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uropa es la madre de la Ilustración, ese gran movimiento cultural que pone
el énfasis en la razón como fuente del conocimiento y, lo que sin duda es más
importante, como condición de posibilidad de la autodeterminación del ser
humano. La Ilustración no sólo impulsó notablemente el progreso científico y
técnico sino que también hizo emerger los grandes valores de la modernidad,
libertad, igualdad y solidaridad, y trajo consigo las primeras declaraciones de
derechos humanos, así como las primeras democracias modernas. Por todo ello es
comprensible que los ilustrados del siglo XVIII mantuvieran una confianza ciega
en la razón y estuviesen convencidos de que el progreso en el conocimiento conduciría
al progreso económico, social y también moral.
Sin embargo, el siglo XX
habría de mostrarnos el lado oculto de la Ilustración al poner de relieve cómo
los grandes avances tecnológicos habían servido más a la expansión de la
opresión que a la emancipación de la humanidad. En efecto, las dos guerras
mundiales, que bien pueden concebirse como guerras civiles entre europeos, la
guerra civil española, el auge de los fascismos, el estalinismo, Aushwitz o el
Gulag constituyen buenas muestras de que la razón había permanecido dialécticamente
ligada a la barbarie. Esto mismo es lo que señalaron en su célebre libro Dialéctica de la Ilustración, de 1944,
los filósofos Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, quienes pese a concebir que la
libertad no es posible sin el pensamiento ilustrado, se hallan igualmente convencidos
de que la Ilustración lleva en su seno el germen de su autodestrucción, la
semilla de la barbarie. Por ello dedicaron sus esfuerzos filosóficos a evitar
la repetición de Aushwitz, a salvar a la Ilustración de sí misma para que las
esperanzas ilustradas se pudieran cumplir.
Mas a pesar de los
esfuerzos de los filósofos de la Escuela de Fráncfort, entre otros, el siglo
XXI no ha empezado mucho mejor que el pasado. Si damos por buena la tesis del
historiador Eric Hobsbawm, según la cual el presente siglo comenzó en 1989, con
la caída del Muro de Berlín, sólo podemos constatar que la Europa del siglo XXI,
¡ay!, sigue instalada en la barbarie. Muestra de ello es la guerra de la
extinta Yugoslavia y las secuelas de odio étnico que aun hoy perduran. Y más
recientemente, el auge de partidos fascistas y xenófobos en distintos países europeos,
las políticas racistas de Francia para con los gitanos rumanos, la valla de la
vergüenza en Melilla, los centros de internamiento de extranjeros en España,
los miles de inmigrantes muertos en las costas canarias y andaluzas y, por
último, Lampedusa: los cientos de personas que murieron intentando alcanzar el
sueño europeo de una vida digna. ¿Para cuándo una Europa verdaderamente
ilustrada en la que la todo ser humano, independientemente de su lugar de
procedencia, sea reconocido como un ser dotado de dignidad, como un fin en sí
mismo, que diría el europeo e ilustrado filósofo Inmanuel Kant?
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