lunes, 14 de febrero de 2011

La mano izquierda





"(…) el cuchitril del pobre es una vivienda hostil, que constriñe como una potencia extraña que sólo se le entrega a cambio de su sangre y sudor”.
K. Marx.

M
anuel Quintana murió a los cuarenta años asesinado por su propia compañera. Llevaban siete años viviendo juntos y aunque el desenlace final fue trágico, su relación durante los primeros años fue bastante buena.
            Manuel trabajaba en unos astilleros en el puerto, en unos malditos astilleros que a la larga acabarían por arruinar su vida y también la de ella. Todas las mañanas salía de casa alrededor de las siete y media y se despedía de Clara con tiernas y cariñosas caricias. Ella, por su parte, se pasaba todo el día en casa aguardando el regreso de su compañero. A la salida del trabajo, Manuel tenía por costumbre pasarse por el bar de la esquina a tomar una cerveza con los amigos del barrio, de aquel barrio portuario en el que había nacido y que tenía impregnado un olor a sal y grasa de barco; a peleas callejeras, sexo barato, alcohol y contrabando; a drogas y a muerte. Manuel no tomaba nunca más de dos cervezas. Había visto morir a su padre reventado por el alcohol cuando todavía no había cumplido los cincuenta años, y se había jurado a sí mismo no acabar igual que él.
            Cuando después de abandonar el bar llegaba de nuevo a casa, Clara lo recibía envuelta en una alegría inmensa. Saltaba sobre él y se lo comía a besos y él le respondía con gestos cariñosos y caricias. Después cenaban y salían a dar el largo paseo de todas las noches. En esta rutina fueron transcurriendo los primeros años de su convivencia, aquellos en los que llegaron a ser casi felices. Pero no piensen ustedes que fue esta rutina de todos los días y todas las noches la que con el tiempo llegó a arruinar sus vidas; no, que va… Fue precisamente el día que se rompió la rutina cuando todo su mundo comenzó a derrumbarse. Porque hay personas a las que la rutina las va consumiendo poco a poco, pero hay otras, en cambio, que necesitan de ella para afrontar la existencia, que no sabrían vivir de otro modo.
            Una mañana Manuel se encontró, en lugar de en su puesto de trabajo habitual, en el despacho del director de personal de la empresa. Hacía tiempo que entre los trabajadores se oían rumores de que iba a haber una reducción de plantilla, así que Manuel auguraba ya que era aquello tan importante que el hombre vestido con chaqueta y corbata, peinado con fijador y que lucía un reloj en su mano izquierda que costaba dos o tres veces lo que él ganaba en un mes, iba a decirle con tan buenos modales.
            - Querido Manuel- le dijo como si lo conociera de toda la vida, mientras le entregaba la carta en la que constaban las condiciones de su despido- créeme que lo siento en el alma, pero tú sabes que el puerto ya no es lo que era; es cosa de los políticos que han acabado con la actividad portuaria, y ahora, a nosotros, no nos queda más remedio que llevar a cabo esta reestructuración de personal, muy a pesar nuestro, si queremos sobrevivir. Si no lo hiciéramos así la empresa tendría que quebrar y entonces sería aún peor, porque no sólo perdería la empresa sino que todos nuestros hombres se quedarían sin empleo. Ya te digo, es cosa de los políticos.  
            Aquel día le permitieron a Manuel que se tomara el resto del día libre. Por lo poco que había podido entender de lo que ponía en aquella carta, debía seguir trabajando hasta el último día del mes, después su relación con la empresa habría terminado para siempre.
            Esa misma mañana acudió al sindicato, a uno de ellos porque a Manuel nunca le había interesado la política, y allí le dijeron que la situación era legal y no se podía hacer nada. Así que el pobre Manuel ya se estaba viendo en el paro, con treinta y nueve años y una cantidad de dinero entre la indemnización y demás ridícula.
            Durante los días siguientes no dejó de pensar en aquel problema, tenía que encontrar una solución antes de que finalizara el mes. El tiempo se agotaba y el monstruo del paro estaba cada vez más cerca. Cuando ya sólo le quedaban dos días decidió llevar a cabo un plan que había ideado una semana antes, pero que no había tenido el valor de poner en práctica. Se encontraba cortando una pieza metálica cuando tomó la determinación. Tenía la pieza sostenida con la mano izquierda, mientras que con la derecha manejaba la máquina cortadora; entonces, al tiempo que pensaba para sus adentros -hijos de puta, a mi no me joden ustedes- decidió con rabia prolongar el trayecto de la máquina hasta rebanar en un instante eterno cuadro dedos de su mano izquierda, todos menos el pulgar. Y así fue como Manuel Quintana se vio a sus treinta y nueve años cobrando una pensión por invalidez permanente a causa de un accidente laboral.
            Durante los primeros meses que transcurrieron después del incidente, Manuel llevaba más o menos la misma vida rutinaria que antes: acudía al bar de la esquina a hablar con los amigos del barrio, cenaba en su casa y paseaba todas las noches con Clara. Pero cada vez que miraba para su mano izquierda se sentía presa de la furia y del odio y de la impotencia. ¡Cómo deseaba cortarle cuatro dedos a aquel maldito repeinado! A causa de ello la rutina comenzó a variar hasta convertirse en otra muy distinta. Las horas en el bar se habían multiplicado al tiempo que aquellas dos cervezas se habían transformado en infinidad de aguardientes. Entonces, cuando Paco cerraba el bar, Manuel volvía a casa y Clara, la fiel Clara, salía a recibirle con la misma alegría de siempre y le daba besos, pero él ya no respondía con gestos tiernos y cariñosos sino con insultos y golpes que llegaban a convertirse en palizas. Luego caía derrotado en el sofá del salón y aunque su mirada se quedaba fija en la pantalla del televisor encendido, por su mente pasaban los tristes recuerdos de su padre, de su padre borracho y muerto antes de cumplir los cincuenta, del llanto de su madre y del juramento que él siendo joven le había hecho a ella y a sí mismo, y de ese modo se quedaba dormido llorando él también y pensando en cambiar al día siguiente. Pero ese día nunca llegó y el último año de su vida lo pasó entre borracheras, palizas a Clara, que ya no lo recibía alegre sino que se escondía cuando por las noches lo oía llegar rezumando alcohol, y el recuerdo de su padre y de aquel cabrón que seguía sentado en su lujoso despacho y le había arruinado la vida.
            Una noche que Manuel llegó borracho y maldiciendo, Clara no se escondió, saltó sobre su pecho derribándolo al tiempo que le hundía sus caninos en la yugular, liberándose así del miedo y las palizas, aunque no por mucho tiempo.
            Ya ven, aquella perra blanca que un día Manuel Quintana encontró en la calle y que había sido su fiel compañera durante tantos años, acabó con la vida de su amo y días después moría ajusticiada en la perrera municipal[*].












[*] Publicado en la revista Anarda, nº 21, Las Palmas de Gran Canaria, Canarias Siglo XXI, 2000.

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