domingo, 8 de abril de 2018

La fragilidad de nuestros derechos


E
n un libro reciente, La fragilidad de una ética liberal, la filósofa española Victoria Camps afirma que el mayor problema al que nos enfrentamos en relación con los valores no consiste en dilucidar cuáles habrían de ser los más elevados, sino en cómo hacer para que los que todos en general consideramos los valores más importantes se impongan verdaderamente en la vida real. En efecto, existe un acuerdo generalizado en torno a los grandes valores de la modernidad y en general nadie cuestiona, por encima de cualesquiera consideraciones, que la libertad, la igualdad y la fraternidad, así como la dignidad del ser humano, son los grandes valores sobre los que se deben sustentar las sociedades modernas. Sin embargo, en las prácticas sociales cotidianas, estos grandes valores se ven relegados a un segundo plano frente al primado de otros como el éxito, el beneficio económico o el placer inmediato.
            En opinión de Camps, los factores que explicarían esta dificultad de las sociedades democráticas para hacer que los grandes valores en los que se inspiran sean verdaderamente los más importantes son tres: la asociación entre libertad y consumismo, la desorientación de la educación laica y los cambios en la estructura familiar. A mi modo de ver, no le falta razón a Camps al destacar estos tres factores, mas tengo para mí que lo que verdaderamente hace que la libertad, la igualdad y la dignidad queden reducidas a grandes palabras sin influencia en la vida cotidiana frente a la preponderancia de la rentabilidad económica y el imperio del hedonismo egoísta y ramplón es el triunfo de lo que el filósofo canadiense Crawford Macpherson llamara individualismo posesivo: la concepción de la sociedad como un conjunto de individuos-propietarios que se asocian para defender sus intereses individuales y sus propiedades, propia del liberalismo clásico y del neoliberalismo actual.
             Cuando los valores asociados al individualismo posesivo ocupan el lugar que debieran ocupar los grandes valores de la modernidad, se resienten los derechos que se inspiran en esos valores, los derechos que tratan de proteger la dignidad de los individuos. Tales derechos no son otros que los derechos humanos, con los que ocurre algo similar a los grandes valores en los que se inspiran: a pesar de que nadie niega, en general, su importancia, no terminamos de asumir que se trata de derechos fundamentales de las personas que no se pueden conculcar bajo ningún concepto, pues lo que está en juego es la dignidad de las personas. Y si la ciudadanía no se muestra firme a este respecto, entonces el Estado puede caer en la tentación de no ser inflexible en el respeto a los derechos humanos. Tal es el caso de España, a la que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos le ha tenido que enmendar la plana dos veces en lo que va de año. Asimismo, el Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas reclamaba hace unas semanas a España que garantice los derechos políticos de Jordi Sánchez. Y ahora un tribunal alemán ha rechazado que Puigdemont haya incurrido en un delito de rebelión. ¿Hemos de creer que la ONU, Estrasburgo y hasta la justicia alemana conspiran contra España o más bien deberíamos preocuparnos por la fragilidad de nuestros derechos fundamentales?

martes, 6 de marzo de 2018

Ojalá se pare el mundo


S
i yo fuese una mujer miraría con recelo a mis compañeros de trabajo varones y procuraría, a modo de compensación, trabajar menos que mis iguales hombres: si a igual trabajo distinto salario, habrá que currar un poco menos para compensar. Intentaría salir más veces de la oficina a fumar fuese o no fumadora, tomarme más tiempo con el cigarrito, beber más café, desayunar más despacio, hacerlo todo un poco más lento, en fin, lo que sea con tal de no trabajar lo mismo que aquel que cobra más que yo. Y si estuviese segura de que quienes hacen mi mismo trabajo cobran lo mismo que yo, no dejaría de preguntarme por qué las mujeres son las que ocupan los puestos de trabajo peor remunerados o por qué la pobreza afecta más a las mujeres que a los hombres. Preguntaría a la sociedad por qué si esa discriminación la padecieran los negros hablaríamos claramente de inaceptable racismo y no pasa nada, o casi nada, si se trata de mujeres.
            Si yo fuese una mujer estaría harta ya de no ser considerada una ciudadana de pleno derecho, de pertenecer a un sector de la población que está en situación de desventaja con respecto al resto, de saber que me va a resultar más difícil que a un hombre, solo por el hecho de ser mujer, alcanzar puestos de responsabilidad en mi trabajo o lograr el reconocimiento como artista, intelectual o científica; estaría harta de tener que sentirme en la calle menos segura de lo que se siente un hombre, de saber que lo voy a tener más complicado para salir de las listas del paro, que por ello mismo me veré en la necesidad de tener que aceptar peores condiciones laborales, que tengo más posibilidades que los hombres de terminar sumida en la pobreza, que me veré socialmente presionada para asumir la responsabilidad de las tareas domésticas, el cuidado de la prole y de los mayores y tantas otras cosas que mi hartazgo se habría convertido hace tiempo en indignación.
            Si yo fuese una mujer, en suma, me pensaría mucho mi voto y no se lo entregaría a ningún partido que no incorporara la agenda feminista a su programa. Y me aseguraría de que el partido de marras, porque el movimiento se demuestra andando, tuviera una estructura igualitaria. Y, por supuesto, iría a la huelga el próximo 8 de marzo y esperaría que todas las mujeres la secundaran, para que durante un día el mundo entero viera que sin nosotras nada funciona. Mas como yo soy un hombre, el próximo jueves no iré a la huelga, aunque me indigne la desigualdad que sufren las mujeres, o precisamente por ello. Porque la huelga feminista ha de ser una demostración de fuerza, de que sin ellas el mundo se para. Por eso el próximo jueves iré a mi trabajo con la esperanza de que mis compañeras no vayan, que las familias no envíen a sus hijas al instituto, que me sea imposible dar clase, hacer mi trabajo, ante la ausencia de más de la mitad del alumnado y del profesorado. Yo soy un hombre y no iré a la huelga el 8 de marzo, pero ojalá se pare el mundo.

sábado, 24 de febrero de 2018

Algunos déficits de la democracia española


E
n más de una ocasión me he referido a los problemas de legitimidad de los sistemas democráticos contemporáneos, pues éstos no satisfacen como debieran las exigencias morales de libertad e igualdad que es lo que les da sentido, toda vez que el propio diseño de las democracias representativas hace que sea imposible el autogobierno de los ciudadanos, base de la democracia, así como la erradicación de las desigualdades sociales, requisito indispensable para la libertad. Sin embargo, hoy quiero hacer, un tanto kantianamente, como si el sistema representativo pudiera verdaderamente garantizar la igualdad social y conciliar los principios de libertad jurídica, según el cual ningún individuo está obligado a cumplir ninguna ley a la que previamente no haya dado su consentimiento, y de igualdad jurídica, según el cual la ley ha de ser la misma para todos y ha de obligar a todos por igual, para referirme a algunos déficits democráticos de los que adolece la democracia española.
            El primero de estos déficits en el que me quiero detener hoy tiene que ver con la situación de las mujeres, concretamente con la brecha salarial, de sobra acreditada por numerosos estudios que demuestran que, en España, las mujeres cobran menos que los hombres. Quienes pretenden justificar tamaña injusticia arguyen que ello se debe a que las mujeres ocupan, por lo general, peores puestos que los hombres y que por lo tanto no se trata de una discriminación sexista. Mas al margen de que hay casos en los que a igual trabajo distinto salario, el hecho de que las mujeres ocupen mayoritariamente empleos peor remunerados es en sí mismo alarmante y un claro caso de discriminación por razón de sexo, es decir, un claro caso de falta de respeto a los derechos humanos de las mujeres en este país que presume de ser una democracia avanzada.
          El segundo de estos déficits en los que hoy me quiero detener también tiene que ver con los derechos humanos, concretamente con los ataques a la libertad de expresión que se están produciendo en España en los últimos tiempos. Las condenas a raperos o tuiteros, así como al joven que puso su rostro al Cristo crucificado, suponen un ataque a la libertad de expresión perpetrado por el propio Estado, que es precisamente el que habría de garantizar el cumplimiento de los derechos humanos y, por ende, el respeto escrupuloso al derecho a la libertad de expresión. Mas tan preocupante, o más, que estos ataques a la libertad de expresión es el hecho de que la ciudadanía no termine de asumir que se trata de un derecho fundamental que debe respetarse siempre y no solo cuando el que lo ejerce dice o escribe aquello con lo que uno está de acuerdo. Y es que la defensa de la libertad de expresión ha de consistir fundamentalmente en reivindicar el derecho a expresarse libremente de los que no piensan lo mismo que nosotros, de quienes critican, con toda la carga de acidez que quieran, lo que pensamos nosotros, de quienes se mofan de nuestras creencias y opiniones, contra quienes sólo cabe esgrimir argumentos frente a la tentación de exigir la censura.

lunes, 12 de febrero de 2018

Una democracia marxista

L
as sociedades modernas se distinguen de las premodernas en que en éstas las relaciones sociales se basaban fundamentalmente en alguna forma de servidumbre, mientras que en aquéllas son los valores de la autonomía y la igualdad los que, en principio, habrían de constituir los cimientos de las mismas, de suerte que las sociedades modernas aspiran a ser sociedades democráticas conformadas por individuos libres e iguales. Y para que ello sea así, se entiende, al menos desde Montesquieu, que en las democracias modernas los poderes del Estado deben estar separados, pues de lo contrario, la concentración de los tres poderes del Estado en un único individuo o grupo de individuos no solo favorecería el abuso de poder, sino que impediría el control del mismo, con lo que los principios de libertad e igualdad quedarían seriamente dañados y con ellos la misma democracia, tal como ésta se concibe en la modernidad.
            En efecto, no hay democracia sin separación de poderes y ello es algo que en las democracias contemporáneas tenemos plenamente asumido, hasta tal punto que la calidad democrática de los distintos países se puede medir atendiendo al grado en que esto se consigue. Por eso no es de extrañar que en España los partidos políticos cuando están en la oposición traten de deslegitimar al que gobierna acusándolo de no respetar la separación de poderes y que el que gobierna insista, para legitimarse a sí mismo, en que España es un Estado democrático y de derecho en el que el principio de separación de poderes es incuestionable. Estos papeles se los han venido intercambiando PSOE y PP según les haya ido tocando estar en el Gobierno o en la oposición y sus tesis han sido defendidas o reprobadas por los partidos nacionalistas en función de sus propios intereses que, hasta la irrupción del independentismo catalán, eran más bien exclusivamente económicos.
            Pero dejando los intereses partidarios de lado, lo cierto es que la deseable separación de poderes en España ha sido siempre insuficiente. Empezando porque es el Parlamento el que elige al presidente del Gobierno, con lo que, de entrada, el legislativo y el ejecutivo no están en absoluto separados. Y si bien es cierto que el Parlamento puede ejercer de vigilante del Gobierno, también lo es que cuando el partido que gobierna tiene mayoría absoluta en el Parlamento, el control que se supone debe ejercer el legislativo sobre el ejecutivo se disuelve completamente. Esto, no obstante, se ha venido asumiendo como un mal menor siempre que el poder judicial se mantuviera como un poder independiente. Mas si tenemos en cuenta el modo en que son elegidos los miembros de las más altas instancias judiciales, como el Tribunal Constitucional, el Tribunal Supremo o el Consejo General del Poder Judicial, entonces ya solo podemos concluir que en España la separación de poderes es como esas habitaciones de hotel con entrada independiente pero comunicadas internamente. Si encima añadimos las llamadas del Gobierno al Tribunal Constitucional o el esperpento de la argumentación política del juez Llarena para no detener a Puigdemont en Dinamarca, entonces habremos de convenir que la democracia española es más bien marxista, es decir, la propia de una película de los hermanos Marx.   

domingo, 24 de diciembre de 2017

A propósito de una confusión

E
l caso del ya exdirector del Instituto de Nanociencia y Nanotecnología de la Universidad de Barcelona, Jordi Hernández Borrell, ha vuelto a sacar a la palestra una vieja confusión que se remonta, al menos, a los albores de la modernidad. Como se sabe, Borrell ha sido protagonista de un escándalo de homofobia al dirigir varios tuits contra el líder del PSC, Miquel Iceta (abiertamente homosexual, y a mucha honra), a quien además de considerar “un ser repugnante”, le acusa de tener los “esfínteres dilatados”: todo un alarde de finura en el campo de la crítica política. Los exabruptos del todavía profesor universitario, por los que ha tenido que dimitir de su cargo al frente del instituto científico, no merecen más comentarios. Quisiera, en cambio, llamar la atención sobre la confusión a la que nos referíamos hace un momento. Y es que buena parte de los analistas y tertulianos que han comentado este asunto se han mostrado tan escandalizados por los insultos como por el hecho de que quien los haya proferido sea todo un profesor universitario, un científico: ¡como si la catadura moral de un hombre dependiera de su formación técnica!
            A mi juicio, cuando alguien se sorprende de que una persona con una sólida formación científica pueda incurrir en una bajeza moral de esta clase, comete el mismo error que cometieron los ilustrados del siglo XVIII, quienes tenían tanta fe en la razón, que estaban convencidos de que el progreso científico y técnico habría de traer consigo el progreso moral. Un error comprensible en el Siglo de las Luces, pero que hoy, tras la experiencia del siglo XX, no nos podemos seguir permitiendo. En efecto, el exterminio judío a manos de los nazis o la bomba atómica constituyen buenas muestras de que los avances de la ciencia no necesariamente han de traducirse en avances éticos, pues, de hecho, bien pudieran implicar un grave retroceso moral: ¿habrían sido posibles semejantes actos de barbarie sin el concurso de la ciencia y de algunos científicos?
           Éste no es, en cualquier caso, un artículo contra la ciencia ni mucho menos contra la razón, pues, como escribiera con acierto Javier Muguerza, hace ya 40 años, “esa razón es, sin embargo, nuestro único asidero”. Se trata simplemente de dejar claro que la formación científica no garantiza la solidez de las convicciones morales, como el caso Borrell ha venido a recordarnos. Y no lo hace porque se trata de ámbitos distintos: no es lo mismo el uso que hacemos de la razón cuando tratamos de alcanzar la verdad, que es lo que hace la ciencia, que el que hacemos de ella cuando nos preguntamos qué debemos hacer, cuestión ésta que constituye la pregunta ética por antonomasia y es, por ello mismo, un asunto irreductiblemente filosófico. De lo que se desprende que tan importante ha de ser la instrucción técnica de nuestros jóvenes, como su formación en valores, por lo que harían bien los responsables de Educación, ahora que parece que hay un pacto en ciernes, en incrementar el número de horas dedicadas a la Ética y a los derechos humanos.