miércoles, 9 de octubre de 2013

Lampedusa

E
uropa es la madre de la Ilustración, ese gran movimiento cultural que pone el énfasis en la razón como fuente del conocimiento y, lo que sin duda es más importante, como condición de posibilidad de la autodeterminación del ser humano. La Ilustración no sólo impulsó notablemente el progreso científico y técnico sino que también hizo emerger los grandes valores de la modernidad, libertad, igualdad y solidaridad, y trajo consigo las primeras declaraciones de derechos humanos, así como las primeras democracias modernas. Por todo ello es comprensible que los ilustrados del siglo XVIII mantuvieran una confianza ciega en la razón y estuviesen convencidos de que el progreso en el conocimiento conduciría al progreso económico, social y también moral.
            Sin embargo, el siglo XX habría de mostrarnos el lado oculto de la Ilustración al poner de relieve cómo los grandes avances tecnológicos habían servido más a la expansión de la opresión que a la emancipación de la humanidad. En efecto, las dos guerras mundiales, que bien pueden concebirse como guerras civiles entre europeos, la guerra civil española, el auge de los fascismos, el estalinismo, Aushwitz o el Gulag constituyen buenas muestras de que la razón había permanecido dialécticamente ligada a la barbarie. Esto mismo es lo que señalaron en su célebre libro Dialéctica de la Ilustración, de 1944, los filósofos Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, quienes pese a concebir que la libertad no es posible sin el pensamiento ilustrado, se hallan igualmente convencidos de que la Ilustración lleva en su seno el germen de su autodestrucción, la semilla de la barbarie. Por ello dedicaron sus esfuerzos filosóficos a evitar la repetición de Aushwitz, a salvar a la Ilustración de sí misma para que las esperanzas ilustradas se pudieran cumplir.
            Mas a pesar de los esfuerzos de los filósofos de la Escuela de Fráncfort, entre otros, el siglo XXI no ha empezado mucho mejor que el pasado. Si damos por buena la tesis del historiador Eric Hobsbawm, según la cual el presente siglo comenzó en 1989, con la caída del Muro de Berlín, sólo podemos constatar que la Europa del siglo XXI, ¡ay!, sigue instalada en la barbarie. Muestra de ello es la guerra de la extinta Yugoslavia y las secuelas de odio étnico que aun hoy perduran. Y más recientemente, el auge de partidos fascistas y xenófobos en distintos países europeos, las políticas racistas de Francia para con los gitanos rumanos, la valla de la vergüenza en Melilla, los centros de internamiento de extranjeros en España, los miles de inmigrantes muertos en las costas canarias y andaluzas y, por último, Lampedusa: los cientos de personas que murieron intentando alcanzar el sueño europeo de una vida digna. ¿Para cuándo una Europa verdaderamente ilustrada en la que la todo ser humano, independientemente de su lugar de procedencia, sea reconocido como un ser dotado de dignidad, como un fin en sí mismo, que diría el europeo e ilustrado filósofo Inmanuel Kant?

miércoles, 2 de octubre de 2013

Despotismo democrático

P
or paradójico que resulte, las democracias representativas que conocemos son muy poco democráticas, pues si la democracia ha de consistir en el autogobierno de los ciudadanos, nos digan los políticos lo que nos digan, cada día parece más claro que aquí los únicos que se autogobiernan son los mercados, eufemismo con el que en los últimos años nos referimos a eso que antes, ortodoxias marxistas aparte, llamábamos el capital. Y es que no parece que haya forma de que los dirigentes políticos escuchen a los ciudadanos a la hora de gobernar, por más que desde algunos sectores mediáticos se insista en que los líderes de todos los países democráticos del mundo son rehenes de la opinión pública, pues sólo tienen oídos para la voz de los grandes capitales que es la única que suena.
            Decía Kant que si atendemos al modo en que el Estado ejerce el poder sólo existen dos formas de gobierno: la republicana, que respeta la libertad de los ciudadanos, y la despótica, que no lo hace. Hoy vivimos instalados en una suerte de despotismo democrático, toda vez que los gobiernos son elegidos democráticamente pero ejercen el poder de manera despótica, es decir, sin tener en cuenta la voluntad de los individuos a los que gobiernan. Buen ejemplo de lo que estamos diciendo lo constituye la forma en la que Mariano Rajoy y sus muy moderados ministros gobiernan en España, quienes imponen sus decisiones apoyándose en la mayoría absoluta de la que goza el PP en el Congreso de los Diputados, en un alarde de despotismo democrático inaceptable.
            En efecto, el Gobierno desoye sistemáticamente las demandas sociales de amplios sectores de la población apelando, como viene siendo norma del PP allí donde gobierna, a una fantasmagórica mayoría silenciosa que es la que, en última instancia, vendría a legitimar sus políticas antisociales. Y es que, por más que la existencia de la mayoría silenciosa de marras se nos antoje harto dudosa, en el PP están plenamente convencidos de que existe y ofrecen como prueba los votos, convertidos así en una suerte de argumento ontológico, con los que obtuvieron una aplastante mayoría en las últimas elecciones generales. Pero sucede que si analizamos los resultados electorales, lo que se comprueba es que, en realidad, la aplastante mayoría del PP no lo fue tanto. Ciertamente, el partido que hoy gobierna fue el más votado pero obtuvo menos de la mitad de los votos. Si además tenemos en cuenta el número de ciudadanos que no votaron y los votos nulos, intencionados o no, sólo podemos concluir, porque las matemáticas no fallan, que la mayoría absoluta del PP en el Congreso se sustenta en una minoría de ciudadanos, que será todo lo amplia que se quiera, pero es una minoría al fin y al cabo. Mas aunque realmente el Partido Popular hubiera sido elegido por la mayoría de los ciudadanos, tampoco podría gobernar de espaldas a la ciudadanía, votantes suyos o no, sin incurrir en el tan execrable como extendido despotismo democrático.

martes, 24 de septiembre de 2013

A vueltas con el Estado de bienestar

E
l penúltimo capítulo de la historia del desmantelamiento del Estado de bienestar lo escribió la semana pasada el Gobierno de Holanda, cuando anunció que tal modelo de sociedad ha tocado a su fin y que será sustituido por lo que ha dado en llamar “sociedad participativa”. Lo hizo mediante el discurso de la Corona, protagonizado por primera vez por el nuevo rey Guillermo-Alejandro, con el que tradicionalmente se abre en el país de los tulipanes el curso parlamentario y sirve para que el gobierno de turno exprese a sus ciudadanos cuáles serán las directrices políticas que marcarán el año. Mas sucede que el gobierno de turno dice ser socialdemócrata, por lo que resulta cuando menos paradójico que sea el encargado de desmantelar el Estado de bienestar, emblema de la socialdemocracia europea. Como paradójico es también que denominen sociedad participativa a aquella en la que, dice el Gobierno holandés, cada ciudadano deberá responsabilizarse de sí mismo y de los que le rodean, lo cual, en la práctica, viene a significar que cada uno se busque la vida por su cuenta, lo que implica de suyo que la sociedad se volverá menos participativa al menos para los sectores más vulnerables de la población. 
            El Estado de bienestar, sin ser la panacea, ha sido el mayor logro de la modernidad en lo que a la implantación de una mínima justicia social se refiere. Pues si bien es cierto que no se propone erradicar las grandes desigualdades entre las clases sociales, que es hacia donde debería orientarse una sociedad digna de llamarse justa, al menos garantiza unas mínimas condiciones materiales de existencia a todos los ciudadanos y el acceso universal a los servicios básicos como la sanidad y la educación. Se trata de un modelo de sociedad construido en Europa sobre las cenizas de la Segunda Guerra Mundial mediante el pacto entre liberales y socialistas: los primeros reconocían los derechos sociales, mientras que los segundos renunciaban a la construcción de la sociedad sin clases.

            Es este modelo, que insisto en que es un sistema de mínimos de justicia, el que dicen sus enemigos que es insostenible. El viejo pacto social se ha roto porque los partidarios del neoliberalismo ya no creen en la idoneidad del Estado de bienestar. En realidad nunca han creído en el modelo, pero mientras existió la Unión Soviética, por la que, dicho sea de paso, no siento ninguna nostalgia, se vieron forzados a realizar algunas concesiones ante la posibilidad real de que amplios sectores de la población europea, si no se atendían sus demandas sociales, abrazaran el comunismo. Mas con la caída del Muro de Berlín, los temores del neoliberalismo se diluyeron, y se abrió la veda al acoso y derribo de la Europa social, protagonizada políticamente por los partidos conservadores, pero con la connivencia y, en ocasiones, el concurso activo de los que dicen ser partidos de izquierdas. El anuncio del Gobierno holandés, ya lo decíamos al comienzo de este artículo, es sólo el penúltimo capítulo de esta historia; el último lo está escribiendo Angela Merkel. De sus políticas y de su funesto a la vez que celebrado triunfo electoral hablamos otro día.

miércoles, 18 de septiembre de 2013

Los derechos sociales en el sistema educativo

E

l diario El País publica hoy un artículo de Encarna Carmona, profesora titular de Derecho Constitucional de la Universidad de Alcalá, titulado “El tiempo de los derechos sociales”, en el que la autora viene a decir que los denominados derechos positivos o derechos de la segunda generación, los derechos económicos, sociales y culturales, son también derechos humanos de primer orden y han de ser atendidos por el Estado del mismo modo en que lo son los derechos de la primera generación, es decir, los derechos civiles y políticos. Esto que con tanto acierto recuerda Carmona forma parte de los contenidos que hasta hoy han venido impartiéndose en la asignatura de Ética ‒Educación Ético-Cívica desde hace un par de años‒ , obligatoria en 4º de ESO. No es de extrañar pues que los mandamases de este país le hayan ordenado al ministro de Educación, José Ignacio Wert, que suprima la asignatura de marras, que luego salen del instituto egresados a los que se les sube la ciudadanía a la cabeza y pretenden, con la que está cayendo, la realización efectiva de dichos derechos.

martes, 17 de septiembre de 2013

Wert, la filosofía y la paz en los bares

U
n viejo amigo, Alexis Suárez, publicó esta mañana en mi biografía de Facebook el enlace de una noticia aparecida en el diario Público (luego he sabido que también otros medios de comunicación se han hecho eco de la misma), en la que se informaba de que una discusión sobre Kant en un bar de Rusia terminaba a tiros. Bueno, en realidad, uno de los que discutían, que fue detenido, le disparó al otro con una pistola de balas de goma, pero el que recibió el tiro terminó en el hospital, aunque, según señala el diario, su vida no corre peligro. El caso es que, por más que no se me esconde que en determinados sectores de la población la filosofía es capaz de levantar pasiones, el suceso de marras me ha dejado asombrado. Y puesto que, ya lo decía Aristóteles, el asombro es la raíz del pensamiento, el hecho de que una discusión sobre Kant haya terminado de ese modo me ha dado que pensar.
            En Canarias, como en el resto de España, la situación de la filosofía es bien diferente. Es cierto que en ocasiones podemos asistir a, o participar en, discusiones acaloradas sobre temas de filosofía, pero, no nos engañemos, a las actividades filosóficas no suele acudir mucha gente, ni siquiera la del gremio, y si a una conferencia asisten treinta personas, por más que el ponente de turno sea un filósofo de prestigio, ésta se puede considerar todo un éxito, aunque en ocasiones puntuales el público sea mucho más numeroso. Y si la filosofía no genera gran expectación en estos momentos, peor va a ser la situación si, finalmente, prospera la ley Wert y se reduce drásticamente el número de horas dedicadas a esta secular disciplina en ESO y Bachillerato.

            Hasta ahora pensaba yo que el ataque a la filosofía pergeñado por el ministro de Educación tenía como objetivo impedir que los jóvenes españoles tuvieran, además de una buena instrucción técnica, una sólida formación filosófica que les permitiera en el futuro ser sujetos autónomos, ciudadanos con criterio propio. Sin embargo, tras leer la noticia con la que comenzaba este artículo, lo veo más claro. Y es que, si tal como recoge el diario Público, los rusos son aficionados a discutir sobre filosofía, a veces mientras se toman unas cuantas copas, aunque, eso sí, no sea habitual que las discusiones lleguen a esos extremos, entonces no podemos sino pensar que el nunca bien ponderado José Ignacio Wert y sus compañeros del PP sólo quieren evitar que esta insana costumbre arraigue entre los españoles, para lo cual nada mejor que sacar a la filosofía de los institutos y garantizar así la paz en los bares. O al menos que las discusiones sean motivadas por asuntos más serios, como el fútbol o los propios del programa Sálvame.