionar sobre el alcance de la violencia contra las mujeres por el hecho de serlo, independientemente de si se quiere denominar violencia de género o si se prefiere entender este concepto en sentido más amplio. El término de la expresión sobre el que quiero detenerme, entonces, es el de “violencia”. Y es que la violencia se puede ejercer de muchas maneras. Es así que la más clara de ellas es la que llamamos violencia directa, que es la que tiene lugar cuando se produce una agresión física, sexual o psicológica y lamentablemente, incluso en las sociedades que se dicen respetuosas con los derechos humanos, son muchas las mujeres que sufren este tipo de violencia que alcanzaría su máxima expresión en el asesinato.
Pero además de la violencia directa, existe la que se ha dado en llamar violencia estructural, que es la que tiene lugar cuando se atenta contra los derechos humanos de los individuos. Y comoquiera que entre esos derechos humanos se hallan los civiles y políticos, pero también los económicos, sociales y culturales, entonces, cada vez que se atenta contra el derecho de un ser humano al acceso a los recursos materiales mínimos para poder llevar a cabo una vida digna, estaríamos ante un caso de violencia estructural. Un tipo de violencia que, en muchas ocasiones, bien puede ser considerado como violencia contra las mujeres o violencia de género, toda vez que mayormente son las mujeres las que ven conculcados sus derechos económicos y sociales, por más que en nuestras democracias liberales haya un reconocimiento formal de las libertades básicas y de la igualdad entre hombres y mujeres. Prueba de ello sería la tristemente célebre brecha salarial o, lo que es aún peor, el fenómeno de la feminización de la pobreza. Y tengo para mí que el 25 N es un día para reivindicar el imperativo moral de eliminar este tipo de violencia y no solo la violencia física, psicológica o sexual que, por descontado, también debiera ser erradicada.
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