domingo, 23 de octubre de 2016

Admiración y asombro

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ice Aristóteles en su imponente Metafísica que la admiración y el reconocimiento de la propia ignorancia es lo que mueve a los seres humanos a filosofar, pues el hombre siente por naturaleza afán de saber. Una idea la de Aristóteles que retoma Kant cuando, en el Colofón de su Crítica de la razón práctica, señala la creciente admiración que le produce la reflexión sobre dos cosas: “el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí”. Y ya en el siglo XX sería el propio Wittgenstein quien evocara este pensamiento al señalar, en su Conferencia sobre ética, el asombro que le produce la existencia del mundo.
El asombro del que habla Wittgenstein bien puede ser entendido como admiración, mas no siempre estos dos términos significan exactamente lo mismo, ya que pudiera darse el caso de que algo nos produjera asombro pero ninguna admiración. Es lo que ocurre con el asombro que nos produce algo inesperado, no digamos ya si aquello que nos causa el asombro nos lo infunde precisamente porque, de tan ridículo, genera sorpresa el que haya sucedido. Tal asombro es el que siente la intelectualidad más sofisticada que no alcanza a comprender cómo es posible que haya más de un millón de personas que pasan cada tarde delante del televisor viendo Sálvame, o el asombro que sienten todos aquellos a los que no les gusta el fútbol, para quienes resulta incomprensible que cada fin de semana millones de personas estén pendientes, como si les fuera la vida en ello, de lo que hacen unos tipos corriendo en pantalón corto detrás de una pelota. Se trataría en ambos casos, desde su punto de vista, de algo asombroso pero nada admirable.
Y un asombro de esta clase es el que, me imagino, habrán experimentado los biempensantes del mundo de las letras al enterarse de que Bob Dylan, un cantautor, haya sido galardonado nada menos que con el premio Nobel de Literatura. Asombro, que no admiración, que llevó a Jesús Badenes, director general de Planeta, en la presentación del célebre premio del mismo nombre, a afirmar hace unos días que el galardón de la Academia Sueca está “desvirtuado” y que, por eso mismo, les corresponde a ellos, los de Planeta, “liderar los premios literarios”. Mas a mí me resulta digno de admiración y asombro, en el sentido en que emplean los términos Aristóteles, Kant y Wittgenstein, que se le haya otorgado el Nobel a Bob Dylan, reconociendo así la condición de poeta al autor de letras de canciones tan emblemáticas como Blowin’ in the Wind o The Times They Are a’Changin. Y por ello mismo no salgo de mi asombro, que no admiración, ante las declaraciones de quienes se proclaman veladores de las esencias de la gran literatura y no saben, o no quieren, reconocer a una figura literaria de primer nivel. 

sábado, 8 de octubre de 2016

Los referendos los carga el diablo

Dicen algunos de nuestros demócratas de toda la vida que los referendos los carga el diablo. Lo dicen después de que en los últimos meses hayamos podido asistir a la celebración de distintos plebiscitos cuyo resultado no ha sido el esperado. Es lo que ha sucedido recientemente en Colombia, donde la ciudadanía ha rechazado el acuerdo de paz entre el Gobierno y las FARC, o lo que ocurrió el pasado mes de junio en Gran Bretaña, cuando los ciudadanos decidieron que el Reino Unido deje de formar parte de la Unión Europea. El hecho de que la ciudadanía se haya atrevido a contrariar a las élites ha llevado a líderes políticos y analistas de todo pelaje a arremeter contra el referéndum como procedimiento democrático para la toma de decisiones públicas sobre asuntos de gran trascendencia, lo cual es a todas luces más preocupante que los propios resultados de los referendos de marras, por más desacertados que éstos pudieran ser.
Y es que la democracia es el autogobierno de los ciudadanos y encuentra su fundamento último, que no absoluto, en los valores de la libertad y la igualdad. Lo que vendría pues a distinguir a las sociedades democráticas de otras formas de organización social es que sólo las primeras estarían constituidas por individuos libres e iguales, quienes, en su condición de ciudadanos y no súbditos, habrían de tener derecho a participar en la elaboración, o cuando menos en la aprobación, de las normas que luego se verán obligados a cumplir y, en general, en la toma de decisiones públicas que les afecten. De lo que se desprende que las sociedades serán más democráticas cuanto más participativas, deliberativas y directas sean sus democracias. Y hasta ahora creía yo que esto formaba parte de nuestro más profundo acervo, de suerte que si las democracias modernas optaban por el modelo representativo no es porque, desde el punto de vista de lo que se considera democrático, la democracia representativa sea preferible a la democracia directa, sino porque la primera sería la única factible en sociedades de masas como las nuestras.
Sin embargo, en estos días, como ya ocurriera tras el triunfo del Brexit, hemos podido comprobar la endeblez de las convicciones democráticas de nuestros líderes y de buena parte de nuestros conciudadanos, a juzgar por lo que se ha podido leer y escuchar en los distintos medios de comunicación y en las redes sociales. Y es que el argumento a favor de la democracia representativa sobre la democracia directa ha pivotado de la factibilidad a la conveniencia de que sean los expertos en política los que decidan sobre las cuestiones trascendentes, liberando así a los ciudadanos, por naturaleza ignorantes, de la responsabilidad de decidir por sí mismos. Quienes así opinan no sólo confunden una democracia con la paternalista república propuesta por Platón, para quien sólo los filósofos estaban llamados a dirigir la polis, sino que olvidan que si la democracia es preferible a otras formas de organización política es porque cuenta con mayor legitimidad, toda vez que protege mejor que ningún otro sistema las exigencias de libertad y de igualdad de los individuos modernos, y no porque garantice que las decisiones tomadas por la ciudadanía en su conjunto hayan de ser siempre las correctas. Y es que los referendos los carga el diablo, pero los apreciamos los demócratas. 

sábado, 1 de octubre de 2016

El culebrón de la rosa


E
ntre las distintas citas célebres que se le atribuyen a Winston Churchill, acaso la más recordada sea la pronunciada en su primer discurso como primer ministro ante la Cámara de los Comunes: “No tengo más que ofrecer que sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor”, espetó el político conservador entonces, al tiempo que anunciaba la entrada de Gran Bretaña en la Segunda Guerra Mundial. Algo similar podría decirles Pedro Sánchez a los que todavía le siguen en el PSOE, aunque sin duda la anécdota de Churchill que mejor viene para entender lo que está sucediendo en el partido de la rosa es aquella otra en la que el viejo político le aclaraba a un joven diputado que los adversarios se encontraban en la bancada de enfrente, mientras que los enemigos, si quería encontrarlos, había de mirar en su propio partido. Si esta anécdota tuvo realmente lugar o no es algo que desconozco, pero de lo que estoy seguro, como seguro estará Pedro Sánchez, es que lo que dice es cierto.
            En efecto, a nadie se le esconde que el todavía secretario general del PSOE ha tenido que ir sorteando cuchillos desde el mismo momento en que accedió al cargo, pero lo sucedido en estos días, que algunos han calificado de golpe de estado, es algo que ni los más descreídos y suspicaces podrían haber imaginado. Que 17 miembros de la ejecutiva federal del PSOE hayan dimitido con la única intención de impedir que su secretario general intente formar un gobierno alternativo resulta más kafkiano que los avatares de Josef K. Tanto es así que la maniobra llevada a cabo por los halcones SOEcialistas, con el inestimable apoyo de Felipe González que antes de que se celebraran las elecciones de diciembre ya venía abogando por la gran coalición, ha conseguido que en los círculos izquierdistas en los que no se tenía ninguna simpatía por Pedro Sánchez, éste haya empezado a caer hasta casi bien, por más que su empeño en no dejar gobernar al PP tenga seguramente más que ver con salvarse a sí mismo que con salvar sus pretendidos principios.
           Y es que tiene gracia que quien se presumía el menos izquierdista de los que en su día optaron a la secretaría general haya venido a erigirse en el velador de las esencias socialistas del partido. Sea como fuere, lo que el último capítulo del culebrón de la rosa ha dejado claro, una vez más, es que el PSOE hace ya tiempo que dejó de ser un partido de izquierdas y representa más bien, como ya he dicho en anteriores ocasiones, a la derecha moderada, aunque, eso sí, con algunas mañas más propias de la izquierda estalinista, como hemos podido ver, que de ninguna suerte de liberalismo. Habrá pues que dar la razón a quienes hablan del PPSOE para identificar a las derechas si finalmente los de la rosa optan por abrir las puertas del Gobierno al PP antes de intentar un acuerdo con Podemos, cuya sola mención evoca en algunos despachos de Ferraz el olor del azufre.

sábado, 26 de diciembre de 2015

La gran coalición

E
ntre los exégetas de la voluntad popular y de la opinión pública, está de moda señalar que los ciudadanos están cansados de mayorías absolutas y prefieren gobiernos en los que participen diversas fuerzas políticas, pues es la única forma de garantizar que la política del rodillo es sustituida por la política de los pactos. Prueba de ello serían los resultados electorales, a juicio de nuestros intérpretes, que, como se sabe, no sólo no otorgan la mayoría absoluta a ningún partido sino que han generado tal reparto de escaños que conformar un gobierno mínimamente estable se ha convertido en una tarea ciertamente ardua. Mas a pesar de la indudable complejidad de la situación política española tras el 20-D, tengo para mí que ello no prueba en ningún caso que la ciudadanía prefiera un gobierno sostenido en un pacto entre partidos. Y es que resulta difícil imaginar a un votante del PP, el PSOE, Podemos o Ciudadanos que al depositar su papeleta en la urna lo haga pensando que ojalá gane su opción pero no con los votos suficientes como para alcanzar mayoría absoluta en el Congreso.
            Más allá de las interpretaciones de los deseos ciudadanos, siempre etéreas y fútiles, lo cierto es que los resultados son los que son y el que finalmente gobierne tendrá que llegar a acuerdos con otras fuerzas políticas. Le corresponde al PP tomar la iniciativa, pues es el partido más votado aunque su victoria, en esta ocasión, sea más bien pírrica: una alianza con Ciudadanos no le daría para formar gobierno y su pésima relación con el resto de los partidos hace imposible a priori que ninguno de ellos esté dispuesto a facilitar la investidura de Mariano Rajoy como presidente. Salvo que a los soecialistas les entre un ataque de sentido de Estado y se avengan a pactar la gran coalición bendecida en su momento por el ínclito Felipe González, ex presidente del Gobierno y cienmileurista, tan aficionado a sentarse en consejos de administración de grandes empresas, como a marcharse de ellos si se aburre.
          Así las cosas, la pelota está en el tejado del PSOE, y será Pedro Sánchez quien tenga que tomar la decisión de intentar un pacto a múltiples bandas o llegar a un acuerdo con el PP. El pacto de las izquierdas es complicado, sobre todo por la exigencia de Podemos de celebrar un referéndum en Cataluña sobre la independencia. Si el PSC no hubiese renunciado al derecho a decidir, los dirigentes del PSOE se lo habrían tenido que pensar habida cuenta de la importancia que los votos catalanes tienen para el soecialismo. Pero el compromiso abanderado de Pedro Sánchez con la unidad de España, ya se sabe que en el PSOE hace tiempo que son más españoles que socialistas y obreros, impide que se pueda dar un pacto progresista. Y aunque de momento los gerifaltes soecialistas afirman que votarán siempre en contra de la investidura de Rajoy, el asunto catalán bien puede servirles de pretexto para fraguar un pacto a la alemana. Quizás entonces los exégetas de turno afirmen que la gran coalición sea la más clara expresión de la voluntad popular.

lunes, 30 de noviembre de 2015

Apropiaciones indebidas

Q
uienes se hallan instalados en el poder, ya sea el político, el económico o el poder de cualquier índole, tienen por costumbre apropiarse de aquellas palabras o expresiones que cuentan con el respaldo social mayoritario, sobre todo si éstas han llegado a ser comúnmente aceptadas tras años de demandas ciudadanas. Así, los dirigentes empresariales no dudan en incorporar a su léxico publicitario términos como ecologismo o desarrollo sostenible, a sabiendas del incremento de la sensibilidad de la ciudadanía hacia la preservación del medio ambiente experimentado en las últimas décadas. Y aunque en ocasiones es posible que las élites económicas alberguen cierto sentimiento ecologista, detrás de la apropiación de expresiones de esta guisa suelen esconderse los meros intereses empresariales y la simple búsqueda de beneficios económicos. Un afán de lucro que puede ser ciertamente espurio, como ha quedado patente en el caso de la estafa perpetrada por la marca Volkswagen.
            Una práctica similar es la que suelen llevar a cabo las élites políticas (siempre de la mano de las económicas hasta tal punto que no es posible distinguir la una de la otra con nitidez), las cuales también gustan de apropiarse de expresiones biensonantes. En efecto, entre la clase política es un lugar común incluir unos toques verdes en sus discursos y programas, por más que algunos no duden en tildar de fundamentalismo ecologista a todo movimiento ciudadano que se oponga a sus proyectos por disparatados que éstos puedan llegar a ser. Mas la palma en lo que se refiere a expresiones que la clase política pretende apropiarse se la llevan el Estado de bienestar y la democracia. Y es que en la actualidad, el Estado de bienestar ya no es patrimonio de la socialdemocracia, pues todas las fuerzas políticas, hasta las más ultraliberales, dicen defenderlo aunque sea a base de recortar en sanidad, educación, derechos laborales y, en definitiva, todos aquellos elementos que se supone que constituyen los pilares del tan manido como maltrecho Estado de bienestar.
           Lo mismo ocurre con el término democracia: no es sólo que todos los partidos políticos la reconozcan como la mejor de las formas de organizar políticamente la sociedad, lo cual puede resultar muy loable, sino que se da una tendencia a identificar la democracia con los propios intereses, de suerte que cada partido pretende hacer de lo democrático su patrimonio exclusivo. Buen ejemplo de ello nos lo han venido brindando los contendientes en el conflicto catalán: tanto españolistas como independentistas, cuando defienden sus posturas, obviamente contrapuestas, dicen hablar en defensa de la democracia. Se trata sin duda de apropiaciones indebidas que no deberíamos aceptar sin más, pues si la democracia es el autogobierno de los ciudadanos, habrá de ser entonces patrimonio de todos y no sólo de unos pocos. Por lo demás, tan antidemocrática resulta la negación del derecho a decidir de los catalanes por parte del Gobierno de España como avanzar hacia la independencia de Cataluña sin contar claramente con el apoyo explícito de la mayoría de la ciudadanía catalana. A resultas de lo cual sólo podemos concluir, digámoslo una vez más sin ánimo de incurrir en ninguna apropiación indebida, que la celebración de un referéndum constituye la única solución democrática al conflicto de marras.