sábado, 13 de abril de 2019

A propósito de la felicidad


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l pasado 20 de marzo, como cada año desde 2013, se celebró el Día Internacional de la Felicidad, una fecha que ha pasado más bien inadvertida a pesar de que fue la propia Asamblea General de la ONU la que proclamó tal día en junio de 2012, en una resolución en la que se insta tanto a los gobiernos de los estados miembros como a la sociedad civil, las ONG y los particulares a celebrar este día y a llevar a cabo actividades educativas y de concienciación. Del escaso éxito de la convocatoria se inferiría que el asunto de la felicidad resulta irrelevante para la ciudadanía si no fuera porque vivimos en una sociedad obsesionada con la felicidad, con un modelo único y a mi juico erróneo de felicidad, en la que ser feliz se ha vuelto un mandato más vinculante, ¡ay!, que el imperativo categórico kantiano. ¿A qué se debe, entonces, ese desinterés en el Día Internacional de la Felicidad?
Acaso alguien pudiera pensar que eso de la felicidad es algo demasiado trivial, incluso una ñoñería, para que la ONU se esté preocupando por ello, pero lo cierto es que la felicidad, la vida buena, es algo de lo que una disciplina tan poco susceptible de ser calificada de trivial como la filosofía ha venido ocupándose desde hace siglos. Y es que, ya lo decía el viejo Aristóteles, la felicidad es el mayor bien y todos los seres humanos la buscan, por más que hoy existan, como ha ocurrido a lo largo de la historia, distintas concepciones de la misma. Algunas de estas concepciones han considerado que ser feliz está vinculado a las condiciones materiales de existencia, que es necesario acceder a unas mínimas condiciones de vida para poder desarrollar un proyecto vital que conduzca a la felicidad.  Este es el sentido en el que la ONU pretende celebrar la felicidad y acaso sea por ello que las instituciones han mostrado tan poco interés: la felicidad no es independiente de la distribución de la riqueza.
Sin duda es necesario un cierto grado de bienestar para poder ser feliz, como resulta imprescindible gozar de libertad para poder escoger cómo vivir, mas todo ello, por más que resulte necesario para la felicidad, es asimismo insuficiente. Al Estado le corresponde garantizar esas condiciones de bienestar y libertad, nada más, ni nada menos. Se trata de generar las condiciones para que el individuo pueda ejercer no el inexistente derecho a ser feliz, sino el derecho fundamental a buscar su propia felicidad. Mas le corresponde al individuo decidir en qué ha de consistir su felicidad, para lo cual, sería conveniente escuchar lo que los filósofos han dicho al respecto a lo largo de la historia. Una buena muestra de ello nos la ofrece la filósofa Victoria Camps en el que creo es su último libro, La búsqueda de la felicidad, donde repasa y comenta las distintas concepciones filosóficas de la felicidad que ha habido de los griegos a hoy con la lucidez y sencillez, que a otros tanto cuesta conciliar, que la caracteriza. Les animo a que lo lean. Yo he sido feliz haciéndolo en mi particular celebración del Día Internacional de la Felicidad.

martes, 2 de abril de 2019

Del proceso al 'procés'

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esconozco si las matemáticas son alguna vez una ciencia exacta, pero tengo claro que hay momentos en los que son profundamente inexactas a la par que subjetivas, tanto que más que una ciencia formal, objetiva, se diría que se trata de una suerte de variante de la hermenéutica: las manifestaciones. Y es que el pasado sábado miles de independentistas catalanes ocuparon las calles del centro de Madrid, pero no podemos saber, a ciencia cierta, ni siquiera en una aproximación razonable, cuántos fueron: 120.000, según la Asamblea Nacional Catalana (ANC); 18.000, según la Policía Nacional; y 55.000, según la estimación del diario El País, cuyo método no sé si consiste en sacar una media ponderada a la baja entre las dos cifras anteriores escorándose, no demasiado, hacia el dato ofrecido por la policía.
            Si ni siquiera con los números parece posible, en el caso que nos ocupa, alcanzar un mínimo de objetividad, no debe sorprender a nadie que cualquier análisis que se haga al respecto del procés y del juicio que se está celebrando contra algunos de sus líderes esté siempre cargado de subjetividad. Se entiende así que mientras unos hablan de políticos presos y fugados de la justicia, otros se refieran a las mismas personas como presos políticos y exiliados; que mientras los primeros afirman que los líderes independentistas están siendo juzgados por, presuntamente, haber quebrantado la ley y no por sus ideas políticas, los segundos insistan en que se trata de un juicio político contra el independentismo que atenta contra los principios más elementales de la democracia. Y entre tanta confusión numérica y lingüística, es posible que el hartazgo haya embargado a más de uno y que a buena parte de la opinión pública el procés y todo lo que lo rodea empiece a resultarle de puro cansino indiferente.
            Mas por cansino que pueda resultar el asunto de marras, lo cierto es que a todos nos va mucho en ello, pues lo que está en juego no es solo si los líderes independentistas finalmente resultan condenados o no; lo que está en juego es si vivimos realmente en una democracia plena o si, por el contrario, como se señala desde el soberanismo catalán, la democracia española es una farsa. Y es que este juicio no sé yo si es exclusivamente penal como debiera, tampoco soy jurista para decirlo, pero es evidente que tiene fuertes connotaciones políticas. Por lo demás, no hace falta ser jurista para darse cuenta de que equiparar los actos de los líderes del procés con el golpe de Estado de Tejero resulta, cuando menos, una extravagancia, como extravagante resulta que un supuesto prófugo de la justicia española campe a sus anchas en Bruselas sin que sobre él pese siquiera una orden de extradición, por no hablar de lo llamativo que es, además de preocupante, sobre todo para los procesados, que el tribunal esté presidido por el mismo que estaba llamado a presidir el Consejo General del Poder Judicial y que hubo de renunciar por culpa de un whatsapp en el que, a día de hoy, no sabemos si Cosidó se tiró un farol o decía la verdad. 

martes, 12 de marzo de 2019

Un manifiesto político


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l PP no acudió a la manifestación del 8M porque, según Pablo Casado, el manifiesto que allí se leyó está politizado y es partidista, lo que suena más bien a pretexto para no participar en una acción de protesta promovida por organizaciones feministas y secundada por diversos agentes sociales entre los que se encuentran, también, partidos políticos. Y es que la negativa de Casado a que el PP participara en la manifestación feminista más bien parece indicar su desacuerdo con el feminismo en sí que con el manifiesto de marras. Tanto más si se tiene en cuenta que el otro partido que compite con el PP por el espacio de centro derecha, Ciudadanos, sí acudió a la manifestación por más que sus dirigentes, Albert Rivera e Inés Arrimadas, hayan mostrado sus discrepancias con el contenido del manifiesto: lo primero es lo primero, supongo que habrán pensado, y ahora, ya sea por convicción o por mero interés electoral, se trata de defender la igualdad entre hombres y mujeres, más allá de si hay algunos párrafos con los que estén completamente en desacuerdo.
            Señalar que el manifiesto es partidista, como ha hecho Casado, porque los partidos de extrema izquierda, siempre tan siniestros, han monopolizado el 8M, además de constituir una muestra de supina torpeza estratégica, habida cuenta del éxito de la convocatoria, viene a ser igual que acusar a las responsables del manifiesto de ser incapaces de defender sus exigencias en pro de la igualdad con independencia de los partidos políticos. Si además tenemos en cuenta que los dirigentes de todos los grandes partidos son hombres, también los de izquierdas, tan feministas, entonces es como decir que las mujeres que han liderado esta movilización han estado tuteladas por los varones que dirigen los partidos de izquierdas, lo cual es algo que debería ser inaceptable para cualquier mujer, feminista o no, de izquierdas o de derechas.
            Por lo demás, si el supuesto partidismo del manifiesto, amén de resultar ofensivo, no se sostiene, aducir que el manifiesto está politizado como razón para no acudir a la manifestación roza el esperpento, pues el manifiesto de marras no es que esté politizado, es que es directamente un manifiesto político, como no puede ser de otra manera. Y es que el feminismo es un movimiento político, y la reivindicación de la igualdad entre hombres y mujeres, por más que hunda sus raíces en convicciones morales, es una reivindicación política, y las manifestaciones y lecturas de manifiestos fueron actos políticos. De ahí que el manifiesto feminista, que por más que incluyera alusiones al capitalismo, así como a la derecha y la extrema derecha, dista mucho de ser una nueva versión del Manifiesto comunista, fuera, qué podría ser si no, un manifiesto político. Pero ello, obviamente, no es razón para desmarcarse, salvo que no se comulgue, por razones igualmente políticas, con la reivindicación política fundamental en las movilizaciones del 8M: la igualdad real entre mujeres y hombres.

lunes, 4 de marzo de 2019

Más allá de la libertad de expresión


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n más de una ocasión he señalado que la libertad de expresión es tan importante para las democracias que el grado en que esta se respete nos sirve, entre otros factores, para medir la calidad de las mismas. Es por ello que he tratado de llamar la atención sobre el peligro que corre la salud democrática española cuando se persigue, incluso desde los tribunales, a personas por considerar que las letras de sus canciones, sus chistes, sus tuits o, en definitiva, las más variadas formas de expresión resultan ofensivas para alguien. Es peligroso para la democracia que el Estado coarte la libertad de expresión, pero aún lo es más que la ciudadanía no termine de interiorizar que el compromiso con la libertad de expresión lo es, sobre todo, con el derecho a expresarse de los que piensan de un modo distinto al propio.
            Tanto progresistas como conservadores, incluso quienes se autodenominan liberales, se están acostumbrando demasiado a ser muy reivindicativos cuando se condena, o se intenta condenar, a personas cuyo mensaje sintoniza con su modo de pensar, y, en cambio, se olvidan demasiado rápido del derecho a la libertad de expresión cuando se escandalizan ante determinados discursos que quisieran ver censurados. Y es que en estos tiempos que alguna vez he llamado de dictadura de lo políticamente correcto y del imperio de la liga de los ofendidos del mundo, urge seguir escuchando a Orwell, no me cansaré de repetirlo, para quien “la libertad es el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”. En este sentido, y para poner un par de ejemplos, que se llegara a juzgar a Willy Toledo por cagarse en Dios constituye un lamentable ataque a la libertad de expresión, pero resulta igualmente lamentable la condena del juez que le dedicó un poema, vejatorio según los tribunales, a la dirigente de Podemos Irene Montero.
            Mas no debemos confundir el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír con el derecho, inexistente, por supuesto, a faltar a la verdad, tan de moda en la era de la postverdad y las fake news, o a insultar impunemente, que es lo que hace la asociación Hazte Oír en su última campaña contra el feminismo. Y es que se puede estar en desacuerdo con las tesis feministas, o con algunas leyes o medidas concretas que se propongan para alcanzar determinados objetivos, pues el propio feminismo es plural y, a mi juicio, es bueno que siga siéndolo. Incluso me parece legítimo que se pretenda reducir la violencia de género a violencia doméstica, aunque, en mi opinión, se trate de un grave error, toda vez que resulta innegable la existencia de diversas formas de violencia que se ejercen sobre las mujeres por el mero hecho de ser mujeres, que es en lo que, en suma, consiste la violencia de género. Pero que se equipare el feminismo con el nacionalsocialismo, causante del exterminio de más de seis millones de judíos por el mero hecho de ser judíos, y se insulte a las feministas llamándolas feminazis es algo que va más allá de la libertad de expresión, resulta inaceptable y no debiera quedar impune.

sábado, 2 de marzo de 2019

De lo que hay que hablar


F
ilosofía y democracia están íntimamente vinculadas, aunque no siempre los filósofos han sido demócratas convencidos. No lo era Platón, quien, como se sabe, a pesar de Wert, consideraba que la polis ideal debía ser la república gobernada por los filósofos, es decir, los sabios. Y ya en la modernidad, acaso Hobbes constituya el caso más paradigmático de filósofo antidemocrático, con su defensa del Leviatán y de la necesidad de que los ciudadanos renuncien completamente a su libertad a cambio de que el soberano les garantice la seguridad. Ni tan siquiera el siglo XX, que no en vano ha sido calificado como el siglo de la barbarie, se libra de haber engendrado monstruos cuya obra es de una grandeza difícilmente cuestionable. Ahí está el caso del que muchos, a derecha e izquierda, consideran el más importante filósofo del siglo XX. Me refiero a Martin Heidegger, quien concebía al hombre como Dasein y sostenía que el modo de ser de este es la existencia, es decir, que el hombre es posibilidad, poder ser, en suma, libertad, y, sin embargo, llegó a militar en el partido nazi.
            Mas a pesar de que no siempre los filósofos han hecho gala del talante democrático que nos hubiera gustado, lo cierto es que filosofía y democracia guardan una estrecha relación. Ello es así no porque también haya habido, por su puesto, una multitud de filósofos comprometidos con la democracia, de Sócrates a Kant, de Rousseau a Habermas, sino porque ambas tienen una característica común que las une: si en filosofía no se acepta nada como verdadero (en la esfera teórica) ni como correcto (en la esfera práctica) sin haberlo sometido antes al juicio crítico y al análisis racional, en democracia, por consistir esta en el autogobierno de los ciudadanos, la validez de las normas y de las decisiones públicas solo puede descansar en su libre aceptación por parte de la ciudadanía, por lo que toda norma o decisión colectiva habrá de ser susceptible de ser sometida a la deliberación pública, al diálogo entre los ciudadanos.
            Negarse pues al diálogo racional sobre asuntos públicos no es propio de demócratas ni de personas filosóficamente educadas. Y es que en una genuina democracia, como venimos señalando, todo se puede discutir. Acaso debieran quedar fuera del debate las cuestiones que afecten a la dignidad humana, a los derechos fundamentales, mas incluso en estos casos habríamos de preguntarnos quién decide qué asuntos pueden debatirse y cuáles no. Es por ello que la negativa de Pedro Sánchez, el resistente, a dialogar con los independentistas catalanes sobre el derecho de autodeterminación nos revela la falta de solidez de las convicciones democráticas del presidente, así como su mala educación filosófica. Pues no se puede resolver democráticamente el mayor problema político que afecta a España sin tan siquiera sentarse a hablar del núcleo del conflicto. Más filosofía y más democracia es lo que necesitamos. Decía Wittgenstein en su célebre séptima tesis con la que cierra el Tractatus logico-philosophicus: “De lo que no se puede hablar, hay que callar la boca”. Hoy creo que, con permiso del filósofo, haríamos bien en decir: de lo que hay que hablar, no se puede callar más.