Dicen
algunos de nuestros demócratas de toda la vida que los referendos los carga el
diablo. Lo dicen después de que en los últimos meses hayamos podido asistir a
la celebración de distintos plebiscitos cuyo resultado no ha sido el esperado. Es
lo que ha sucedido recientemente en Colombia, donde la ciudadanía ha rechazado
el acuerdo de paz entre el Gobierno y las FARC, o lo que ocurrió el pasado mes
de junio en Gran Bretaña, cuando los ciudadanos decidieron que el Reino Unido
deje de formar parte de la Unión Europea. El hecho de que la ciudadanía se haya
atrevido a contrariar a las élites ha llevado a líderes políticos y analistas
de todo pelaje a arremeter contra el referéndum como procedimiento democrático
para la toma de decisiones públicas sobre asuntos de gran trascendencia, lo
cual es a todas luces más preocupante que los propios resultados de los
referendos de marras, por más desacertados que éstos pudieran ser.
Y es que la democracia es el
autogobierno de los ciudadanos y encuentra su fundamento último, que no
absoluto, en los valores de la libertad y la igualdad. Lo que vendría pues a
distinguir a las sociedades democráticas de otras formas de organización social
es que sólo las primeras estarían constituidas por individuos libres e iguales,
quienes, en su condición de ciudadanos y no súbditos, habrían de tener derecho
a participar en la elaboración, o cuando menos en la aprobación, de las normas
que luego se verán obligados a cumplir y, en general, en la toma de decisiones
públicas que les afecten. De lo que se desprende que las sociedades serán más
democráticas cuanto más participativas, deliberativas y directas sean sus
democracias. Y hasta ahora creía yo que esto formaba parte de nuestro más
profundo acervo, de suerte que si las democracias modernas optaban por el
modelo representativo no es porque, desde el punto de vista de lo que se
considera democrático, la democracia representativa sea preferible a la democracia
directa, sino porque la primera sería la única factible en sociedades de masas
como las nuestras.
Sin embargo, en estos días, como
ya ocurriera tras el triunfo del Brexit,
hemos podido comprobar la endeblez de las convicciones democráticas de nuestros
líderes y de buena parte de nuestros conciudadanos, a juzgar por lo que se ha
podido leer y escuchar en los distintos medios de comunicación y en las redes
sociales. Y es que el argumento a favor de la democracia representativa sobre
la democracia directa ha pivotado de la factibilidad a la conveniencia de que
sean los expertos en política los que decidan sobre las cuestiones
trascendentes, liberando así a los ciudadanos, por naturaleza ignorantes, de la
responsabilidad de decidir por sí mismos. Quienes así opinan no sólo confunden
una democracia con la paternalista república propuesta por Platón, para quien
sólo los filósofos estaban llamados a dirigir la polis, sino que olvidan que si la democracia es preferible a otras
formas de organización política es porque cuenta con mayor legitimidad, toda
vez que protege mejor que ningún otro sistema las exigencias de libertad y de
igualdad de los individuos modernos, y no porque garantice que las decisiones
tomadas por la ciudadanía en su conjunto hayan de ser siempre las correctas. Y
es que los referendos los carga el diablo, pero los apreciamos los demócratas.