martes, 15 de febrero de 2011

La caída de Mubarak

F
inalmente cayó Hosni Mubarak, para alegría de todos los demócratas y también, ¡ay!, de los autoproclamados  veladores de la fe islámica. Los demócratas nos alegramos porque con la caída del dictador se abre un proceso de transición que esperamos que culmine en la normalización democrática de Egipto; los guardianes del Islam, en cambio, ven en el fin del régimen de Mubarak la oportunidad para reconducir a Egipto hacia la senda del fundamentalismo religioso. Es el caso de Mahmud Ahmadineyad, presidente de Irán, quien espera que el derrocamiento del hasta ayer gran aliado árabe de Occidente sirva para dar un vuelco a las relaciones del país de las pirámides con Israel. Mas debiera andarse con cuidado el líder iraní, porque acaso las revoluciones tunecina y egipcia sirvan de acicate para que la población del país persa se levante contra la dictadura de los ayatolás. Ya se sabe, cuando las barbas del vecino veas cortar…
            Sólo el tiempo nos dirá en qué acaba todo esto. Por mi parte, espero que los egipcios sepan realizar una transición que, como mínimo, esté a la altura de la española, que con todos los defectos, silencios y hasta traiciones que se quiera desembocó en una democracia liberal que, desde luego, no es el paradigma de la libertad y la justicia social, pero es preferible a cualquier régimen despótico. Para ello será necesario contar con la participación de todas las fuerzas políticas de la oposición, incluidos, claro está, los Hermanos Musulmanes. Empero, justo es reconocer que los egipcios lo tienen más difícil, porque no todo el mundo ve con buenos ojos la caída de Mubarak. Empezando por Israel que, a diferencia de Estados Unidos y la Unión Europea, hasta el último momento siguió apoyando a la dictadura por su temor a que el nuevo Egipto sea un país hostil. Ya ven, Israel, que presume de ser el único país democrático de Oriente Próximo, defendiendo a dictadores árabes con tal de ver satisfechos sus intereses.
            Sea como fuere, la chispa de la revolución ha prendido y amenaza con expandirse por todos los países árabes del norte de África y Oriente Próximo. Y haría bien Israel en comprender que un proceso democratizador que termine con las dictaduras, religiosas o laicas, de la zona bien pudiera ser beneficioso para todos y para llevar la paz a la región. Claro que acaso a Israel no le interese la paz y quizás tampoco le interese demasiado la democracia. Pues tal vez teman en Tel Aviv que la expansión de la democracia en Oriente Próximo incline a Estados Unidos y a la Unión Europea a replantearse sus relaciones con Israel. O, quién sabe, a lo mejor lo que le preocupa al Gobierno de Tel Aviv es que las llamas revolucionarias terminen por incendiar a los demócratas israelitas y éstos salgan a la calle a exigir el fin de la violencia y el compromiso sincero con la paz.

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