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principios de año el todavía vicepresidente del Gobierno y secretario general
de Podemos, Pablo Iglesias, señaló la condición de exiliado de Carles
Puigdemont, no fue poco el revuelo mediático y político que se armó. En aquel
momento, se recordará, le llovieron las críticas a derecha e izquierda no solo
por no considerar que el líder independentista era un simple prófugo de la
justicia, como la mayor parte de los líderes de los partidos que se llaman a sí
mismos constitucionalistas afirman, sino, sobre todo, por haber comparado a los
independentistas catalanes exiliados (o huidos, pongan ustedes el adjetivo que
consideren más adecuado) con los republicanos españoles que hubieron de huir de
España y exiliarse en el extranjero para escapar de la represión franquista
tras la Guerra Civil. Entonces, no solo los simpatizantes del republicanismo de
izquierdas consideraron inadmisibles las declaraciones de Iglesias, sino que
aun las derechas patrias, tan proclives a veces a exaltar los valores, más bien
contravalores, del franquismo, sintieron las palabras del líder morado como una
ofensa.
En estos días, Puigdemont, que
ciertamente andaba más bien de capa caída, ha vuelto a ocupar las portadas de
los periódicos tras su detención en Cerdeña, adonde había acudido para
participar en un encuentro de folclore catalán. Ahora sí que, por fin, iba a
ser extraditado a España, juzgado y condenado, pensaron y clamaron los patriotas
de turno. Pero hete aquí que finalmente los tribunales italianos suspendieron
el proceso de extradición del líder independentista en el exilio, con lo que se
diría que han ratificado las declaraciones de Puigdemont, quien, tras su
provisional puesta en libertad, había afirmado: “España no pierde nunca la
ocasión de hacer el ridículo”. Así que el affaire
italiano del expresidente de la Generalitat le ha venido de perlas a él y al
independentismo en general: al independentismo, porque le ha servido como un
balón de oxígeno ahora que estaba perdiendo algo de fuelle como se reflejó en
la última diada; y al propio Puigdemont, porque desde que está en el exilio ha
ido perdiendo relevancia en favor de ERC, que no en vano tiene la presidencia
de la Generalitat y acapara el protagonismo en la mesa de diálogo.
Se dirá que el triunfo de Puigdemont
en el país transalpino es algo efímero, y que en breve dejará de ser noticia.
Mas tengo para mí que constituye un éxito mayor de lo que a priori pudiera pensarse. Pues más allá de los réditos políticos y
sociales que Puigdemont y el independentismo hayan podido extraer, el verdadero
éxito radica en que, una vez más, y acaso sin proponérselo, el exiliado líder
del procés le ha asestado un golpe al
Estado en toda la mandíbula. Y es que Italia es ya el quinto país de Europa,
tras Alemania, Bélgica, Escocia y Suiza, que se niega a extraditar a
Puigdemont, lo que no solo refleja la presumible torpeza de la justicia
española, sino que debería hacernos pensar que acaso el sistema jurídico
español tiene un déficit democrático a este respecto. La última palabra en este
asunto la tendrá la justicia europea, y ya veremos lo que dice, pero, de
momento, las declaraciones de Pablo Iglesias con las que comenzábamos este
artículo resultan cada día más acertadas. Y es que España no será una
democracia plena mientras siga habiendo políticos en el exilio.