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a filosofía moral y política nos enseña que la ciudadanía es la condición
de los ciudadanos, es decir, lo que distingue a determinadas personas como
tales y los diferencia de los súbditos. Y es que los ciudadanos, en rigor,
antes de ser meros habitantes de un país, por más que esa sea también una
acepción del término, son sólo aquellas personas a las que se les reconoce una
serie de derechos, aquellos seres humanos que son reconocidos como sujetos de
derechos. Ello significa reconocer al individuo su derecho a tener derechos, en
definitiva, que se le reconozcan sus derechos fundamentales, aquellos que
éticamente consideramos que son inherentes a la dignidad humana. Es pues el
reconocimiento de los derechos humanos lo que otorga la carta de ciudadanía y
puesto que existen diferentes tipos de derechos humanos existen también
diferentes clases de ciudadanías, todas ellas igualmente importantes.
Como acertadamente ha
mostrado Javier Muguerza, tales derechos humanos sólo son exigencias morales
hasta que son recogidos en el ordenamiento jurídico, pero una vez incorporados
son derechos de los individuos precisamente porque son exigibles, lo cual
supone que debe haber alguna instancia a la que el individuo, el ciudadano en
tanto que portador de derechos, pueda exigir que cumpla con su obligación de
garantizar el respeto de sus derechos. Esta instancia, desde las revoluciones
americana y francesa que dieron origen a las democracias modernas, ha sido por
lo general el Estado nación, pero nada hay que obligue, desde una perspectiva
teórica, a que tenga que ser así. Por lo demás, esa es la razón de que los
ciudadanos lo sean siempre de un país, es decir, de un Estado, pues este está
obligado a garantizar que los derechos de sus
ciudadanos son respetados, pero no está obligado para con el resto de los
individuos pues, de hecho, no les reconoce la ciudadanía.
El ideal cosmopolita que
uno suscribe abogaría por una ciudadanía mundial, por que todos los seres
humanos fuésemos considerados como ciudadanos del mundo. La existencia de una
ciudadanía mundial obligaría a que existiera asimismo una instancia global que
garantizara el cumplimiento de los derechos universales de los individuos, una
instancia a la que, sin ser un macro Estado mundial, los Estados hubieran de
rendir cuentas. Se trataría de una suerte de ONU pero verdaderamente
democrática y con auténtica capacidad para que sus resoluciones fueran acatadas
por todos, individuos y Estados; en suma, algo similar a lo que Kant apelara en
Hacia la paz perpetua cuando se refería
a la necesidad de que se constituyera “una federación de pueblos que, sin
embargo, no debería ser un Estado de pueblos”. Y en ausencia de una institución
de esas características se me antoja exigible que la Unión Europea pudiera
operar como tal aunque fuese sólo vinculante para los europeos. Pues el
reconocimiento de la ciudadanía europea implicaría la existencia de unas
instituciones europeas plenamente democráticas que habrían de garantizar los
derechos de todos los europeos por igual. Y puesto que estos derechos no sólo
son los civiles y políticos sino también los económicos, sociales y culturales,
una Unión Europea digna de ese nombre habría de garantizar la ciudadanía en
todas esas dimensiones de sus ciudadanos, sin importar si estos son griegos o alemanes,
españoles o franceses.
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