jueves, 11 de febrero de 2021

El derecho a decidir

L

a caída del Muro de Berlín y el desmantelamiento del socialismo real supuso la crisis de los movimientos sociales emancipatorios, al menos de aquellos movimientos más radicales en el sentido de que se oponían a la raíz de la alienación de los individuos, es decir, el sistema capitalista. En ausencia de un movimiento social fuerte que se marcara como objetivo el derrocamiento del capitalismo, la emancipación humana por la vía de la abolición de las clases sociales, han proliferado y cobrado protagonismo otros movimientos sociales que han sido calificados de débiles en el sentido de que, aun promoviendo transformaciones importantes, no se centran en la superación del capitalismo. Entre estos movimientos destacan sobre todo tres, el pacifismo, el ecologismo y el feminismo, por su pervivencia en el tiempo y por su transversalidad nacional e internacional, al menos en lo que a los países democráticos se refiere: estos movimientos están presentes en todas las democracias, también en regímenes no democráticos, y además atraviesan todas las clases sociales.

De los movimientos sociales débiles que hemos mencionado, el pacifismo y el ecologismo estarían más vinculados al paradigma de la supervivencia; el feminismo, en cambio, es el único que seguiría instalado en el paradigma de la emancipación, pues la liberación de las mujeres constituye, como es obvio, su razón de ser. El potencial emancipador del feminismo resulta a todas luces indudable, tanto si atendemos a las conquistas sociales logradas, como a las que aún están por alcanzar. Por lo demás, pese a que, creo que con justicia, lo hayamos caracterizado de movimiento social débil, a nadie se le esconde que el feminismo es un movimiento plural y que en su seno alberga también a corrientes que consideran que la emancipación de las mujeres no está al margen de la lucha de clases y que sin la superación del capitalismo no será posible la liberación femenina, afirmación esta que, evidentemente, no aceptan las militantes del denominado feminismo liberal o, si se me permite, feminismo de derechas. Mas las divergencias en el seno del feminismo no se agotan aquí, acaso ni siquiera sea este, hoy en día, el principal de los desacuerdos, sino que éstos tienen más que ver con la relación del feminismo con el movimiento LGTBIQ y con la prostitución femenina.

Quienes seguimos militando a favor de la autonomía del individuo, se trate de hombres, mujeres o lo que cada quien quiera ser, no podemos sino disentir de aquella corriente del feminismo, por muy hegemónica que sea si es que lo es, empeñada en negar el derecho del individuo a elegir su propia identidad, en comunión con la más rancia de las derechas, como tampoco podemos ver con buenos ojos que se niegue el derecho de cada cual a disponer de su cuerpo como considere oportuno, que es lo que, en última instancia, se ventila en el debate en torno a la prostitución. Se trata de cuestiones que han de resolverse en el seno del propio movimiento feminista, pero que, no lo olvidemos, nos afectan a todos los seres humanos, pues la emancipación de las mujeres es asunto de la humanidad entera, toda vez que cuando se atenta contra la dignidad humana, siquiera sea en un solo individuo, se atenta contra la humanidad. Y ello ocurre siempre que se niega al individuo el derecho a decidir: a decidir quién quiere ser o a decidir qué quiere hacer con su propio cuerpo. 

sábado, 6 de febrero de 2021

Volver la vista atrás

A

 finales de los 80 yo era un estudiante de lo que entonces se llamaban Enseñanzas Medias, el BUP y el COU. Fue un tiempo de eclosión del movimiento estudiantil que emergió sobre todo entre el estudiantado universitario pero que también caló en quienes, como yo, aún estábamos en el instituto. Recuerdo bien aquellas manifestaciones en Tomás Morales, los cortes de tráfico en la Avenida Marítima, las tremendas cargas policiales, las asambleas… Estas llegaron a ser tan tediosas que, en ocasiones, algunos amigos y yo las pasábamos jugando a la baraja. Así éramos, contestatarios, rebeldes, pero, sobre todo, a qué negarlo, hedonistas, aunque para entonces ni tan siquiera sabíamos qué era eso del hedonismo. Manifestaciones, asambleas, debates y algunas lecturas, más bien pocas, eran las actividades en torno a las que giraba nuestra forma de vida entonces. Todo ello bien aderezado de sexo, drogas, alcohol y rock, que juntos constituían el eje transversal, que se dice ahora, de nuestro estar en el mundo.

            No obstante, y contra todo pronóstico, la mayor parte de nosotros salimos adelante. Mas si traigo esto ahora a la memoria y se lo cuento a ustedes, no es porque al cincuentón que hoy soy le haya entrado un ataque de nostalgia de su primera juventud, sino porque en este tiempo de pandemia y de crisis económica y social hay algo de lo que entonces solíamos afirmar que, quién lo iba a decir a estas alturas, se ha cumplido. Los jóvenes de entonces, al menos en mi círculo social, éramos bastante críticos con el turismo, pues aunque fuéramos capaces de reconocer que había traído cierto progreso económico a las Islas, lo veíamos con recelo por el empleo de mala calidad que generaba y por su devastador impacto ecológico. “El día en que los turistas dejen de venir”, decíamos, “los gobernantes, las élites, se darán cuenta de que ni el cemento ni los bloques se pueden comer”. Y ese día, ay, ha llegado.

            Canarias atraviesa una crisis económica y social que deja chica a la de 2008. El problema sanitario que la ha generado es en sí mismo un problema tremendo, aunque, por fortuna, en Canarias la incidencia no es tan alta como en el resto de España. Pero ello no quita para que las restricciones para combatir la expansión del COVID-19 sean cada vez más difíciles de sobrellevar. Para colmo hemos de lidiar con una crisis migratoria que Europa y España se han empeñado en que Canarias afronte sola, convirtiendo a las Islas en una suerte de cárcel para los migrantes. Todo ello hace que el malestar en las Islas no pare de crecer y que el Archipiélago sea un volcán a punto de entrar en erupción. Y sin embargo, la responsabilidad moral sigue siendo un asunto estrictamente individual y cuando todo esto pase, que pasará, cada uno de nosotros habrá de volver la vista atrás y tendrá que recordar, como yo recordaba al comienzo de este artículo, y decirle a sus hijos, a sus amigos, a sus familiares, si en 2021 se posicionó en defensa de los derechos humanos de los migrantes en Canarias o si, por el contrario, se dedicó a acudir a manifestaciones xenófobas y a mandar mensajes a través WhatsApp incitando a la violencia racista. 

jueves, 28 de enero de 2021

Exiliados

 

H

ay que ver el revuelo que se ha armado a cuenta de las declaraciones de Pablo Iglesias en las que el secretario general de Podemos afirmaba que el exilio de Puigdemont es comparable con el que sufrieron los republicanos españoles tras el triunfo del fascismo en la Guerra Civil. En un intento de matizar las declaraciones de Iglesias, la portavoz de Podemos, Isabel Serra, señaló al día siguiente de emitirse la entrevista de la discordia que comparar no es equiparar y que, en cualquier caso, si atendemos a la definición de la Real Academia Española (RAE) del término exiliado, tan exiliado es Puigdemont como lo fueron los republicanos españoles. Mas Serra tuvo escaso éxito en su afán de quitar hierro al asunto, entre otras razones porque el propio Iglesias, en declaraciones posteriores, más bien se ratificó en su posición, lo que nos lleva a pensar, descartando que sea una cuestión de pura cabezonería, aunque el líder de Podemos sea muy “cabezón”, Montero dixit, que la respuesta al entrevistador no fue un desliz, sino un nuevo intento de marcar diferencias frente a su socios en el Gobierno y de erigirse en único interlocutor entre el PSOE y el independentismo catalán.      

La estrategia de Serra, no obstante, merece la pena ser retomada, a su pesar, pues, ciertamente, la RAE puede arrojar alguna luz sobre este asunto. Y si atendemos a la Academia podemos constatar que, en efecto, comparar y equiparar no son sinónimos, pero, la segunda acepción del primer verbo: “Establecer la semejanza de una persona o cosa con otra”, se parece bastante al significado del segundo: “Considerar a alguien o algo igual o equivalente a otra persona o cosa”. De lo que se desprende que Iglesias no considera que el exilio de Puigdemont sea igual que el republicano, pero es, al menos, semejante, lo cual constituye suficiente motivo de indignación no solo para buena parte de la progresía patria, incluida la que se encuentra en el otro lado del Gobierno, sino también para las derechas hispanas, desde las más moderadas hasta la ultramontana de Vox.  Y es que hasta los nostálgicos del franquismo se suman al sentimiento de empatía con los expatriados republicanos con tal de lanzar sus biliosas críticas contra los que gustan de llamar socialcomunistas y sus mefistofélicos aliados independentistas.

Si esta indignación está justificada o no depende, en buena medida, del significado del otro término de la polémica, exiliado, que, de nuevo según la RAE, significa: “Expatriado, generalmente por motivos políticos”. Y es esta condición de exiliado la que los más críticos con Puigdemont, entre los que se encuentra la vicepresidenta primera, Carmen Calvo, no están dispuestos a concederle pues, en su opinión, el líder independentista no es sino un delincuente huido de la justicia. Honestamente, no creo que el sufrimiento de los republicanos en el exilio sea comparable con la situación en la que vive Puigdemont, pero tampoco creo que sea ilegítimo reconocerlo como exiliado. Esto no implica, en ningún caso, que la democracia española sea comparable con el régimen de Franco, ni mucho menos equiparable, pero algún déficit presenta cuando los líderes independentistas que no huyeron están en la cárcel y ha resultado imposible extraditar a aquellos que viven, no de forma clandestina, en distintos países de Europa a los que España, orgullos patrios aparte, no está en disposición de dar lecciones de democracia.

viernes, 22 de enero de 2021

El año de la esperanza

 

E

l año que ahora comienza estaba llamado a ser el año de la esperanza, el del principio del fin. Sin embargo, ha empezado bastante mal; de hecho, los primeros días de 2021 están siendo bastante peores de lo que lo fueron los inicios de 2020, el año maldito. Y es que en enero del año pasado aún vivíamos instalados en la vieja normalidad, que no es que fuera la panacea, pero, desde luego, era bastante mejor que la nueva. Ajenos al COVID, que por entonces era para nosotros un asunto que afectaba a la lejana y oscura China, no supimos o no quisimos darnos cuenta de lo que se nos venía encima, a pesar de las alertas de la OMS, ni siquiera cuando en la vecina Italia explotó la pandemia. Pero entonces llegó marzo y la realidad se impuso y se nos manifestó con toda la violencia con la que siempre termina revelándose cuando nos empeñamos en negarla.

    2021 ha empezado peor que 2020, pero todos albergamos la esperanza de que termine bastante mejor y tenemos, intentando no caer en un exceso de optimismo, razones para pensar que ello pueda ser así. Y es que ha comenzado la campaña de vacunación y ello supone que, si todo va bien, quizás no en verano pero al menos para el último trimestre, hayamos alcanzado la inmunidad de grupo y con ella podamos volver a hacer vida normal. Lo peor de la pandemia, las hospitalizaciones, los ingresos en UCI y los fallecimientos lo habremos dejado atrás. Pero eso será, insisto, a finales de año según los expertos, en verano en el mejor de los casos. Así que hasta entonces quedan meses muy duros en los que muchas personas no es que se vayan a quedar atrás, es que no van a seguir estando. Por eso conviene tener puesta la mirada en el futuro más inmediato, porque esta lucha, como dice el Cholo Simeone, se gana partido a partido. Y por eso lo razonable es que todos, por hastiados que estemos, sigamos cumpliendo con las recomendaciones sanitarias: higiene de manos, uso de mascarilla y distancia social.

    La otra cara de la crisis es la económica y social, tan terrible como la sanitaria, frente a la cual, no obstante, también hay razones para ser moderadamente optimistas. Es cierto que la economía se ha desplomado a causa de la pandemia y que ello ha traído consecuencias socioeconómicas terribles: cierre de empresas, los ERTE, el paro, el aumento de la pobreza… Pero los fondos procedentes de la Unión Europea para paliar tanta devastación tendrán que surtir efecto en algún momento y es razonable esperar que paulatinamente vayan calando en el entramado social y que, poco a poco, hagan que la economía remonte y con ella la tremenda crisis social que estamos padeciendo se vaya superando. Mas igual que ocurre con los beneficios de las vacunas, todo ello llevará tiempo y es difícil que la situación mejore sensiblemente antes de final de año. Y así las cosas, por más que 2021 sea el año de la esperanza, no puede uno evitar el deseo de que 2022 llegue cuanto antes.

domingo, 17 de enero de 2021

El año de la solidaridad

 

Q

ue le den a 2020. Lo dicen hasta en la tele. Que le den a este año maldito. Por fin se acabó este funesto año que sonaba tan bien, veinte veinte. La verdad es que suena bastante mejor que veinte veintiuno, pero por más que el año que ahora comienza tenga menos musicalidad, le damos la bienvenida siquiera sea porque su nacimiento trae consigo la muerte del año de la pandemia, el año del coronavirus, el año del COVID. 2020 ha sido un mal año, qué duda cabe; nos ha dejado 50.000 muertos, en términos oficiales, por culpa de esta enfermedad que nos tiene atenazados. 50.000, digo, que fueron diagnosticados, que dieron positivo con alguna prueba, pero si contamos a todos los que murieron con síntomas compatibles, suman unos cuantos miles más. Llegan hasta 70.000 los fallecimientos de más con respecto al año anterior, lo que invita a suponer que detrás de ese exceso se halle el COVID, queramos contabilizarlos o no.

            Lo peor de 2020 ha sido ese exceso de mortalidad, pero no es el único drama. Los meses de confinamiento sirvieron para doblegar la curva, pero también dejaron secuelas, algunas irreversibles, a parte de la población. Además trajeron la tan evidente como funesta paralización de la economía y las trágicas consecuencias sociales que de ello se derivaron: los ERTE, el paro, la incertidumbre, las terribles colas del hambre… Para colmo, el confinamiento no sirvió para evitar la segunda ola que, en algunas comunidades autónomas, ha costado más vidas que la primera. Y sin embargo, dicen que un nuevo confinamiento es impensable. ¿Por qué en marzo se consideró la única forma de doblegar la curva y ahora, con más muertos, nadie quiere hablar de volver a encerrarnos en nuestras casas? ¿Será que, ahora sí, se le está dando prioridad a la economía por encima de la salud y nadie en el Gobierno (ni en la oposición) se atreve a decirlo?

La búsqueda del  equilibrio entre salud y economía es sin duda una tarea compleja, pero deberíamos tener claro que el precio por minimizar los contagios y por ende las hospitalizaciones, los ingresos en las UCI y, finalmente, las muertes, debemos pagarlo entre todos. Y es que, seamos francos, no se le puede pedir a nadie que para contribuir a luchar contra la pandemia su aportación sea tal que termine yendo a comer junto a su familia a los comedores de Cáritas o a recibir una compra en los bancos de alimentos. Y eso es lo que termina ocurriendo cuando la actividad económica se para: no se trata de contraponer economía a salud sino de comprender que si bien es cierto que sin salud no hay economía posible, tampoco sin economía es posible la salud. Y que, en cualquier caso, los sacrificios nos corresponden a todos y la factura debemos pagarla entre todos, aportando más quien más tiene. No sabemos si 2021, que ha empezado mal, será el año del fin de la pandemia, ojalá, pero al menos debiera ser el año de la solidaridad, del reparto justo de esfuerzos, sacrificios y facturas.