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de las características distintivas del Estado, incluso en estos tiempos del
imperio de las multinacionales y de entidades supraestatales como la Unión
Europea, es que es soberano. Quiere ello decir que es la máxima autoridad en el
territorio donde ejerce el poder, de suerte que todo individuo, grupo de
individuos, empresa, fundación, asociación o entidad colectiva de cualquier
índole que se halle en dicho territorio está sometido al poder del Estado. Y
para que ello sea así, se entiende que el Estado dispone de los recursos
necesarios para imponer su autoridad, de ahí que Max Weber definiera al Estado
como aquella institución que se reserva para sí el monopolio de la violencia
legítima. Y es que, si el Estado no es capaz de imponer su autoridad, deviene
por definición en lo que se ha dado en llamar un Estado fallido.
Si alguien tenía dudas, la crisis de
Cataluña ha dejado claro que España no es, desde este punto de vista, un Estado
fallido. En efecto, el independentismo catalán constituye el mayor desafío al
que se ha tenido que enfrentar el Estado desde la instauración de la
democracia. Mayor aún, diría yo, que el terrorismo de ETA, hoy felizmente
desaparecido. Ante el reto de la secesión nadie puede poner en duda que la
respuesta del Estado ha sido contundente y que, artículo 155 mediante, ha
sabido imponer su autoridad. Sin embargo, España se define no solo como un
Estado, sino como un Estado social y democrático de derecho, y como tal cabe
exigirle que cumpla con sus obligaciones en tanto que garante del respeto a los
derechos humanos recogidos en la Declaración Universal de 1948. La crisis de
Cataluña ha dejado claro que España es un Estado, pero la situación de
diferentes colectivos a los que no se les reconocen sus derechos humanos de
modo efectivo deja en entredicho el carácter social y democrático de España.
En efecto, la discriminación que
todavía hoy sufren las mujeres en España por el mero hecho de ser mujeres
constituye un atentado contra sus derechos humanos por más que éstos hayan sido
formalmente reconocidos. Otro tanto cabe decir de las personas en riesgo de
exclusión social. Y es que resulta inadmisible que en pleno siglo XXI casi el 30
por ciento de la población sea víctima de la pobreza, una cifra que se eleva al
44 por ciento en el caso de Canarias. Mientras la igualdad no sea un hecho,
España seguirá siendo un Estado fallido, no en tanto que Estado, pero sí en
tanto que social y democrático. Lo será al menos para las mujeres, que son más
de la mitad de la población, y para todas aquellas personas, hombres y mujeres,
niños y niñas, seres humanos concretos, de carne y hueso, cuyas vidas se ven
truncadas víctimas de una desigualdad que el Estado no solo no combate, sino
que incluso favorece.
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