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l derecho a la libertad de expresión es uno de esos derechos fundamentales
de los individuos que se recogen en la Declaración Universal de los Derechos
Humanos y en las constituciones de los países democráticos. Se trata, obviamente,
de uno de los pilares de la democracia y así es reconocido por todos los
demócratas. Es por ello que el atroz atentado contra los humoristas de Charlie Hebdo fue percibido, justamente,
como más grave aún que otros actos de barbarie precisamente porque atacaba al
derecho a la libertad de expresión, lo que llevó a multitud de ciudadanos
espontáneos, así como a hipócritas y oportunistas mandatarios, a proclamar
aquello de “Je sui Charlie Hebdo”.
Pero no todos somos Charlie. No lo
son, no quieren serlo, quienes en su cortedad de miras proclamaron
inmediatamente después no identificarse con una revista satírica a la que
consideran grotesca y ofensiva sin percatarse de que ser Charlie, entonces y ahora, no implica identificarse con su línea
editorial sino sólo con su derecho a tenerla.
Desde entonces y a pesar
del compromiso formal con la libertad de expresión de nuestros demócratas de
toda la vida, no paran de sucederse los ataques a este derecho fundamental que
todo el mundo dice defender pero que no terminamos de tomarnos en serio, como
si no nos percatáramos de que lo que está en juego es la dignidad humana. Un
caso flagrante es el tristemente célebre acaecido hace unos días en el Museo de
Arte Contemporáneo de Barcelona (Macba), cuando el ya exdirector del centro,
Bartomeu Marí, se empeñó en que una de las obras que formaban parte de la
exposición La bestia y el soberano
debía ser retirada por resultar ofensiva. Los comisarios no consintieron la
censura y la exposición fue inicialmente cancelada. El escándalo ante tal
ataque a la libertad de expresión fue tal que Marí reconsideró su postura y un
par de días más tarde accedió a que la exposición se mostrara íntegra, y así los
visitantes del Macba han podido contemplar la escultura de la discordia en la
que se ve al rey Juan Carlos sodomizado por una mujer a la que, a su vez, está
sodomizando un perro o un lobo. Pero el mal ya estaba hecho y Marí se vio
obligado, ¡menos mal!, a dimitir.
No es este el único caso
en el que la libertad de expresión se ha visto atacada últimamente. Hace unas
semanas el Ayuntamiento de Madrid prohibió la actuación de la banda Soziedad
Alkoholica después de que un informe de la Policía Municipal señalara que si se
celebraba el concierto se corría el riesgo de que se produjeran alteraciones
del orden público, como en los años grises, cuando los Rolling Stones no podían venir a España. Ahora le ha tocado el
turno al fútbol, o mejor dicho, a aquellos aficionados que gustan de pitar al
himno y al rey de España, algo que, gente tan demócrata como el presidente de
la Liga de Fútbol Profesional, Javier Tebas, o la secretaria general del PP y
presidenta de Castilla-La Mancha, Dolores de Cospedal, no pueden concebir en
sus respectivas y biempensantes cabezas. Y es que, como tan acertadamente
afirmara George Orwell en el prólogo a su excelente obra Rebelión en la granja, “si algo significa la libertad es el derecho
a decirle a la gente lo que no quiere oír”.
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